La vida breve de Dardo Cabo. Vicente Palermo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Vicente Palermo
Издательство: Bookwire
Серия: Vidas para Leerlas
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878010748
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pesó demasiado en las espaldas de Evita. Su espíritu era todopoderoso, pero su cuerpo no se lo perdonó. Y sí, cuando Evita decía “no lo dejen solo al general” lo único que significaba era “ni se les ocurra alejarse de mí”. Porque para ella, la garantía del general era ella misma. Yo creo que pensaba que el general estaba tanto para un barrido como para un fregado. Y que de ella dependía que fregara bien, que fregara bien a la oligarquía, digamos. No les voy a decir a la oligarquía y al imperialismo, sería anacrónico. Pero el sentido es el mismo. Y la palabra imperialismo se usaba ya con cierta frecuencia.

      –¿Pero todo eso tenía algún asidero? –escéptico, Antonio, otra vez.

      –Tenía asidero, sí. La interpretación de que Evita era un contrapeso más revolucionario a un Perón más conservador, o cualquiera de esos lugares comunes que estallaron con oportunismo en autores de cuarta ansiosos por vender sus libros, tiene un linaje histórico. Le fue mal a ese linaje; se extravió. Pero no estaba del todo descaminado.

      –Contrapeso más… ¿revolucionario? –inquirió Antonio.

      Mayo de 1953. Su padre estaba en casa; por unos días apenas, pero Dardo igual se sentía muy contento. Armando era el de siempre; Lito no había percibido ninguna diferencia en él, en esa mezcla de reciedumbre y ternura, de adustez y humor llano, sin ironía. Armando salía constantemente, la lista de amigos y compañeros que deseaba ver durante la breve estadía no era corta. Alguna que otra noche se quedó para cenar en familia y Dardo, tras muchas vacilaciones, por fin desembuchó lo suyo: estaba pensando en ingresar al Colegio Militar.

      –¿Al Colegio Militar? –Armando dio un respingo, aunque asimiló pronto el golpe–. Pero, primero precisás hacer la secundaria.

      –Sí, ya sé papá, la puedo hacer en el colegio, si el San José…

      –¿Y… por qué querés entrar en el Colegio Militar?

      –Quiero ser militar, papá –Dardo estuvo a un tris de reír de su respuesta. Se alzó levemente de hombros.

      –¿Y qué tiene de malo, Armando? –intercedió María–. Hacen falta más militares peronistas, ¿no? ¡Te voy a decir a vos! Guerra Argentina no va a tener, ¿no?

      María revelaba una inteligencia práctica indudable. Armando la miró con manifiesto escepticismo.

      –Lito, primero hacé la secundaria, y después hablamos, no te apurés. Si querés eso, cuando termines la secundaria está bien.

      A Dardo le gustó lo que acababa de oír. Continuaron comiendo, y no faltaban temas de los que conversar. Lito contó, para escándalo de su madre, que se divertían como atorrantes por el Once, saliendo de la escuela, jugando fulbito o haciendo estragos en los tachos de basura de los comerciantes que cercaban el bastión educativo. Parecían distendidos. Repentinamente Armando se retesó. Lito advirtió que quería decirle algo y quedó en escucha. Cruzó los dedos debajo de la mesa, como había aprendido de un compinche escolar. Armando habló algo contrariado, cabizbajo.

      –Mirá, Lito, es difícil…

      –¿Difícil qué, papá?

      Armando se resolvió.

      –Es difícil que un hijo de trabajadores entre en el Colegio Militar.

       * * *

      –Dardo, con Evita y todo, ¿no era un disparate lo de las milicias? Presagiaba una tragedia; muchos años después un mocoso fachito anunciaría la farsa, que…

      –Delirado, sí –cortó Dardo a Antonio–. No más delirado que Castelli, rezándoles el Contrato Social a los indios del Alto Perú, con el ejército de Buenos Aires a sus espaldas. Y una calle de mi barrio lleva su nombre. Me cae simpático.

      –¿De tu barrio? –interrogó la Negra–. ¿Castelli? ¿No vivías en el Bajo Belgrano, en tu infancia?

      –Sí, de mi barrio –Dardo elevó los ojos a lo que, apenas técnicamente, podía considerarse el cielo–, el Once, el barrio porteño donde más años pasé, casi toda la primaria, lo poquito de la secundaria… en el Colegio San José, y en todas las llecas, las aledañas llenas de comercios, y conventillos residuales, y hotelitos, y pensiones de mala muerte para pajueranos… el Colegio fue mi mundo… no la pasé mal como pupilo; podría mandarme la parte, considerarlo mi primera prisión, pero no, era un refugio. Y Once era la puerta obrera de la ciudad, lo conocí muy bien, más que la Plaza de Mayo, que…

      Lo interrumpió Antonio.

