—Los dos vincularemos siempre el concepto de una juventud despreocupada a las escaleras de mármol. Mientras me contabas todo esto, me he dado cuenta de repente de que las sigo buscando en Meudon; me imagino que algunas casas de allí se parecen a las casas señoriales de las Indias. La deliciosa sensación de ser un niño y estar sentado en una de aquellas escaleras, tan frescas en medio de tanto calor, con el peldaño en la espalda como el respaldo de un sillón, y tan ancho que se convierte en un diván si te tumbas.
—Hummm… ¿no tendrás sangre javanesa, Ducroo?
Se le ha metido esa idea en la cabeza; no es la primera vez que me lo pregunta y tengo que decepcionarlo una vez más. Su nombre, me dice, remite a una procedencia extranjera, puede que tártara, aunque es más probable que sea persa. De repente, se levanta y anuncia que esta semana ha obtenido grandes beneficios y que, por consiguiente, quiere cenar conmigo, a condición de que lo acompañe a un restaurante donde sirven una rijsttafel o “mesa de arroces” al estilo javanés, pues hace mucho tiempo que se enteró de que existía algo así en París, pero hasta ahora no se ha atrevido a ir. Exagera un poco al tratarme con tanto tacto, pero no sabe lo poco que me importa que me conviden; mirándolo bien, mis nuevas circunstancias no han durado lo suficiente para contagiarme del “orgullo de los pobres”. Mientras deja que yo pague la cuenta aquí (una pequeña compensación), él sale para llamar a un taxi. Me vuelve a invadir la sensación de que un taxi es una de las cosas prohibidas y, por lo tanto, otro regalo: Guraev está junto a la portezuela abierta con el brazo extendido y la cabeza echada hacia atrás. Su sombrero gris de fieltro seductor no lleva banda alrededor, sino sólo un sutil reborde, un sombrero a medio camino entre uno de dandi y uno de cazador. Es llamativo lo bien que combina el gris de su abrigo con el gris del fieltro, y cómo el tono de su fular rojo anaranjado de fleco largo contrasta en su justa medida. Sin embargo, también sostiene un bastón en la mano, algo que no sólo es extraño en invierno, sino que además resulta totalmente anticuado. Yo, que soy más bajo que él, y con mi abrigo belga dado de sí que nunca fue especialmente elegante, me siento obligado a hacerle un cumplido, y me alegro de poder hacerle uno sincero, aunque no exento de ironía, porque la ropa siempre me ha tenido sin cuidado.
—Estás igual de guapo que Onegin, Guraev.
Él sonríe complacido. En el taxi me explica dónde ha comprado el sombrero. De no haber sido en el extranjero, hubiese comprado uno exactamente igual para ofrecérmelo, porque a mí también me quedaría estupendamente. Los anuncios luminosos, a los que se refirió hace unos momentos, salpican contra las ventanillas del taxi. Guraev sujeta su bastón entre las rodillas y parece haber olvidado que alguien pudiera verse atormentado por esos anuncios.xi
Tardamos un poco en encontrar el restaurante javanés en el norte de París.xii Se trata de una sala desangelada, con un único compartimiento libre, a la derecha de la puerta; por fortuna hay poca gente. ¿También aquí afecta la crisis? El menú de arroz que nos traen es insulso, además faltan platos, sólo hay tres o cuatro especialidades, con alguno que otro suplemento mal improvisado. Y, encima, los diversos tipos de sambal que deberían darle algo de sabor al arroz son monótonos. En realidad, Guraev sólo disfruta del krupuk. Después de explicarle de qué está hecho, prefiere llamarlo “galletas de gambas”.
—Creía que esta comida sería mucho más picante —me dice—. ¡Nosotros tenemos especias mucho más peligrosas!
Me las describe, incluyendo detalles geográficos. Me veo obligado a hacer algo a cambio.
