–Pero no podés decir eso, si noso…
–Nos están echando, estamos despedidos, ¿no lo entendés? Yo sigo siendo peronista, totalmente, pero ¿contra Borlenghi, contra Apold? ¿Cómo se puede ser peronista, hoy, contra Borlenghi y Apold? No me hagás reír, Armando. Estamos colgados, siempre lo estuvimos, debajo nuestro no hay nada. ¿Las comisiones internas? ¿Los sindicatos? ¿Pero quiénes somos nosotros? Claro, a Borlenghi, a Apold, les pasaría peor, solamente que la percha que los sostiene por ahora está bien enganchada. La nuestra no. Se cayó con Evita. Enterate, Armando. Es, suponé, la burocracia del partido; pero nosotros ¿qué somos? La burocracia del sindicato. Parecía que teníamos mucho poder, ¿no? Colgados de las faldas de Evita. ¿Acaso no decíamos que Evita era como un puente entre Perón y su pueblo?
Mientras hablaba Espejo, un recuerdo incómodo lo asaltó. Una reunión del Consejo Directivo de la CGT, en octubre de 1952. Se venían tiempos duros para el movimiento obrero, en la UOM había aflorado una oposición interna que jaqueaba al secretariado. Y en el Consejo Directivo, al que él pertenecía, se estaba discutiendo la intervención a la UOM. Él se opuso, y anunció su renuncia al Consejo. Fue el único, y su renuncia fue rechazada porque “Cabo no representaba al gremio sino a todos los trabajadores”. Insistió: no quería obstaculizar la decisión del Consejo pero debía renunciar, para estar “al lado de sus compañeros para luchar por la armonización del gremio”. La presión fue abrumadora; Espejo dice comprenderlo pero que la masa obrera lo vería contra las decisiones de la CGT. “El compañero Cabo debe permanecer”. Armando resuelve finalmente no renunciar y abstenerse en la votación. Sería la primera vez que un sindicato fuera intervenido debido a una oposición interna. Entre la CGT y la UOM, Armando nunca se había sentido tan colgado del pincel, suspendido en el aire.
Espejo, que seguía hablando, le estaba poniendo palabras a la pesadilla de la que él quería despertar. Pero no había despertar posible. Armando sintió vergüenza de sí mismo. Quizás Espejo quiso ser terminante:
–¿Sabés lo de Gendarmería? Silencio.
–Los de Gendarmería se quedaron con todas las armas ni bien llegaron. Por orden del general. Por derecha. De cualquier modo –remató el renunciante secretario general de la CGT–, ¿qué milicias obreras? ¿De dónde, decime, hermano?
Armando regresó hecho un trapo de piso al Bajo Belgrano; Lito estaba sentado en el umbral de su casa, con un par de amigos. Percibió el estado de ánimo de su padre, que se abrió paso por entre los chicos luego de farfullar un saludo, y lo siguió. Adentro Armando se sentó y echó a llorar desconsolado. No era la primera vez que Dardo lo veía llorar, pero esta vez el llanto parecía carecer de límite. María se acercó desde la cocina, en silencio, como si ya supiera –en verdad sabía– qué había acontecido. Lito abrazó a sus padres, y sintió miedo.
Esa noche, Armando le anunció que se iría por un tiempo a Tres Arroyos. Trabajo tendría, seguro, lo esperaba una fábrica.
* * *
–Dicen que dicen, Dardo, que Evita una vez dijo que la enemiga de la oligarquía era ella, no el general.
–No lo dijo. Es del tipo de cosas que… un suponer, Rosa Calviño, senadora y de la confianza de Evita, en confidencias, mirá Eva, me parece que la oligarquía le tiene miedo al general, pero más te tiene a vos. Evita pudo haber hecho un gesto impreciso, una sonrisa cómplice, y listo, ya está, se echó a rodar. Pero no lo dijo, estoy seguro. Aunque lo pensaba.
–¿Estás seguro? ¿Lo pensaba?
