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Saldado el caso entre las divinidades, la Sibila va por Cabo. Su aspecto asusta un poco a nuestro héroe, ignorante aún de su suerte. Ella habla sin demora:
–Ea, Dardo, hijo del ilustre Armando, luchador denodado que has dejado el mundo de los vivos, debes acompañarme hasta tu destino final.
La Sibila no imparte otras explicaciones, ni Dardo las pide. Total, todo estaba sucediendo más rápidamente de lo pensado, ya se iba a enterar.
–Sabes, Dardo, quién soy, la Sibila. Profeticé tu muerte.
Sibila se sorprende de no impresionar a su guiado.
–Pero, señora Sibila, no era tan difícil profetizar mi muerte.
La diosa contiene un punto de indignación.
–Profeticé también la fecha, que no te esperabas, y las circunstancias –dice calma pero altiva. Estaba picada. Dardo no se dejaba amilanar.
–Eso es mucho más impresionante, señora Sibila, lo encuentro admirable.
–También –continuó la profetisa, airada por la circunspección de Dardo– adiviné el arma con que te mataron: fuiste acribillado con una pistola ametralladora Halcón ML-63, calibre 9 mm, munición 9x19 Parabellum.
Dardo por supuesto no lo sabía, a eso.
–Te parecerá un detalle truculento, innecesario.
–Pero si yo no dije nada.
–Sería innecesariamente truculento, sí –cortó la Sibila tajante–, si no fuera porque la misma arma, no el mismo modelo apenas, la misma arma, se empleó un lustro después en esa guerra paródica que ustedes dan en llamar Malvinas. Pero esta vez no mató a nadie.
Dardo se preguntó si todo iba a ser, de ahí en adelante, así. Impregnado de reminiscencias agresivas por parte de recuerdos al acecho. Ufa. Pero bueno, la Sibila le había anunciado su traslado inminente. ¡Traslado! Maldita sea, le había dicho que debía acompañarlo, se corrigió.
Agosto de 1951. No podía conciliar el sueño. ¿Por qué se decía así, conciliar el sueño? Cayó en que no sabía qué quería decir conciliar, aunque sí que conciliar el sueño era dormirse. Eran más de las doce, y él seguía despierto, la ansiedad lo dominaba y su padre no llegaba. Él no quería despertar a su madre. Armando y María habían discutido la posibilidad de que ella también fuera hasta la 9 de julio, pero Armando la había convencido de quedarse, para no dejarlo solo. De llevarlo a él ni pensar. Pero él ya se había quedado solo algunas veces. Volvió a decirse que eran más de las doce, el reloj de péndulo, que lo maravillaba, las había dado hacía poco, y decidió entonces esperar en vigilia. Pero se había adormilado cuando sintió que Armando entraba en su dormitorio, y se incorporó de golpe, ocultando que el sueño lo había vencido. Su padre se aproximó con una sonrisa afectuosa y se sentó en la cama a su lado. Dardo notó que algo no había andado bien. ¿Va a ser vicepresidenta, Evita? Preguntó a quemarropa, sin saludarlo. No sé, hijo, sí, supongo. ¿Suponés por qué, papá? Dijo que iba a hacer lo que el pueblo quisiera. Y bueno, ¿y el pueblo no quiere? –¿Qué les digo? ¿Qué les digo?– esa pregunta rebosante de angustia y que rebotaba en el silencio adusto del general resonaba aún en los oídos de Armando Cabo. No le explicó mucho más, a Dardo. Inclinó la cabeza, como asintiendo, e imperativo apagó la luz. El artefacto prodigioso tocó la una. Por unos instantes interminables, Armando había percibido una voluntad, una pasión, un deseo en libertad, fuera del control de cualquier fuerza, de cualquier orden, una furia natural, ciega, y sintió algo parecido al miedo. Observó a Cámpora, que atribulado dirigía sonrisas estúpidas a Perón, a Espejo, al propio Cabo, atónitos como él, aunque más compuestos. La muchedumbre exigía una respuesta inmediata. Evita vacilaba, pretendía consultar al general, regresaba al micrófono para diferir, ganar inútilmente unos segundos. Cabo escuchó, o creyó escuchar, no, no, escuchó deciles que se vayan.
