Jane. En realidad todo tiene que ver con ella; o, mejor dicho, en lo que respecta a mi pasado (desde la época en que yo ya era yo, predestinado a llegar hasta ella como lo hice), todos los caminos del recuerdo conducen a ella, a quien representa el foco real, el único cambio básico de mi vida, la única persona sobre la cual yo querría escribir si eso fuera posible. Aunque sucumbiera en el futuro, querría dejar una cosa: el retrato de Jane. Sin embargo, estas palabras encierran un engaño desvergonzado, vuelven a ser demasiado poéticas y pueden rebatirse en pocas palabras; al fin y al cabo, el retrato de Jane sería siempre algo distinto de ella misma.
3 A lo largo del libro la palabra “indiano” se aplica a lo procedente de las Indias Orientales Holandesas. También en relación con los holandeses nacidos en las Indias. [N. de la T.]
4 Así es, no volveremos a vagar —tan tarde en la noche (Byron). [N. de la T.]
III. Álbum de familia
Si es una locura querer relatar lo que vivimos en el presente, al menos puedo intentar rememorar para Jane lo que hubo antes de ella: la diferencia entre la autenticidad de las cartas y la inevitable falsificación de un diario personal radica únicamente en la sinceridad de los motivos.xvii Gracias al trabajo de biblioteca que realizo ahora con Viala, me siento atraído por las retrospectivas históricas, y debería empezar con algo así como una justificación desde el pasado, un hilo tendido entre Europa y “allá”. ¿Cuánto quedaría de inexplicable, incluso entre nosotros, si ese “allá” no fuera el país de origen? A pesar de todo, a pesar de los derechos aún más antiguos del “aquí”, de Europa. Buscar las Indias en Grouhy tal como hice fue un extraño regreso a contracorriente, después de que mi padre comprara la finca de Grouhy casi para demostrarse a sí mismo que tenía antepasados feudales en Europa.
Mi padre se limitó a colocar una armadura a modo de símbolo en el vestíbulo y pensó que su apellido francés y el nombre francés del pueblo se encargarían del resto. Sólo más tarde se dio cuenta de que su elección había sido completamente mala, y por motivos ajenos a la geografía y a la genealogía. Puede que se sintiera doblemente francés frente a la población valona, puede que se creyera un auténtico aristócrata borgoñón frente al conde belgaxviii con su aspecto de notario de pueblo poco fiable, ¿quién sabe? En cualquier caso, guardaba un asombroso parecido con Guy de Maupassant y sin duda tenía más pinta de “genuino francés” que yo, que en ese ámbito nunca abrigué demasiadas ilusiones desde que descubrí que los parisinos siempre me confundían con un rumano o un brasileño; y puede que me hubiese sentido por completo un joven indiano —colonial hasta la médula—, si el atavismo no hubiese introducido un hidalgo francés en mi interior.
Mi padre no conocía el opúsculo Familias euroasiáticas: origen y establecimiento de las estirpes europeas en las Indias Orientales Neerlandesas, de W.H. van der Bie Vuegen, archivero nacional en Batavia, en el que podía leerse:
El apellido Ducroo proviene de Du Crault; el primero de esta familia conocido en las Indias Orientales fue Jean-Roch, nacido alrededor de 1765. Cadete y artillero que luchó contra los ingleses en Ceilán, donde, en 1795, fue hecho prisionero de guerra, después de lo cual partió hacia Java. El 4 de marzo de 1807 otorgó testamento como capitán del Cuerpo de Ingenieros de Batavia. Los herederos universales fueron sus hijos adoptivos: Nikolaas, de 20 años de edad, y Louis, de 14, ambos cadetes del Cuerpo de Ingenieros. Sus tres hermanos residían en aquel entonces en Francia.