–En 1971 escribí algo que sigo creyendo; me cito, disculpen, ganamos tiempo, time is money, para ustedes los de abajo: Dentro de la estructura de gobierno, Evita tenía el poder real. Perón descansaba en ella como en su más leal escudo, para contrarrestar la maquinaria burocrática. Evita era la fuerza popular opuesta a la alianza de políticos y militares. Con la CGT y el partido femenino manejaba los dos tercios de las candidaturas del peronismo… Con su muerte, la contrarrevolución cobró fuerzas… Méndez de San Martín y Tessaire son el comienzo del descalabro del gobierno y de la soledad de Perón… Desde entonces, el general podía comunicarse desde sí hacia la masa, pero sin poder recoger desde el pueblo esa respuesta vital que canalizaba Evita… Esa soledad se extiende hasta nuestros días… Cerré el brulote con esta acotación para 1971… Vayan ustedes, chicos, a confiar en la democracia representativa; por mucho que Perón continuara en la cúspide del Estado. La partidocracia y las burocracias devoraron todo muy pronto.
Dardo se detuvo un instante y miró a Antonio y a la Negra inquisitivamente.
–¿Conocen el episodio de las milicias obreras? Sí; lo conocen.
Antonio y la Negra asintieron en silencio. Se trataba de un incidente mil veces mentado, de esos que rebotan típicamente de un relato a otro, como el pochoclo en la sartén, sin fuente plenamente confiable. Antonio abrigaba dudas sobre su autenticidad; la Negra no. Antonio estaba equivocado.
–Bueno, prosiguió Dardo, yo era un pendejo, pero me tocó seguir de cerca su desenlace. Recuerdo a mi padre regresando aniquilado, de Casa Rosada, una noche, después de que el presidente, junto con un par de generales que gastaban crespones, lo pusiera en conocimiento de la decisión de cancelar definitivamente “esa locura”. Lo recuerdo en su largo desahogo conmigo, tratando de justificar una decisión que consideraba un despropósito, derrotista. Los detalles propiamente históricos son pocos, les digo apenas dos cosas: había sido una iniciativa exclusiva de Evita, y el general nada supo del asunto hasta que se puso en marcha. Grave, ¿no? –preguntó con una de esas sonrisas que la Negra encontraba encantadoras–. Por si fuera poco, no fue Evita quien lo puso al corriente. Fue ese monje negro de Jorge Antonio.
–…
–No me entiendan mal. Evita sabía lo que hacía y actuaba con solvencia, aunque era consciente de que no le quedaba cuerda, su carrera contra el tiempo ya la había perdido. Mi viejo estaba exultante con el plan. No fue, precisamente, uno de los que objetó “Señora, con todo respeto, ¿qué piensa el general?”. En esto a mi viejo, como a Evita, le importaba un carajo lo que pensara el general. Mejor dicho, sabía lo que pensaría al enterarse y le importaba un carajo. Nunca me lo dijo, son conjeturas mías. Alguien podría decir, quinientos civiles armados, ¿contra un ejército mil veces superior? Pero no era así, Evita, y Espejo, mi padre, en fin, lo que se llamaba con sorna el cuadrunvirato, pensaban que el ejército se iba a dividir; tan delirados, no eran. Daban por sentada la división militar. La marina no, la aeronáutica sí. El ejército seguro. Pensaban eso. Si prometen no citarme, les digo que ese jugar con fuego me recuerda algo que me contaron en Tacuara: que Hitler decía, antes de lanzarse sobre Europa, tenemos una fuerza aérea revolucionaria, un ejército conservador, y una marina reaccionaria. Y bueno, no quedaba otra, había que calcular, a ojo de buen cubero. Pero disculpen la digresión, es una pavada, lo relevante es que Evita quería reforzar decisivamente las piezas peronistas en un tablero potencial, porque a ese tablero descontaba que antes o después de su muerte se iba a llegar. Todo esto tiene un nombre, que a mí ahora que no soy más que el alma en pena de un hombre de acción, me cuesta pronunciar: guerra civil.
–Algo horroroso –dijo Antonio. La Negra paseaba su mirada del uno al otro de los machitos–. México, España. Ya se sabe cómo termina.
La Negra conocía bien la historia de México.
–La Revolución fue gloriosa. La Constitución del 17… Pero el derramamiento de sangre no paraba nunca… Al final, la paz del PRI fue como la paz de los cementerios para las masas, indígenas o criollas, lo mismo daba. Las élites mexicanas se dieron todos los lujos, hasta una política exterior gallardamente independiente.
–Chicos –dijo Dardo, cáustico–, ¿ustedes quieren saber cómo fueron las cosas? Nadie hablaba de guerra civil, nadie pensaba en que se fuera a llegar a eso. Pero las grietas eran cada vez más profundas y el poder oligárquico tenía que ser aplastado, no había cómo contemporizar.
Dardo dio a sus