Antonio cerró el pico. El general dejó prolongar unos segundos el silencio.
–Hmhm. ¿Y usted qué hizo?
Cobarde no era JA.
–Acepté de inmediato el encargo, naturalmente, viniendo de la Señora. Pero en el mismo momento pensé en confirmar que usted estaba en conocimiento. General –lo miró a los ojos–, dado el estado de salud tan delicado de su esposa, me pareció que no debía preguntarle nada más y que debía conversarlo directamente con usted lo antes posible. Espero haber procedido bien.
–Procedió muy bien; usted es un amigo y un compañero de conducta intachable.
JA pensó que él no estaría tan seguro de calificar su propia conducta de intachable, pero eso no venía al caso. Había quedado atrás el mal trago. Perón no hizo el menor esfuerzo por demostrar conocimiento o ignorancia del asunto.
–Vea, mi amigo, usted no tiene que informar a nadie, ¿me entiende?, a nadie, de este tema –JA asintió–. Segundo, cumpla con el pedido. Pero me tiene que mantener al corriente paso a paso, paso a paso –reforzó–, del trámite. Si tiene que viajar, viaje, pero yo tengo que ir sabiéndolo. ¡Ah! Lo del dinero. No corresponde. Lo pone y después vemos…
–Por favor, general, eso no es problema –se atrevió a interrumpirlo. El general insistió con un gesto y continuó:
–Ese cargamento, o tal vez sean dos, porque los belgas… tienen que entrar legalmente al país. Asegúrese de eso. Cualquier dificultad cuente conmigo. Usted y yo vamos a saber la fecha de su llegada. Desde ese momento yo voy a tomar exclusivo control. Si preciso de algo contaré con usted, por supuesto.
–Sí, mi general, me siento muy tranquilo. Gracias.
–Soy yo el que le agradece, Antonio.
* * *
Un residente de los Elíseos de cabellos canos –los dioses demoraron en arrancarlo del mundo de los vivos– se aproxima, solícito, a recibir a Dardo, bisoño en el oficio de ser difunto.
–Has llegado, debes ofrecer a Proserpina el debido tributo. Aquí –indica– te está mandado deponer tu ofrenda.
Dardo se deja guiar y el anfitrión, que responde al nombre de Ignacio, le proporciona lo necesario. Habiendo cumplido con la diosa, caminan hasta los sitios risueños y los amenos jardines y bosques, moradas de la felicidad. Un aire más puro vestía aquellos campos de brillante luz, ya que aquellos sitios tienen su sol y sus estrellas. Dardo observó a los afortunados. Unos se ejercitaban en herbosas palestras, otros se divertían en luchar delicadamente sobre la dorada arena; otros danzaban en coro y entonaban versos… Luego vio a otros comiendo tendidos sobre la hierba y entonando jubilosos himnos en honor a Apolo… Algunos andaban a paso lento, solazándose en un silencio beatífico. Otros jugaban en ronda con una bola, que se arrojaban grácilmente, con una sonrisa dulce en los labios…
Dardo observa primero perplejo, luego alarmado. ¿Las delicias paradisíacas? ¿La habría pifiado, la Sibila? Su cicerone, que algo ha indagado en el papeleo administrativo del recién llegado, advierte su desazón.
–Dardo –lo interpela mansamente–, tu fastidio quizás no tenga remedio, pero debo informarte: los Elíseos cuentan con una biblioteca infinita.
–¿Una biblioteca infinita? –Dardo se entusiasma de inmediato, pero pronto se previene–. ¿Infinita? Eso me recuerda un autor de mi país, bah, es un decir. Lo de las bibliotecas infinitas. No se podía leer nada. Él decía que los peronistas somos incorregibles. ¿Ustedes inventaron una biblioteca así para peronistas?
–No, Dardo, pero ¿qué significa peronistas?
–¿Cómo? ¿No hay peronistas por aquí?
