Esa misma tarde se presentó el primer notario, el de la cabeza redonda de cerdo y el bienintencionado tuteo, que escupía al hablar, el idiota de Grouhy que no había podido disuadir a mi madre de redactar un testamento nulo, y que asentía con un sonoro “sí” a todo lo que le proponían, eso al menos cuando no lo repetía todo palabra por palabra.xxvi Adoptó una actitud paternal, se inmiscuyó sin que nadie se lo pidiera en las negociaciones con el agente funerario y prometió volver al día siguiente con dinero para el funeral. Además, estaban las discusiones con el sacerdote para celebrar una misa, las cartas y telegramas que había que enviar a las Indias, el torpe y febril ir y venir de personas que no se sentían en casa, a las que no se había pagado el salario del mes y que se habían subido al Pullman con el poco dinero que les quedaba.
Al día siguiente recibí la segunda visita del notario, esta vez en compañía de su colega de Bruselas que venía a remplazarle, un notario joven y elegante, de pelo engominado y raya en medio, pequeño bigote, ojos de granuja y mirada penetrante, que hubiese quedado perfecto en una de esas películas de gánsteres tan en boga hoy en día, de no haber tenido un aspecto tan innegablemente belga y un estilo tan mísero y vulgar como sólo puede tenerlo un oriundo de Bruselas.xxvii “Un charmant garçon”,11 opinaba el abo-gado de Namur que en Grouhy se había convertido más o menos en el encargado de los negocios de mi madre y al que, por lo tanto, habían ido a buscar.xxviii Vulgar, zafio, de cabeza grande y calva incipiente, gritón, pero, con todo, más humano que los otros dos, parecía irritado al oír que se declaraba nulo el testamento. Puesto que mi hermanastro había muerto en las Indias, sus hijos menores de edad debían ser nombrados coherederos. La declaración, firmada por Otto, en la que renunciaba a su parte de la herencia materna porque sabía que esta fortuna procedía de mi padre, tendría que haberla ratificado ahora, pero Otto había muerto cuatro meses antes. Así pues, yo no tenía derecho a tocar nada; había que precintar cuanto antes la herencia; con arreglo a la ley, había que repartir las acciones en el Banco de Ámsterdam y todo lo demás, excepto Grouhy, que ya figuraba a mi nombre. Los notarios podían adelantarme algo de dinero a la espera del momento en que pudieran romperse los precintos, pero en vista de que mis familiares estaban en las Indias, lo más seguro era que la cosa se prolongara durante mucho tiempo. Por consiguiente, me harían un préstamo, tomando como garantía Grouhy y no la herencia, pero me dieron poco dinero y encima a regañadientes, puesto que recordaron que Grouhy ya estaba hipotecada.
—¿Y de qué voy a vivir mientras espero que se venda Grouhy o se levanten los precintos?
—¿Eh…? —me contestaban moviendo los brazos y encogiéndose de hombros.
—¿Se dan ustedes cuenta de que vivo con mi esposa en Francia y que también he de mantener a mi primera esposa y a mi hijo que viven aquí en Bruselas? Con el dinero que me acaban de dar apenas podré pagar el funeral y despedir a los criados.
—Esto es muy desagradable, pero la ley…
Y el abogado se puso a gritar como si se sintiera ofendido personalmente por el caso:
—¡Ya sabía yo que sucedería esto! ¡Conozco a mi gran amigo, el señor Ducroo! ¡Está harto de esta situación! ¡Está totalmente desquiciado, porque no se le había pasado nunca por la cabeza que pudiera suceder algo así!