¡Cuán doloroso hubiese sido para mi padre enterarse de que los hijos de Jean Roch eran hijos adoptivos! Cuando finalmente regresó a Europa desde las Indias, estaba casi seguro de ser un conde, e incluso se desanimaba si le confesaba tener más simpatía por el título de vizconde o por el de caballero. Mi padre inició sus investigaciones durante el viaje de Marsella a París, en el Grand-Hôtel de Dijon. El portero del hotel era un mutilado de guerra sin piernas, pero con un rostro sonrosado e hinchado y un montón de medallas sobre el pecho, con aspecto de saberlo todo sobre las familias nobles de los alrededores. A pesar de la ortografía del nombre que parecía apuntar más bien a un origen del sur de Francia, mi padre estaba convenci-do de que éramos de procedencia borgoñesa porque, supuestamente, el escudo de nuestra familia aparecía en el Armorial de Bourgogne. Lo consultó en la Bibliothéque Nationale de París y consideró que lo que le había contado su padre era correcto; allí decía: “Du Crault — d’azur au chevron d’argent accompagné de trois tours d’argent”.5 Sin embargo, mi padre también quería descubrir posibles ancestros, pero sólo encontró algunos Du Crault con nombres añadidos y escudos de armas desesperantemente diferentes, con águilas y arpas sobre gules. Por diversión, le ayudé a buscar y encontré por casualidad algo que le dio nuevos ánimos. En los Archives de la Noblesse de France descubrí de repente el nombre que buscábamos en el margen de un artículo dedicado a una familia muy diferente… Un Gaudechart se había casado en Rouen, en 1488 (¡eso nos llevaba un buen trecho hacia las Cruzadas!), con la hija de un messire Louis du Crault; por desgracia no se incluía su título, aunque sí su escudo de armas, que era igualito al nuestro, salvo que en esta ocasión las torrecillas eran de oro. No obstante, la decepción que eso nos causó fue leve, puesto que nos consolamos con la idea de que quizá se tratara de una rama antigua. Otro descubrimiento me conmovió personalmente mucho más. Me topé con un certificado concedido a un tal Antoine du Crault que unos meses antes había servido a plena satisfacción en el Cuerpo de Mosqueteros, y firmado por el mayor héroe de mi juventud: D’Artagnan.xix En ese caso no había ni rastro de escudo de armas, pero, por extraño que parezca, el ver vinculado nuestro nombre al de D’Artagnan, aunque sólo fuera de esta manera, no me sorprendió en absoluto, sino que me colmó de una satisfacción en cierto modo esperada, pues sabía que en Europa me pasarían este tipo de cosas.
En una biblioteca de La Haya, mi padre entabló una relación con un especialista en investigaciones de esa índole. El hombre se puso manos a la obra. Viajaba mucho y, por consiguiente, cargaba a cuenta muchos gastos de viaje y otros gastos generales y cada tanto exigía una nueva “comisión”, para acabar descubriendo que nuestro Jean-Roch había nacido en Bulon, que bien podría ser Brûlon, y que en efecto no estaba tan alejado de Borgoña. Lo que nos contó sonaba erudito e incluso probable, sólo que en aquella ocasión ya no consoló a mi padre, porque el investigador nunca obtuvo respuesta a la carta que envió a Brûlon. La expedición encalló en este Brûlon, que al fin y al cabo no era más que una probabilidad, y no conseguimos tender un puente que nos llevara hasta los Du Craults franceses. Tuvimos que concentrarnos en los Ducroo holandeses que, en la época de mi bisabuelo, empezaron a escribir su apellido de otra forma. “¡Si al menos hubiésemos encontrado el maldito lugar de nacimiento de ese tal Chanroc!”, exclamó mi padre cuando decidió ya no enviarle más comisiones al investigador y apañárselas sin su corona de conde.
Sin embargo, habría sido un duro golpe para él saber que su propio abuelo, el coronel Louis, no era más que el hijo adoptivo de ese a quien él llamaba Chanroc. El testimonio del señor Van der Bie Vuegen llegó a mis manos sólo más tarde, a través de Graaflant, quien, fiel a sus antiguas simpatías por la Action Française,6 también se interesaba por mi familia. Yo mismo sentí vértigo cuando vi abrirse ante mí aquel inesperado horizonte. ¿De dónde procedían entonces nuestros ancestros? Pero, bien pensado, mi padre tenía un porte típicamente francés: macizo, sanguíneo, nervioso en sus movimientos; y el coronel Louis tenía un aspecto igualmente francés, con el pecho ancho de los Ducroo y su cara de simpático bulldog encima del cuello militar absurdamente alto de aquella época. Por consiguiente, aunque fuésemos bastardos,