—No hables mal de las especias de las Indias —le digo—. Piensa que debido a ellas un montón de calvinistas se convirtieron en bandidos convencidos. Increíble, todos esos tenderos en busca de nuevos productos con los que comerciar, empezaron convirtiéndose en marinos para acabar siendo caballeros bandidos, con sus almacenes fortificados. Primero pedían amablemente permiso a sus hermanos de piel morena para poner una tienda de comestibles en su territorio, casi como para protegerlos, pero luego edificaban un fuerte desde el cual saquear a sus anchas los alrededores. La organización de estas rapiñas sirvió de escuela a nuestros primeros grandes gobernadores. Mientras agarraba el botín con sus manos de calvinista, el más grande de ellos escribía a la oficina central en Holanda que podían seguir confiando tranquilamente en el dios del pillaje: “No desesperen que aquí hay suficiente para todos”. ¿Has oído hablar alguna vez de Ambon? Era la isla más rica en especias. La adoraron tanto por sus especias que se les olvidó aprender a hacer magia, a pesar de que ahí vivían los más famosos brujos del archipiélago. Y, lo que es más, convirtieron a aquellos brujos al cristianismo, no porque les interesara la prodigiosa mescolanza que resultaría de ello, sino sólo porque se habían traído sus propias fórmulas mágicas, es decir, su propia biblia, que demostraba claramente que tenían todo el derecho del mundo a enfrentarse a sus semejantes que nunca habían oído hablar de aquello. Pero, si cabe, la historia del gobierno provisional inglés es aún mejor. Nuestros bandoleros no estaban preparados para vérselas con los bandidos ingleses y, en cuestión de 14 días, perdieron el botín que habían tardado siglos en reunir. ¿Y qué crees que pasó entonces? Resultó que los bandidos más fuertes no sabían calcular bien; pensaron que los habían engañado, que el botín era un mal trato y, por lo tanto, lo devolvieron todo, a excepción de unas cuantas bagatelas, al tiempo que pronunciaban consignas nobles y dignas.
—Pero si piensas de esta manera, Ducroo, en realidad no deberías pro-bar nunca más estas especias. Ni regresar a ese país que consideras el tuyo, ¿no crees? ¿No deseas volver nunca? ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?
—Doce años. Pero si volviera, lo haría con un sentimiento de resignación, como si ya no me quedara otra alternativa. Para mí es como el lugar que Gide describe a la perfección en una única frase ondulante: Là, plus inutile et plus voluptueuse est la vie, et moins difficile la mort.1
—Hummm… Si pasaras a la acción, dejarías de desear la muerte y de pensar en ella. Sé por experiencia lo que es. Durante la revolución no pensé un solo instante en la muerte, como no fuera para protegerme instintivamente contra ella. Y digo instintivamente, puesto que, cuando uno ve morir a tanta gente a su alrededor, acaba por no estar seguro de tener derecho a vivir. Pero, por otra parte, tampoco tiene tiempo de fantasear sobre el “ansia de muerte”. Por muy individualista que seas, en esos momentos aprendes a decir nosotros, y a sentirlo y a pensarlo. Me gustaría contarte algo al respecto, pero no ahora. Tampoco creas que me gusta demasiado esa época; hay suficientes rusos que podrían contarte mucho más, y fue siniestra en todos los sentidos. Pero, no obstante, a veces pienso que, en comparación con entonces, ahora empiezo a aburguesarme de verdad.
—Ten cuidado de no caer en el vicio de recurrir al tópico de llamar burguesas a cosas que no hacen más que responder a una necesidad humana.
Eso me lo digo a mí mismo. Guraev vive con su mujer y su hija pequeña, su novia y el novio de su mujer. Aunque ocupan dos estudios, hacen muchas cosas juntos y el ambiente que se respira allí es siempre agradable, “porque es ruso”, y eso da un carácter diferente a unas relaciones que de otro modo uno no tardaría en despreciar. “Porque es ruso”… me río al pensarlo y, sin embargo, por algún motivo insondable no tiene nada de risible. Además, no es eso lo que me preocupa; para mis adentros pienso en algo muy diferente: “Cuando uno empieza a querer a alguien, no forma realmente parte de su vida; vivir junto a esa persona, o con ella, se le antoja ya un milagro. Y, más tarde, cuando ya ha tenido lugar el intercambio, llega la locura de creer que algo en la vida del otro pudiera no concernirle; la cólera contra cualquier zona secreta que la otra persona pudiera compartir con un terce-ro. Sin embargo, no se trata de un instinto posesivo, sino más