Aunque no fuera hijo de Jean-Roch, nació en 1793 en Ceilán. También él fue hecho prisionero de guerra por los ingleses y enviado a Inglaterra; eso sucedió en 1811, cuando conquistaron Java en un santiamén a pesar de la reputada valentía de nuestro general Janssens. Su hermano Nikolaas, seis años mayor que él, debió de perder la vida en la misma expedición militar, quizá en la famosa batalla de Meester Cornelis; Louis tenía entonces apenas dieciocho años. Un año más tarde, después de haber sido liberado, llegó a Holanda, país que seguramente todavía no conocía, y luchó contra los franceses durante los últimos años de Napoleón. Después le enviaron como capitán de vuelta a Java, donde se distinguió en la guerra contra Diponegoro.7 En 1825 era comandante en Magelang, lugar amenazado por los “bandidos”, que era el nombre que les dábamos a las tropas del príncipe javanés. El residente8 estaba ausente y la guarnición contaba con tan sólo 50 hombres y djajeng-sekars; no obstante, mi bisabuelo se mantuvo firme. Los agresores quemaron los puentes al sur de la ciudad y ocuparon una desa situada cerca del monte Tidar. Rechazaron una patrulla de reconocimiento y, cuando mi bisabuelo se apersonó en el lugar, “los bandidos luchaban impávidos y atacaban a los nuestros con una furia tan terrible que Ducroo consideró que era preferible iniciar la retirada”. Un jefe nativo, que parecía haber reconocido la autoridad holandesa como algo ineludible, acudió después en su ayuda con una tropa de lanceros; sin embargo, mientras tanto, mi bisabuelo se había recuperado, había vuelto a enfrentarse a los bandidos y “en aquella ocasión tuvo la suerte de conseguir dispersarlos causándoles pérdidas considerables”. Después mandó quemar los cañaverales donde se habían escondido los bandidos. Estos empezaron a salir de su escondite empujados por el humo “justo delante de nuestros soldados”, que los derrotaron y los volvieron a ahuyentar.xx A su regreso, el residente felicitó a mi bisabuelo, lo mencionó con honores en un informe y lo recompensó con la orden militar de Guillermo. Lo nombraron comandante y más tarde coronel; no sé qué pensó cuando su jefe, el barón De Kock, rompió su palabra de honor. Por otra parte, la historia guarda silencio sobre el hecho de que reprobara el examen de general porque, en la plaza de Waterloo de Batavia, desbarató por completo un gran desfile. Mi tía Tine, que de niña se sentaba sobre sus rodillas, decía de él que era “inconcebiblemente bueno”. Cuando se licenció, tenía el grado de coronel y permiso para seguir llevando el uniforme.
Se casó con una chica de Ámsterdam de buena familia llamada Lucretia Wilhelmina de Ronde.xxi Mi padre prefería que ese nombre se pronunciara con acento francés para mantener la pureza de la estirpe, pero hay motivos de sobra para suponer que Lucretia procedía de una familia oriunda de Holanda. Sin embargo, el hijo de ambos, Willem Hendrik Ducroo, mi abuelo, que hizo una excelente carrera en el poder judicial, contrajo matrimonio con una mujer rica de apellido francés, Lami,xxii hija de otro coronel. Éste era muy diferente del coronel Louis y no había perseguido bandidos en los cañaverales; el único hecho de armas que se le atribuía era el haber participado en la expedición militar a Rusia como recluta; sin embargo, también tenía sus cualidades estratégicas. Un retrato suyo muestra a un hombre con mucha panza debajo de un chaleco blanco, y una cara redonda y pequeña, con una expresión a la vez apoplética y espabilada. Sus dos hijas llegaron a ser inmensamente ricas porque él demostró ser un maestro a la hora de administrar la fortuna de su segunda mujer, no la madre de sus hijas, sino una viuda sin hijos que confiaba plenamente en él y que renunció a una vejez solitaria para convivir honorablemente con su señoría. Finalmente, su fortuna se repartió entre las dos hijas, y la mitad de esa parte nos llegó a los futuros Ducroo.
Las dos hijas eran mujeres extrañas, lo que significa que, de mayores, ambas perdieron la cabeza. De joven, la que se convertiría en mi abuela ya era famosa entre parientes y amigos por su espíritu satírico; residía en el barrio de Meester Cornelis y habitaba la casa en la que más tarde nacería yo y que llevaba el nombre de la familia, Gedong Lami. Siendo ya mayor, se rodeaba de niños nativos adoptados a los que encomendaba probar todos sus platos y bebidas porque vivía con el constante temor de ser envenenada. Tenía un rostro redondo con una mirada intensa y una lengua bastante brusca; heredó los rasgos de su padre y dicen que me parezco un poco a ella, algo que personalmente no creo, aunque no me disgusta porque es uno de los rostros más inteligentes de nuestro álbum de familia. Durante su vida fue infeliz y tuvo una serie de encontronazos con su esposo con quien, no obstante, engendró cinco hijos fruto de las reconciliaciones. Al final, él la dejó sola en su gran casa de Meester Cornelis y se mudó a la Koningsplein —la plaza real— de la ciudad y, más tarde, una vez que se hubo jubilado, se fue a vivir a Bruselas, donde se echó una querida. De joven, mi padre se topó en una ocasión con la querida en Bruselas cuando llegó una noche de improviso; no tenía ninguna opinión sobre su belleza o su encanto, algo que a mí me decepcionó cuando le oí contar la historia.
La hermana de mi abuela —la otra mitad de la fortuna— contrajo matrimonio con un joven oficial que más tarde llegaría a ser el famoso general Marees.xxiii Había dos hermanos Marees en el ejército: uno de ellos acabó con la vida de su superior durante un duelo cuando era teniente, dando así al traste con su carrera, mientras que el otro se distinguió, después de unos tímidos comienzos, sobre todo en las expediciones de Borneo y Sumatra, y más tarde todavía más como favorito del rey Guillermo III, quien no se cansaba de concederle medallas. Sin embargo, a la sazón, su esposa, que había compartido con dedicación una gran parte de su vida militar y era muy querida entre los soldados, apenas se dejaba ver; si de mi abuela decían que padecía confusión, a ella la etiquetaban sin rodeos como enferma mental. No cabe la más mínima duda de que procedemos de una familia que puede calificarse de rara. Tine, la hermana de mi padre, había heredado al menos el espíritu satírico de su madre, pero pese a su buen conocimiento de la naturaleza humana y a su pesimismo, perdía la cordura en cuanto salía a relucir el tema de la teosofía. Mi padre, que en su juventud fue un muchacho enérgico, impetuoso, autócrata, a la par que alegre, amante de las “mujercitas” y más cosas de este estilo, intentó más tarde entablar todo tipo de vínculos con el mundo del espiritismo, pero acabó —neurasténico y totalmente cansado de la vida— cometiendo suicidio. Pero me estoy acercando demasiado al presente. Lo que importa en este vínculo familiar es que también mi padre se casó con una mujer de apellido francés, uno de esos apellidos dobles que se supone proceden de la nobleza colonial, como cuando un señor Bonnet acaba convirtiéndose en Bonnet de la Colline y un señor Perrichon, en Perichon de la Plaine. La familia de mi madre era oriunda de la isla de La Reunión; mi nombre, Arthur, que no aparece entre los Ducroo, se lo debo a un tío de ese lado de la familia, cuyo apellido en la buena época de las Indias era muy popular en relación con los vinos y del que se hablaba siempre que se mencionaba su Cantenac. Según la descripción de mi madre, debió de ser del tipo de père noble.9