Un expositor menos avezado habría concedido una pausa a su audiencia. Al contrario, Monteiro no se arredró ante la ola de inquietud que recorrió el salón de la Escuela Superior de Guerra –ola fiel al panorama pintado por el embajador en Buenos Aires sobre las grietas que se hacían visibles en el régimen peronista–. Imperturbable, abundó en consideraciones –lo relevante ya estaba dicho– en torno a la sugerencia brasileña. El estupor de Armando se tradujo rápidamente en un fuerte desaliento: percibió que su coronel amigo se mantenía inmóvil en su asiento, y hasta le pareció que contenía la respiración. Tuvo la sospecha fulera de que Bermúdez sabía por anticipado lo que el brasileño habría de decir y que lo había invitado precisamente para que lo escuchara.
Esa tarde, Armando había dejado la sede de La Prensa, donde desempeñaba tareas algo difusas, para recalar en el café 36 billares. El café era casi un emporio exclusivo de los seguidores de Navarrita, se les animaran a los tacos o fueran pasivos admiradores de la maestría ajena. Pero en los últimos tiempos había recuperado el pasado esplendor conocido durante la Guerra Civil española, cuando el barrio hervía de simpatizantes nacionales y republicanos de palabra tan belicosos como los que se enfrentaban de hecho en la Península. Solo que ahora no había dos bandos, los contreras brillaban por su ausencia, y los prosélitos del general Perón dominaban la escena. Armando no estimaba especialmente la concurrencia de peronistas (habría sido como exaltar el aire que respiraba), aunque sí apreciaba la escasez de contreras, considerando la probabilidad de reyertas, nunca se sabe. Era fácil tomar un café con compañeros amigos, en esa habitualidad aleatoria que tienen los buenos cafés, jugar a veces a los dados, raramente al ajedrez. Bermúdez, siempre de paisana, lo había buscado varias veces por los 36, desde el día en que habían continuado allí una larga conversación iniciada en La Prensa.
–Lo estaba buscando, Armando –saludó el coronel. No se tuteaban.
–Siéntese Raúl, tómese un café, yo pido otro.
Era fácil advertir que Bermúdez no venía, esta vez, a conversar de bueyes perdidos. Cambiaron unas palabras obsequiosas y al cabo Armando quiso ir al grano.
–Y digamé, Raúl, qué lo trae por aquí.
–¿Conoce al general Goes Monteiro, Armando? Está en Buenos Aires.
Armando sabía de la visita del brasileño, pero no le había prestado atención al asunto.
–Bueno, hoy da una conferencia, en la escuela.
A Armando le hacía gracia la naturalidad con que los oficiales solían referirse a la escuela.
–Ajá, ¿y? –acompañó la pregunta brusca con una sonrisa que denotaba interés, todavía algo artificial.
–Quiero que me acompañe. Es para oficiales de estado mayor, recalcó el coronel, solamente. Y quiero invitarlo.
–Pero, ¿por qué, Bermúdez?
–Armando, Goes Monteiro es enviado de Vargas. No se trata de una visita de rutina militar, es política. El gobierno argentino valora especialmente la perspectiva de una alianza de gran porte con Brasil, usted lo sabe mejor que yo. La CGT tiene que estar al tanto.
Armando quedó pensativo, sumamente interesado en concurrir pero al mismo tiempo reticente. Evita estaba ya muy enferma; esto le ocasionaba un dolor inconmensurable, pero al mismo tiempo una inquietud, que no alcanzaba a confesarse del todo, por su futuro. ¿No sería dar un paso en falso asistir a una reunión tan hermética con un enviado extranjero?
–Es dentro de una hora, vamos.
Armando resolvió ir.
–Pero no puedo, Bermúdez.
–¿Y por qué?
–Porque no tengo corbata –en ese marzo inusualmente frío, la indumentaria de Armando no incluía esa prenda ornamental.
–No se preocupe, yo sí tengo.
–¿Dónde? ¿En su auto?
