La vida breve de Dardo Cabo. Vicente Palermo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Vicente Palermo
Издательство: Bookwire
Серия: Vidas para Leerlas
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878010748
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olvidado un libro sobre la mesa ratona de su escritorio. No era un libro; se trataba de un voluminoso ejemplar de la Revista de la Universidad de Buenos Aires, julio-septiembre de 1948. Lo hojeó. Fue al índice. Localizó prontamente un artículo del propio Benítez: Unamuno y la existencia auténtica. Quién sería Unamuno. Leyó los primeros renglones, el padre lo llamaba don Miguel, familiarmente. Parece que era un gaita. Evita humedeció el dedo mayor con su lengua y viró un par de páginas, maquinalmente. Ya a punto de dejar el libro a un lado, descubrió un párrafo subrayado –parecía furiosamente subrayado– en verde. Leyó: “El que consigo no hacía paces nada extraño que no las hiciera con los demás, en particular con los cómodamente asentados en su mediocridad o en su superioridad”. No le cupieron dudas: el padre no se había olvidado el libraco, esa frase estaba subrayada para ella. Lo demás no interesaba. Era cierto: ella no iba a hacer las paces consigo misma ni muerta. Sintió en el pecho una punzada de angustia: no le faltaba mucho para demostrarlo. ¿Cuánto? Ya no tenía en quien confiar. Un paniaguado le había contado –con el moralizante propósito de contraponer el paraíso peronista y el infierno del materialismo ateo– que Stalin, que estaba para morirse de un momento a otro, había confesado a un diplomático occidental, de esos maulas que consiguen que las piedras hablen, que ya no confiaba ni en sí mismo. Ah pero ella sí. Ella en Evita sí confiaba. Le servía de poco. Claro que no confiaba en esos papanatas, Méndez San Martín y Mendé, que se la pasaban macaneándole y girando en torno como moscardones. El bueno de Albertelli también le mentía, pero ella le leía la verdad en los ojos. Estos socialistas, tan honestos que no saben mentir. Días atrás le había preguntado, de sopetón:

      –Digamé, Albertelli, ¿cuánto tiempo me queda? –El infeliz se había puesto pálido–. Señora –balbuceó; lo había pescado con la guardia baja–, el tratamiento está dando resultados. Después de la operación se va a sentir mejor.

      Evita lo atravesó con la mirada y sonrió, no le dio tiempo a Albertelli ni para temblar. Tocó un timbre y de inmediato se presentó Renzi. Ni que estuviera detrás de la puerta, pensó.

      –Mire, Renzi, el doctor Albertelli no tiene escudos peronistas para la solapa, tráigale unos cuantos me hace el favor.

      Todavía se reía para adentro de la escena. Bueno, ella en Evita confiaba, pero Benítez tenía razón, otra cosa era hacer las paces. Se sintió lo que era, una llamarada que quemaba en redor y se consumía a sí misma. Las paces no. Y tampoco iba a hacer las paces con los demás, menos que menos. Con nadie, aunque el santo varón de Benítez le explicaba, persuasivamente, que podía confiar en la Gracia para alcanzar esa paz que parecía inaccesible. Sí, Benítez era muy persuasivo, y nadie la entendía mejor que él –Perón menos que nadie–; pero su vida ya estaba hecha, y bien hecha estaba. Genio y figura hasta la sepultura, había leído tiempo atrás, o quizás había sido su propio consejero espiritual quien le espetara el refrán en son de paternal reconvención. Tomó el tubo del intercomunicador.

      –Che María Eugenia, vení –dijo mientras seguía riñendo contra esos fantasmas.

      Su secretaria se presentó tímidamente. Hacía unos meses que trabajaba con ella y todavía sentía algo de temor.

      –¿Qué sabés de Armando? ¿Volvió de Tres Arroyos?

      –Me parece que todavía no, señora. ¿Quiere que lo busque?

      –Sí. Decile que necesito urgente hablar con él. Urgente.

