–El general no neutralizó de modo subrepticio, mediante procedimientos puramente cortesanos, la iniciativa tan audaz, temeraria si se quiere, de las milicias obreras para ahorrarle un disgusto a su compañera. Lo hizo así porque no podía plantarle cara, simplemente no podía.
Dardo semblanteó a los chicos.
–El peronismo plebeyo arranca con Evita, pero no solamente con ella. La cuestión central fue la economía social del gobierno, y también las instituciones. El monopolio de Perón de la palabra autorizada, su rol excluyente en la conformación de la voluntad popular hicieron allí agua. ¿Por qué Perón se refería, paladinamente, a que el justicialismo había superado al capitalismo, inaugurando un nuevo régimen económico y social? Seguía existiendo la propiedad privada de los medios de producción, aunque se hablara de la función social de la propiedad. Esta posibilidad abierta por la Constitución del 49, de que el poder público expropiara en beneficio de la comunidad, era ya típica de los capitalismos de posguerra. En nuestros años no pasó de las grandes nacionalizaciones de los servicios públicos en manos extranjeras. Perduraban la propiedad privada, las clases sociales, capitalistas y trabajadores, el mercado, ¿qué tenía entonces de definitivamente nuevo el justicialismo? ¿Qué autorizaba al general a proclamar haber dejado atrás al capitalismo? Lo que tenía de nuevo era específicamente político: la voluntad de hacer justicia y el poder para hacerla. Apenas eso, ni más ni menos. Chocolate por la noticia, el capitalismo era injusto, el comunismo más aún, el justicialismo era justo. Otra de las verdades peronistas reza que el justicialismo pone el capital al servicio de la economía, y esta al servicio del bienestar social. Pero, ¿cómo? Muy simple, el estado peronista, desde la cúspide, ponía en juego la voluntad política y reemplazaba el conflicto de clases, que dimanaba de la injusticia capitalista, por la cooperación entre las clases presidida por la justicia. ¿Y luego? Producir, producir y producir.
Dardo tomó un respiro; la ocasión hace al ladrón y Antonio hurtó la palabra.
–Esa es la concepción justicialista del mundo. Te sigo, Dardo, pero agarrate fuerte –Antonio y la Negra ya habían entrado en confianza–. El mundo como un juego de suma cero, de índole moral. Vino Perón e hizo justicia: le sacó a los injustos para darle a los justos. Convirtió a los injustos en justos. Los redimió. Los injustos no son tanto los capitalistas, como los extranjeros. Hasta las finanzas, que en el fascismo elegante de José Antonio se percibían implacablemente capitalistas, aquí aparecen oponiéndose la condición nacional a la extranjera y sobre todo a los internacionalismos. Sacar de un lado y poner del otro: todo en su lugar. Y es una cosa de voluntad moral, de querer hacer justicia. Es la realización de la armonía y el equilibrio del orden justo. Que “el capital y el trabajo sean asociados y no fuerzas en pugna, porque la lucha destruye valores”, explica el justicialismo, trazando una línea indeleble, un antes y un después en la historia del conflicto social. El capitalismo y la lucha de clases pertenecen al pasado. “Buscamos –explica Perón– hacer desaparecer toda causa de anarquía para asegurar con una armonía, a base de justicia social, la imposibilidad de alteración de nuestras buenas relaciones entre el capital, el trabajo y el Estado”.
Dardo no iba a permitir que Antonio continuara tan profesoral.
–Entonces, el problema de la acumulación capitalista es dado por inexistente, tanto como el conflicto entre el capital y el trabajo. Una vez instaurados el equilibrio y la armonía del Estado justicialista, se trata de producir, porque ya no hay más lucha, hay colaboración en una mayor producción. Producir, producir y producir –reiteró–. ¿Qué consideraciones de orden económico o político podrían ir en contra de los compromisos de fundamento moral que hacían suyos los actores de la Comunidad Organizada?
–“El general Perón –leyó la Negra de sus papeles– sentó la consigna rigurosa: producir. Aumentada la producción se podría llegar a la equitativa distribución de la riqueza… consolidada por un perfecto equilibrio social… que el capital y el trabajo sean asociados, no fuerzas en pugna…”. En 1950 se esperaba que los peronistas aprendieran eso.
Pero Dardo retomó la ofensiva.