      –Decime, Dardo, ¿cómo se puede ser basista y peronista al mismo tiempo?

      Dardo hizo como que no entendía. Se dibujó una expresión de apacible ironía en su rostro, velada por la resolución. La Negra pensó que esa resolución era teóricamente imposible de hallar en un residente del Paraíso, aun siendo el hogar definitivo de héroes helénicos. Pensó, y recordó dos fotografías, de las que por primera vez advertía un contraste que la avergonzó de tan obvio. La primera mostraba un instante de reposo del guerrero, Dardo de perfil, rodeado de Cóndores, relajado, con una taza de brebaje caliente en su mano izquierda, seguramente a bordo del avión aterrizado en la tundra. Un perfil canchero, como quien dice, suelto de cuerpo, una semisonrisa completamente despojada de matices, la satisfacción del deber cumplido, como quien dice, un Dardo habitado por esa mirada resoluta, atenta pero aplomada, un arma cargada de futuro, como quien dice. Y la segunda de seis o siete años después, Dardo tampoco mira al frente, es un cuarto de perfil derecho, como quien dice, el flaco con los ojos muy abiertos mira hacia la cúspide de un arco iris, como quien dice, y hacia ahí se van su entero rostro, y su cara, y su cabeza, y es imposible no entrever en ella una calavera, detrás de una carne endurecida y demacrada y dolorida, y no como quien dice. Pero se trata, piensa la Negra, apenas de unas fotos, y las fotos, como se sabe, son engañosas. Todo esto piensa la Negra en una fracción de segundo mientras flota en el aire el silencio de Dardo y la duda de todos sobre si, por fin, el cazador cogió a su presa con la flecha envenenada de una pregunta sobre el basismo. Pero el silencio de Dardo ni alcanzó a ser. Ahora iban a ver lo que es bueno.

      Agosto de 1954. Ulises era un amigo de su padre, alto-flaco-desgarbado; con semejante nombre no tenía apodo, ni siquiera el Flaco. Tampoco tenía familia. Venía siempre a ver a Armando, y a veces también a conversar con Lito, y en ocasiones lo había ido a buscar al San José, lo llevaba a Plaza Once y le hablaba de Rivadavia, el del mausoleo, se la enseñó él esa palabra, le hizo jurar a Dardo, entre risas, que no le contaría a su padre. Y también le explicó qué había pasado el 11 de septiembre, ya no recordaba qué cosa con unos autonomistas. Ulises parecía muy asentado, pero hervía por dentro. Era un sindicalista de planta que no querría jamás dejar la planta. Le fascinaban las máquinas pero también sentía no tener otro lugar que compartir con sus compañeros. A su amigo Armando lo trataba con visible displicencia, con un cierto desdén afectuoso, que Armando se bancaba por ser él, el alto-flaco-desgarbado. Armando le había contado a su hijo que de pibes se habían colado a un tren, y se sentaron, de puro jodones, fuera del vagón, en el escalón externo. Cuando el tren arrancó, un golpe terrible contra el andén le hirió una de las piernas a Ulises; el flaco perdió el sentido, menos mal que pudieron sujetarlo hasta la siguiente estación, evitaron su caída y trataron de evitar, a duras penas, que las piernas se le destrozaran. Tuvo suerte, pudo recuperar la gamba pero le habían quedado cicatrices impresionantes que nunca mostraba. Con Dardo había hecho una excepción, que el chico había sobrellevado con entereza. El alto-flaco-desgarbado era desgraciado en el amor, se había casado con una mina que lo volvía loco, por la cual Armando no ocultaba su aversión terminante. La miraba como buscando que ella leyera en sus ojos: maltratás a mi amigo. Ella reaccionaba con indiferencia. Dardo lo admiraba, a Ulises, pero no lo entendía. Armando le había contado también que habían pasado la infancia merodeando siempre el mercado de Tres Arroyos, en barra, para comerse la fruta medio podrida que los puesteros descartaban. Dardo lo quería, a Ulises, mucho, pero no lo entendía: “yo soy peroniano –le dijo muchas veces el flaco-alto-desgarbado– pero no peronista; hay un ideario”. Un día Armando recurrió a la ironía, algo raro en él: “Ulises sabe que a buen