El país de origen. Edgar Du Perron. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edgar Du Perron
Издательство: Bookwire
Серия: Colección de literatura holandesa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640998
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formular una crítica sutil contra Héverlé:

      —En muchos sentidos, es mucho más francés de lo que cree; hay algo extraño en él: siempre necesita demostrar lo que vale… o, mejor dicho, de sentir lo que vale.

      Me entran ganas de decirle que puede ahorrarse estas sutilezas: él siente la necesidad de observar críticamente a Héverlé para superar dentro de sí mismo la gran influencia que Héverlé debió de ejercer sobre él. Con una impaciencia casi zalamera me atribuyó ya en nuestro segundo encuentro una erudición mucho mayor que la de Héverlé; tuve que insistir en que seguramente no poseo la mitad de la inteligencia de Héverlé, pero sin duda ni una sexta parte de su cultura. Me sonrió sacudiendo la cabeza por mi humildad. ¿En qué se basa su necesidad de convertirme en el contrapeso de Héverlé? Quizás aquí esté la explicación de su predilección por el contraste entre rusos y franceses: una decepción, la sensación de que Héverlé, por su parte, no da suficiente de sí, que es avaro con sus confesiones. No se siente próximo a él porque terminó por comprender que ellos dos nunca se apoyarán mutuamente en una comunión de debilidad humana. Piensa que conmigo tendrá más suerte; por desgracia, puede que esté en lo cierto.

      —Es fácil criticar a Héverlé —le digo—, pero todas las críticas que he oído lanzar en su contra no han hecho más que aumentar mi estima por él. Te molesta no poder hablar en confianza con él y por ello tienes la sensación de que defrauda tu amistad. Las confesiones de Héverlé tienen lugar en un terreno impersonal, una especie de altiplano donde todo es impulsado por los vientos de la filosofía y de la historia cultural. Sin embargo, en este sentido se mantiene fiel a sí mismo, porque es una de las pocas personas que a simple vista pueden parecer actores, pero que en el fondo siempre están concentradas en la creación de su propio personaje. Para nosotros no existe ningún Héverlé en chanclas, porque él mismo le niega cualquier existencia. Cuando alguien lo critica, siempre siento curiosidad por lo que él mismo tiene que ofrecer como… personaje.

      Volvemos a estar en la calle. Con su tono más serio, Guraev me dice:

      —Compréndeme, no lo critico. Para mí sigue siendo el más valioso de todos mis amigos. Pero algo anda mal si te percatas de que querrías contar-le muchas cosas, pero que, a medida que pasa el tiempo, te resulta cada vez más difícil. Si es mi amigo, ¿por qué no estoy a gusto con él como lo estoy contigo? La amistad es algo muy hermoso, ¡pero recelo de una persona que sólo está dispuesta a sacrificarlo todo por su concepción de la amistad! Prefiero que él se sienta mi amigo a pesar de todas las concepciones; de lo contrario pensaré que quizá se topó conmigo por casualidad justo en el momento en que necesitaba un amigo que encajara en su concepción…

      —Si quieres escarbar tanto, esa “casualidad” tampoco explica nada.

      Pero él prosigue apresurado. Observa que he dicho algo de un personaje; no, uno no debería ser nunca un personaje a los ojos de un amigo. Aunque las confesiones verdaderas sigan siendo imposibles, salvo quizás en caso de borrachera. Sólo cuando uno se emborracha como un ruso, entonces… entonces quizá pueda hacer confesiones sin que le estorbe su personaje. Me propone entrar en el bar de Poccardi y pide que nos sirvan unos vinos dulces —passito vecchio—. Al menos sé que con ellos no perderé la cabeza como en una borrachera rusa. Me habla de su hijita, luego me pregunta acerca de Guy: que qué edad tiene —siete años—; que si no tengo sentimientos de padre por él —no sé exactamente qué significa eso—; que dónde está ahora —está con su madre en Bruselas—; que qué aspecto tiene —está más bien rellenito, es un niño fornido con un rostro a la vez cómico y sensible, y sorprendentemente rubio para ser hijo mío.