–No; es esta –señaló su corbata, de un verde esmeralda.
–Pero, ¿y usted?
El coronel esbozó una media sonrisa.
–En la guardia de la escuela hay una reserva de corbatas, preparada para estos casos.
Armando se sintió perturbado.
–Pero, Raúl, dicen que si dos amigos se prestan una corbata se pelean –su aprensión no era afectada.
–Déjese de joder, Armando, se hace tarde –percibía el deseo de asistir en los ojos de su amigo. Se desanudó la corbata; Armando la tomó y fue al baño a ponérsela.
Hicieron el viaje en silencio, como si la ansiedad por la conferencia los consumiera. Los brasileños que Armando había tratado, incluyendo al propio Monteiro, siempre habían mostrado una vaga simpatía por la Tercera Posición peronista, fue pensando Cabo; vaga, esa era la palabra, vaga y amistosa, gentil. Él admiraba a Vargas, en quien veía no obstante mucho más un político que un conductor, más un estadista que un revolucionario. Pero su entusiasmo por la Tercera Posición parecía haberse enfriado algo con su regreso al poder. De hecho, había una cosa demasiado concreta, y todavía dolorosamente reciente: Brasil había firmado un pacto militar con los Estados Unidos. Por mucho que el Palacio do Catete, e Itamaraty, hubieran buscado justificarlo en términos de un puro pragmatismo que en nada desvirtuaba los ideales compartidos, el hecho no encajaba bien dentro de estos ideales, que ya no se sabía, en verdad, cuán compartidos eran. Armando quería creer que Goes Monteiro estaba trayendo de parte de Vargas un mensaje que apuntalaría la causa común. En la que al sindicalismo argentino y, por qué no, también al brasileño, les cabía un gran papel. No se trataba, era obvio, de una cuestión castrense. Armando se había disgustado profundamente al saber del pacto, pero aun así se podía considerar que este entendimiento era puramente militar, no contaminaba otras dimensiones de la política. En tiempos de Guerra Fría y, sobre todo, estando tan próximo el estallido de una tercera guerra mundial, no resultaba completamente intolerable que los brasileños firmaran aquel pacto, siempre que estuvieran dispuestos a avanzar en el frente que proponía Perón, en lo político, en lo económico… contra los Estados Unidos, la potencia imperialista que actuaba como si fuera dueña del continente. La Cancillería argentina había adoptado un léxico que le resultaba extraño: la latinidad; para él, lo importante era lo latinoamericano, estaban demasiado lejos los países latinos europeos. Alguien le había contado que Winston Churchill, ese viejo lince, había escrito una historia de los pueblos anglosajones; a él le parecía una extravagancia, pero así y todo le veía más sentido que a la latinidad; y ahí estaban las mañas de la Iglesia católica para demostrarlo. Era inadmisible que se resistieran los curas al patronato, en la Argentina peronista.
–¿En qué está pensando, Armando? Ya casi llegamos.
–En Brasil. Ese tratado militar…
La exposición de Goes Monteiro había finalizado. Las ilusiones de contar con el gobierno brasileño, se dijo Armando, habían quedado en nada. Lo inundó ese ilevantable pesar que hasta entonces solo había experimentado como hincha de fútbol. Cabía, no obstante, confiar en el pueblo brasileño. Esa era la esencia del justicialismo, confiar en los pueblos, no en los gobiernos. Si Perón y la doctrina justicialista tenían eco en el mundo era porque los pueblos comprendían la doctrina y la hacían propia, no porque los gobiernos se interesaran por ella. Los gobiernos de un modo u otro acababan en transacciones con el capitalismo; los pueblos, como él mismo había escrito en La Prensa pocos días antes, esperaban de conductores que, como Perón, cumplieran su misión: que el Estado estableciera “una legislación que defienda los intereses de la clase proletaria y frene con vigor los abusos de los monopolios imperialistas que hacen de la explotación del hombre la base esencial para enriquecerse… Unir a la clase obrera latinoamericana en torno a los ideales de