–No sé, hijo, pero en nuestra biblioteca grecorromana se puede leer, naturalmente. En cualquier idioma. La vida del filósofo era bastante precaria, mal mirado por los poderosos y los débiles; pero con el paso de los siglos hemos sabido construirnos una reputación. ¿Y a ti te gusta leer?
–Mucho. Lo que se dice leer, aprendí en cafúa… en la cárcel. Despunté el vicio.
–¡Hijo! –levemente escandalizado–. ¿Cómo fuiste a dar a la cárcel? Si te mandaron aquí desde ese sitio terrible, serás un mártir, alguien que dedicó su vida a la causa de los que tienen hambre y sed de justicia.
–No, no, no es para tanto –responde Dardo con la mayor modestia–, no vaya a creer. Otro día se lo cuento. Ahora lléveme a la biblioteca.
Marzo de 1952. Armando no podía creer lo que escuchaba. Demasiado próximo al expositor, no encontró prudente hacer un comentario. Pero relojeó a su amigo, sentado a su derecha. El coronel Bermúdez, hierático, fijaba los ojos en el conferenciante, pero al cabo de algunos segundos percibió la interrogación de la mirada intensa de Armando. Se dibujó en su rostro, entonces, una expresión de extrema sorpresa en reacción presunta a las palabras que oían ambos. Pero a Armando lo invadió la sobrecogedora impresión de que Bermúdez, boquiabierto y con ojos desorbitados, estaba fingiendo. Volvió la vista al expositor, que afectaba tranquilidad sentado, solo, en el escenario. El viejo general Goes Monteiro no hablaba portuñol. Hablaba un castellano más que pasable con ligero acento gaúcho. Como todo gaúcho de élite conocía bien a los argentinos; era un enamorado del tango, Armando ya lo había tratado ocasionalmente, tiempo atrás. Era cauteloso, pero esta vez, enfundado en su uniforme impecable del Ejército brasileño, estaba siendo claro, demasiado claro. Se tomaba su tiempo, eso sí; iba paso a paso, no decía todo de una vez, trataba de desplegar un orden lógico preciso de modo de ser persuasivo delante de su público fardado, supuestamente habituado a ese estilo de escritorio administrativo. El general intentaba, sobre todo, moderar el efecto muy previsible de sus palabras en una audiencia que conocía bien y sabía llena de grandes, aunque heterogéneas, expectativas. Pero para decir precisamente esas palabras había viajado esta vez a Buenos Aires.
Nadie ignoraba –venía arguyendo Monteiro, y no le costó a Armando retomar el hilo de la exposición, tras escrutar a su amigo– que él no sentía fervor por los Estados Unidos, y menos aún por la política exterior norteamericana. Por eso mismo, Argentina podía otorgar créditos a su sinceridad –Armando se preguntó a quién se refería con Argentina; ¿al gobierno del general Perón? Porque había allí exclusivamente militares, él era apenas una mosca blanca–. Habían transcurrido siete años desde el fin de la guerra, y el contexto internacional ya no era el mismo. La Guerra Fría era una realidad pétrea, a la que George Kennan tanto había contribuido a plasmar en ideas de larga duración –Armando no sabía de quién estaba hablando Monteiro, pero lo intuyó–. Los bloques en pugna estaban consolidados, aunque sus fronteras no fueran inalterables, la índole del enfrentamiento era perdurable –Armando pensó de inmediato en que lo que oía contradecía de plano las predicciones del general Perón, no siempre bajo el seudónimo de Descartes, sobre la inminencia de una tercera guerra mundial inexorable. Agobiado, siguió escuchando–. En tanto, acredito, creo –Goes Monteiro se corrigió rápidamente– que no podemos descuidar nuestro desarrollo económico. ¿Quién puede proporcionarnos insumos, capitales, tecnología? Prefirió dejar en el aire la respuesta. Porque lo crucial era lo que le quedaba por decir. Y lo dijo. Soy desde hace mucho tiempo un amigo de los argentinos, y el presidente Vargas también lo es.