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Fuerzas ocultas dirigidas por la Sibila acarrean el alma de Dardo hasta un inmenso espacio dominado por el verdor de especies vegetales por él nunca vistas. La profetisa se despide sin ceremonia, no sin antes advertirle que no ha de entregarse eternamente al ocio. Dardo percibe, apenas audible, una melodía cuyo volumen crece de a poco. Es una ejecución instrumental, que Dardo identifica pronto con una publicidad televisiva porteña de los sesenta, “con las medias de nylon, ya no hay más problemas”. Harto de humoradas de color local, se lleva una mano a la cabeza. Desconcertado, advierte que aunque se ve a sí mismo, no se siente, sus dedos y su frente se evanescen, procura tocarse sin conseguirlo, sus manos atraviesan su cuerpo como si se tratara de aire pintado. En un instante se degüella, nada sienten su cuello ni su mano mientras el jingle orquestado se reitera. Y su memoria reconstruye la letra: “ya no hay más problemas, les puse Can-can”. Can-can, ¡claro! Es una ejecución de Orfeo en los infiernos, una ópera bufa de un francés nacido en Alemania, que María Cristina le había hecho escuchar en casa de su padre, el doctor Verrier, estaba entre sus discos de 78. Le había hecho gracia descubrir el Can-can del jingle dentro de la obra. Observó atentamente su elusivo cuerpo y su inmaterialidad no acusaba ninguna herida. Estaba muerto, de eso no cabía la menor duda. Alguien se lo hacía saber con música: Orfeo en los infiernos.
Diciembre de 1951. –Esperemé, padre, no se vaya.
Esperemé padre no se vaya eran las palabras que más escuchaba Hernán Benítez en sus visitas a Evita en ese inmenso escritorio con piso de roble esloveno. Benítez sabía que Evita se dirigía casi siempre, como al matadero, a que la controlara el doctor Albertelli, al divino cohete, varias veces al día. Aunque no eran pocas las ocasiones en que, contrariando la prescripción del ginecólogo y los ruegos de Juan, atendía asuntos urgentes. Benítez, tras la primera y fastidiosa espera, se llevaba un libro y la aguardaba, cómo no, sin irse. Evita no podía desatender sus compromisos urgentes, pero tampoco quería abandonar la conversación con el padre. Pero esta vez, la rutina se interrumpió.
–Señora, lo siento, pero hoy no me será posible. Me espera un moribundo, y temo… –Benítez no tenía pelos en la lengua, pero mentar la muerte delante de Evita era un atrevimiento que tal vez solo él se podía permitir.
–Quédese tranquilo, padre –Evita no preguntó por la identidad del agonizante–. ¿Cuándo vuelve?
Mientras alzaba sus ojos a la altura del padre se le cruzó como un ramalazo el rostro de Menéndez, el generalito, un traidor de los peores, no podía entender por qué Perón no lo mandaba ejecutar. Pensar que para mantener en paz gente así entregamos la vicepresidencia, la mía. Jamás se lo iba a perdonar; lo que había que hacer, lo hizo, pero ahora que estaba hecho la inundaba un resentimiento oceánico.
–Cuando usted quiera, señora –respondió Benítez tranquilo–. ¿El próximo lunes?
Ese genuflexo de Ivanissevich –pensó el sacerdote– había sobrellevado la vesania ciega de Eva ante los golpes del destino a su puerta. Se lo tenía bien merecido porque era un cerdo. Ahora a él le tocaba acompañarla, darle forma a su resignación. Tarea imposible. En su momento, hacer de Evita, Evita, no había sido difícil; ahí estaba la pasta de esa mujercita desmesurada. Él había descubierto en su interior unas dotes demiúrgicas