–Bueno, saben bien que no fue del todo así. Es destacable que durante todos esos meses las cosas ocurrieran en una suerte de vacío político. Y de esta experiencia todos sacamos enseñanzas.
–Aramos dijo el mosquito, Dardo –lo provocó Antonio–. Vos tenías 14, sí, ya sé, aprendiste con tu viejo, me convenciste, seguí.
–Vamos entonces –Dardo se arma de paciencia a ojos vistas– a ese vacío político. Empiezo por el final. Perón era fuertemente institucionalista, más allá o más acá de que el modo en que concebía a veces su papel fuera destructivo para las instituciones que él creaba o procuraba fortalecer. Pero son cosas que pasan. Y mientras Perón confiaba en las instituciones, en general el peronismo plebeyo no. El peronismo plebeyo desconfiaba de las instituciones, y de sus titulares más aún.
Con parsimonia, Ignacio se levantó de su silla, con la intención, dijo, de permitir que Dardo y sus visitantes continuaran tranquilos su amable plática.
–Es que, amigos, los he seguido no sin alguna dificultad, pero es suficiente por ahora, en mi cerebro se arraciman dudas y preguntas sobre las que querría meditar.
Dardo lo vio determinado y lo dejó ir sin oponer resistencia.
–Vuelva, don Ignacio, que yo solito me siento poco frente a estos pícaros –Antonio pensó que a ese comentario le faltaba un guiño para convocar el fantasma del general, pero el espectro de Cabo era el de un joven espigado, aunque curtido. Dardo retomó el hilo.
–Decía, el general era muy 17 de octubre ritualizado; ningún 17 de octubre posterior al de 1945 fue mucho más que un ritual, con su nombre como piedra de toque: día de la lealtad. Pero ese era su terreno. El peronismo plebeyo se hizo presente en masa ante la mole del Ministerio de Obras Públicas. Así le fue. Nuestra desconfianza institucional era otro cantar; no se partía de un reconocimiento del principio de autoridad, era un ejercicio bastante crónico de desobediencia. Para el general, la autoridad se traducía, se corporizaba, en instituciones.
–Lo que implicaba –atacó Antonio– un margen muy grande de discrecionalidad a la espera del acatamiento. La arbitrariedad, no tanto la ley. Un creador institucional que no se sujeta a la ley institucional, sino que se coloca por naturaleza encima de ella.
–Sí, en contraste, esa desconfianza en las instituciones del peronismo plebeyo desaguaba en una fuerte preferencia por la acción de masas, y por la relación directa de las masas y el líder. Macanean los que dicen que Perón tenía esa inclinación, al contrario, ese vínculo directo era en él de valor limitado. Tendía a ser ritual y ratificatoria. Perón confiaba en sí mismo, no en las masas. Nosotros creíamos intensamente en la acción de masas y la cultivamos, siempre que pudimos, contra las burocracias sindicales y partidarias. Desde julio de 1973, sé que doy un salto acrobático, los Montoneros protagonizamos lo que ahora es fácil reconocer como una farsa; yo no fui ajeno a ello: creímos en el imperativo de “romper el cerco” y mantuvimos esa política aun después de que Perón nos recibiera con el Brujo. Antes de eso habíamos exigido que el general asumiera la presidencia “inmediatamente”, sin esperar los comicios, expediente al que era imposible encontrarle encuadre legal. Y antes de eso había acaecido el desastre de Ezeiza, la idea fuerza que movió a la columna Sur era el contacto directo entre Perón y su pueblo. Pero en estas movidas estaba todo el peronismo plebeyo. Bueno, todo no. Alicia Eguren era la loca en cuyos labios Dios ponía sus verdades. Nos dijo: tengan cuidado chicos, cuando salten el cerco se lo van a encontrar a Perón esperándolos con la metralleta en la mano. Pero la verdad es que estábamos, muchos de nosotros –agregó tras el exabrupto–, angustiados y desorientados. Hoy se diría estresados –dijo acerbamente.
–Bueno, lo sabemos, te leo algo tuyo, lo publicaste en El Descamisado, posterior a Ezeiza. “Aquí se trata de hacer una revolución, la revolución peronista que empezó Perón, que quería Evita y que todos estamos forjando… vamos a seguir gritando desde aquí lo que sabemos. Aunque tengamos que andar con el ‘fierro’ en la mano para defendernos de estos salvadores del peronismo”. Tu tensión parece extrema, ¿nadie leía tus borradores?
–Lo de andar con el fierro no es difícil de entender, los salvadores del peronismo no utilizaban armas blancas. Pero, por encima de eso, se trataba de restablecer lo que nunca había existido, puedo decir con amargura, excepción hecha de los largos años en los que, desde Madrid, el Viejo se dedicaba todo el día a escribir cartas a todo el mundo; parecía un conspirador republicano exiliado de la Italia del siglo XIX. Te leo una –Dardo sacó un papel de un pupitre que un instante antes no estaba allí, y leyó–: “…hay prisiones que honran. Me alegra que sea papá y mucho más que lo haya hecho abuelito al amigo Armando, que me imagino ha de estar orgulloso y feliz”. Me la envió para el nacimiento de la Tata, estando nosotros en el Sur. En dos renglones hay un montón de alusiones políticas, aunque haya sido una carta privada. Las que no lo eran circulaban de mano en mano, como sucedía con las primeras ediciones del Martín Fierro leídas en el fogón. Curiosamente, esos años fueron cuando menos “cercado” se encontró el general. No obstante, Perón se empeñaba una vez y otra en recrear mediaciones institucionales. Sé que es contrario al sentido común académico que ustedes portan, no se ofendan, la hipótesis de un líder populista más inclinado por las instituciones que por las masas, pero es así. En el fondo, era un general del orden; sin instituciones no hay orden concebible… en tanto respondieran a una cabeza, la suya. Perón inaugura las sesiones del Congreso de 1950 diciendo: “cada uno en su casa y Dios en la de todos”. Ustedes de casa al trabajo y del trabajo a casa, que yo me ocupo. Y en su primer discurso después de Ezeiza lo reiteró. El peronismo plebeyo, más peronista que nadie, tenía otra respuesta.
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