En efecto, nunca se me había ocurrido pensar que el notario con la cabeza de cerdo, que se mostraba tan dispuesto a decir que sí a todo y que ahora parecía estar tan bien informado sobre los hijos menores de edad de Otto, pudiera haberse olvidado adrede de indicarle a mi madre que su testamento era nulo, porque ahora provocaba un caso tan deliciosamente complicado que requería al menos la ayuda de otros dos colegas. Y el abogado que había redactado la declaración de Otto podría haber pensado antes que, en sí misma, esa declaración no tenía valor alguno… Los días se sucedieron como una pesadilla de continuos trámites prácticos. El entierro, con una misa a la que había que acudir; cartas de recomendación para el personal al que había que despedir; viajes a Namur y de vuelta en cupés de tercera entre gente que siempre ponía las mismas caras y que hablaba de la misma crisis, deliberaciones con el abogado sobre si debía aceptar la herencia a beneficio de inventario, algo que cada vez parecía más conveniente. Hasta que llegó, desde Holanda, la confirmación de lo que me temía: una enorme deuda en el banco fruto de los reintegros de dinero, mientras que las acciones que se habían dado en prenda habían bajado hasta un importe que apenas cubría la deuda. Si la economía mundial se recupera y las acciones vuelven a subir, la herencia no estará nada mal; si siguen cayendo, el banco no nos dará nada y los muebles ahora precintados servirán para pagar la deuda. Además está el alquiler de la vivienda que habrá que seguir pagando aunque la ley exija precintarla, algo que no beneficiará a nadie, y menos aún a los coherederos, en cuyo interés parecía tan necesaria la medida. “Lo bloquearemos todo, dejaremos que las acciones sigan cayendo, que el alquiler se acumule; cuando todo haya perdido su valor, culparemos a la crisis mundial, pero nuestra honestidad nos exige hacer nuestro trabajo como es debido, por supuesto a expensas suyas, nosotros que conocemos los procedimientos prácticos y legales.” Nunca antes me había sentido tan indefenso frente a una clase tan despreciable de personas que sabe cómo manejar las fórmulas legales, y como yo las desconocía todas, tenía la sensación de ser un niño pequeño que observa indefenso lo que pasa a su alrededor.
El precintado de los muebles fue todo un espectáculo con aquel juez de paz de barba de chivo que parecía sacado directamente de un vodevil, con un secretario judicial y un oficial de notaría cuyo instinto carroñero contrastaba duramente con la seriedad de su atuendo. En total eran cinco hombres que, precedidos por los dos notarios, irrumpieron en la habitación ahora vacía donde había fallecido mi madre para proceder a abrir armarios y cajones con un manojo de llaves; se llevaron los abrigos de pieles, y se quedaron examinando el joyero y la caja con el dinero hasta que llegó el herrero que habían mandado llamar a toda prisa para que los forzara. El senil oficial de notaría amenizó la espera contándonos una historia sobre una familia de gatos que les obligó a precintar una casa en tres ocasiones para complacer a la protectora de animales… Acto seguido, Jane, los criados aún presentes y yo tuvimos que jurar que no habíamos sustraído nada de la herencia.xxix
Puede que sea demasiado duro con estos personajes; es posible que el asco que sentía mientras corría hacia el tren fuera exagerado, y sin duda lo era el que sentí cuando los dejé hacerse cargo de la custodia de las joyas. La correspondencia que mantuve con ambos notarios fue breve, y espero que el disgusto fuera mutuo; después, lo dejé todo a cargo del abogado. Desde que firmé el beneficio de inventario, él responde mis cartas (que, admito, no están escritas de acuerdo con las fórmulas habituales) en un tono casi como si quisiera librarse de mí. Sigo creyendo que es un hombre honrado; en Grouhy nos aportó a veces una ayuda considerable, pero la situación ha agudizado mi recelo y mis falsos conocimientos de la naturaleza humana; en lo más profundo de mi ser comprendo ahora al pobre desgraciado que ya no ve la ley, sino sólo a sus representantes, que mata a un agente judicial porque realmente ya no puede más.
Durante una de las últimas conversaciones que mantuve con mi madre —en la semana de Navidad cuando fui a visitarla por última vez—, me lanzó el reproche encubierto que me hacía desde que yo estaba con Jane:
—Comprendo que no puedas venir más a menudo porque ahora estás con una mujer a la que quieres profundamente. Yo ya no te estorbaré mucho más; fíjate bien en lo que te digo: el año que viene enterrarás a tu madre. Sólo entonces empezará tu vida de verdad, cuando recibas el dinero que ahora todavía necesito. Siempre ruego a Dios dejarlo todo solucionado para ti y también para el pobrecito de Guy.
Le contesté haciendo acopio de toda la calma que todavía me quedaba (el día anterior habíamos tenido una escena):
—Le repito, madre, que nunca incluyo su muerte en mis planes de futuro. Y, además, calculo que de todas formas