      Es posible que sea él quien tiene demasiados sentimientos de padre, confiesa Guraev; es posible que no se haya divorciado de su mujer sólo porque es la madre de su hija. Y, sin embargo, todo es sencillo, ahora ama a su novia como hace diez años amaba a su mujer. Hace diez años, su mujercita era la razón de su existir. ¿Por qué? Porque entonces ella era la única que se preocupaba por él.

      Su mujer es rusa, su novia es sueca, pero, a excepción de los ojos que son de color verde profundo, su aspecto es meridional: la piel morena, los labios carnosos, el pelo negro y rizado.

      —¿Y dices que ahora quieres a Harriet exactamente como querías antes a Shura?

      Esta vez se escabulle con una observación general, pero tan radical, que por un momento me sobresalto: no se puede querer más de diez años a una mujer, sea quien sea. Por ese motivo, dentro de diez años también habrá dejado de querer a Harriet y, por ese mismo motivo, dentro de diez años yo me daré cuenta de que no siento lo mismo por Jane. Guraev se dispone a contarme con todo detalle lo que sin duda experimenté con mi “primera mujer”; tengo que interrumpirle con firmeza y aun así me mira con desconfianza (y puede que sospeche que me estoy afrancesando) cuando le digo que nunca consideré a Suzanne como mi “primera mujer”, que ella siempre fue para mí la mujer que yo no elegí. Me replica cosas como: “¡Y no obstante nunca se sabe!”, y entonces evito hacerle confidencias y me pregunto cuántas veces a lo largo de esta conversación nos hemos acercado y rehuido el uno al otro, y por qué a pesar de ello las personas como nosotros entablan una y otra vez un diálogo.

      —Héverlé lleva más de diez años con su mujer —me dice— y puede que digas que hacen buena pareja o que son felices. Creo (¡y no pretendo criticarlo!) que Héverlé ha sido en este sentido el menos valiente de nosotros tres, o el menos sincero consigo mismo.

      —Te lo repito otra vez, Guraev, no me incluyas, porque no se puede comparar.

      Me lanza de nuevo una mirada profunda e inicia una conversación en la que intercambiamos generalidades hasta que nuestras bocas se retiran tímidamente detrás del vaso que nos han vuelto a llenar: heroísmo, mística, cinismo, individualismo y de nuevo su falta de interés por la política. Lo que más me divierte es la mística, porque quizás Guraev pueda aportar una nueva explicación. De repente, me dice:

      —¡Tú y yo necesitamos la mística! —y luego—: Como ruso, sé lo que debo pensar de la mística, todos los rusos se vuelven idiotas cuando empiezan a hablar de este tema.

      Poco antes de mi último tren, Guraev quiso que le contara sobre mi vida en las Indias, imponiéndome la clara condición de que introdujera a mi padre como un personaje de Conrad.

      —Tu padre no podía ser un burgués normal, ¡pues de lo contrario no habría ido hasta allá!

      Al pie de la escalera de la estación de Montparnasse le estrecho la mano.

      —Pero los burgueses como mi padre son valientes, sobre todo cuando se trata de defender sus posesiones. Y el dinero que he perdido ahora se amasó robando de acuerdo con la tradición de los grandes gobernadores, eso no puedo desmentirlo.

      Yo ya subía por la escalera y él se despedía con la mano y la cabeza echada hacia atrás, cuando de repente echó a correr detrás de mí y, al llegar al escalón inferior, me agarró de la manga:

      —Con lo que debes andarte con cuidado durante las confesiones, Ducroo, es con los sollozos.xiii No debes sollozar demasiado a la hora de hacer una confesión, ni siquiera si estás borracho. ¡Hasta pronto! —exclamó mientras volvía a bajar por la escalera.

      Y en el tren, cuando estuve solo, volví a oír la tenaz musiquilla que cada vez reconozco mejor, que nunca queda del todo tapada por las palabras, que no se deja silenciar aceptándola o desmintiéndola, ese coro de sentimientos de impotencia que invaden todos los ámbitos de mi existencia desde que se hundió el suelo sobre el que nunca me había preocupado de verdad.