–En el marco de un orden que más que reprimir, disipaba, evaporaba el conflicto, la cooperación era naturalmente productiva, la economía no podía sino crecer. La desaparición del conflicto no era sino restituir el orden perdido, extraviado en el camino del capitalismo y de su consecuencia lógica pero perversa, el comunismo. Un regreso platónico pero, pasando por el tomismo, adecuado a los nuevos tiempos, que luego de su deposición el general llamaría “la hora de los pueblos”. Había que dar cuenta de conflictos inéditos, y de las aspiraciones, inéditas, de los pueblos. Pero en la práctica las cosas fueron muy pero muy distintas; la solución justicialista no extinguió el conflicto. Apenas lo desplazó. Sobre todo hacia abajo. Claro, muchas de las grandes organizaciones sindicales protagonizaron huelgas que a veces alarmaron al gobierno peronista. Pero la novedad, inesperada, estuvo abajo. Las organizaciones de fábrica, de planta, las comisiones internas obreras resistieron férreamente el encuadre de productividad que los empresarios procuraban imponer acompañados ansiosamente por el gobierno. El equilibrio establecido sobre el pilar de la voluntad política del líder no se sostuvo. El momento culminante de esta frustración fue el Congreso de la Productividad, no por su falta de resultados concretos, sino porque dejó al descubierto la fragilidad de un acuerdo social presidido por un concepto de justicia. La fragilidad de la capacidad política para controlar la lucha de clases. Lo nuevo, lo específicamente político, la voluntad de hacer justicia, esa virtud que nace en lo político con Aristóteles, refundada con la denotación social, encontraba un límite nada sorprendente, pero que quizás para el propio Perón era inesperado: esa voluntad no era capturada pacíficamente en la cúspide sino que se resistía empeñosamente a perder autonomía, una autonomía que cuanto más dispersa más podía desafiar la ecuación de gobierno. Aquella cifra burlona, mañana es san Perón que trabaje el patrón, es bastante ilustrativa: sí, los trabajadores estaban dispuestos a seguir siendo explotados, pero el límite de la explotación lo ponían ellos, no se entregaban así nomás al santo. Sí le otorgaban a Perón, incondicional, su adhesión, la fe en que lideraba el camino hacia la consumación de la justicia social. Pero en el día a día de las relaciones de explotación, que eran como eran aunque las llamaran de otro modo, no aflojaban. Sí lo hacían las cúpulas burocráticas; en abril de 1953, el secretario general de la CGT, Eduardo Vuletich, fue vergonzoso: “Nosotros lo queremos general, aun descalzos y desnudos, y estamos con usted sin condiciones”. Era cierto que los trabajadores estaban con Perón sin condiciones; no era menos cierto que no renunciaban a interferir en la ecuación justicialista de la explotación. La interpretación plebeya del liderazgo no nace con la Resistencia; esa dimensión plebeya está muy presente en nuestros años de oro y quienes se formaron en ellos, como este servidor, no encontraron motivo para abandonar esta concepción cuando en 1955 el mundo se les cayó encima.
–Pero, ¿no es un punto de vista demasiado retrospectivo, el tuyo? Vos ni habías cumplido los 15 en septiembre del 55.
Agosto de 1955. No conocía Parque Patricios, pero su amigo le había indicado bien cómo llegar, tomando el 28, y que si se pasaba la parada siguiente era la terminal. Estaba bastante nervioso y con escaso ánimo para encarnar el flâneur que, sin saberlo, le agradaba ser desde que contara con la venia paterna para andar por su cuenta.
La piba era joven todavía; él la vio –su amigo no había exagerado– como a una hermosa mujer madura. Una mina jovata. Deseable. Aunque en esos instantes no hubo mucho lugar para el deseo, alcanzaría él a intuir, se trataba de dar curso al deber que le imponía su cuerpo. La desnudez desfachatada de la anfitriona era arrolladora, sus pechos lo hicieron temblar. Su propia desnudez, apurada por unos dedos duchos en manipular cierres y botones, lo hizo sentir risible, aunque en la inspección profesional de su cuerpo no percibió ni sombra de burla. Años después, relataría la escena entre risas: “me sentí como desnudo”.
Ella estuvo al mando del principio al fin, y supo expresarse con movimientos y palabras, que para algo estaban. Todo duró ¿cuánto? ¿Ocho, diez minutos? Pregunta que no se hizo Lito, consagrado a subir el primer peldaño de una larga escalera desconocida. Recibió unas caricias gratas en su cabeza, que su