       * * *

      Dardo continuaba escuchando Orfeo en los infiernos mientras esperaba con cara de boludo. El vergel no estaba mal, pero ¿qué iba a hacer ahí? Transcurrió un tiempo que le resultaba imposible de medir, ni con el reloj de péndulo de sus padres, pensó. O quizás él transcurría dentro de ese tiempo. De pronto apareció de la nada un anciano, que se le fue aproximando lentamente. Tenía una cabellera blanca, mal tocada por un paño roñoso, barba y bigotes que eran todo uno, muy largos, y su indumentaria se limitaba a un manto andrajoso. Calzaba unas sandalias de muy humilde aspecto y portaba un cayado en su mano derecha. Dardo tuvo tiempo de ficharlo a gusto, porque el anciano se acercaba a paso cansino. Era mejor que nada, pensó, pero este viejo tenía una pinta de lo más ridícula. Finalmente se detuvo, muy cerca de Dardo, y pareció observarlo ceñudamente unos segundos. Adelantó la mano izquierda hacia Dardo, de modo amigable, no exento de majestad.

      –Dardo Cabo –dijo–, ¿no sabes quién soy y no me lo preguntas?

      –Eh… sí, sí, usted es…

      –No lo sabes –el viejo hizo un gesto desdeñoso con su mano libre–. Soy Tiresias, deberías haberlo adivinado. ¿O es que te falta seso? Ni has advertido que soy ciego.

      Dardo permaneció en silencio; admitía que Tiresias estaba en lo cierto.

      –Los dioses me han castigado cegándome, muy injustamente desde luego, pero en compensación me han otorgado una sabiduría extraordinaria. He hecho méritos. Mi fallo principal será recordado eternamente. Tuvo lugar a pedido de Zeus instigado, el muy estúpido, por su esposa Hera, hermana del divino soberano, dígase de paso.

      –Ah, ¿sí? –dijo Dardo–. Qué interesante.

      –Espero que no estés ironizando, Dardo, es de veras interesante, muy especialmente para ti. Esos caprichosos no se ponían de acuerdo sobre quiénes experimentan más placer sexual, si los hombres o las mujeres.

      Tiresias disfrutó por unos segundos del suspenso que, al menos hipotéticamente, había creado.

      –Les expliqué –dijo con suficiencia– que los hombres sienten la décima parte del placer que las mujeres.

      –¡Carajo! –prorrumpió Dardo–. Pero…

      –Así es –Tiresias no lo dejó seguir–; tal cual lo estás pensando. No precisas decírmelo. Lamentablemente mi fallo, que más exacto imposible, despertó la cólera de Juno, las iras de Hera, en breve trabalenguas. Mi premio fue la ceguera y mi castigo la sabiduría.

      –Oia… eso me recuerda… ¡ah sí! Sí. A un tipo de mi país.

      –Dardo, no seas insolente.

      Diciembre de 1951. El general en persona le abrió la última puerta. Le gustaba hacerlo –Jorge Antonio lo sabía– cuando quería que el visitante se sintiese miembro de un reducido núcleo de hombres de confianza. JA estimaba que ese núcleo no era ni tan reducido ni de tanta confianza, pero apreciaba integrarlo. Saludó en silencio al general, con una mirada que parecía iluminarse y una leve inclinación de cabeza, que no llegaba a ser reverencia. Sus brazos se cruzaron en el abrazo rápido que el general ofreció, generoso. Los sillones que rodeaban una mesilla atiborrada de chucherías ceremoniales los esperaban. Hablaron de bueyes perdidos. JA vaciló en preguntar por la salud de la Señora, sabidamente precaria. Pensó que era algo fuera de lugar, en arreglo a las circunstancias, pero temió incurrir, de no hacerlo, en una grosería imperdonable. Lo hizo, finalmente, de modo alusivo, y la respuesta del general, apesadumbrada pero convencional, le confirmó que ignoraba todo sobre el asunto que lo traía a la Rosada. Un silencio, y una mirada amable, ligeramente inquisitiva, lo autorizaron a comenzar.

      –Mi general, me trae aquí esta vez una materia difícil, algo intrincada.

      JA era mucho más joven que el general, pero compartía con él, además de un cuerpo imponente (el general era alto, y JA más todavía), una propensión histriónica de la que era por completo inconsciente. Era consciente de que sus respectivas pasiones dominantes diferían.

      –Dígame, Antonio –invitó tranquilo el general, nada inclinado a llamar a las personas por su nombre de pila.

      –No sé por dónde empezar… y quizás –agregó, con el propósito de no dejar al general tan descolocado– usted ya esté al corriente. Sin duda usted lo está –se corrigió apenas, con espontaneidad solo aparente y confeccionando un filigrana florentino–, pero siento que tengo el deber de confirmarle que yo he sido convocado.

      Este Jorge Antonio es un zorro, pensó el general, mientras le indicaba