Sobre la mesa en la cual estoy escribiendo hay una foto de mi madre que delata claramente sus orígenes de la isla de La Reunión; se le ve rellenita y criolla, con un vestido oscuro con lazos en los hombros, el pelo encrespado y los ojos sensuales; tiene 28 años de edad y, sin embargo —tal como observó en una ocasión una mujer elegante en cuya casa yo vivía—: “En aquella época, 28 años equivalían a 40 de ahora”.
5 Du Crault: de azur con cheurón de plata acompañado de tres torres de plata. [N. de la T.]
6 Movimiento político fundado en 1898 que defendía la restauración de la monarquía en Francia. [N. de la T.]
7 Diponegoro (1785-1855), príncipe javanés —hijo ilegítimo del sultán Hamengkubuwono III— que lideró la revuelta contra los holandeses durante la guerra de Java (1825-1830). [N. de la T.]
8 Alto funcionario colonial holandés a cargo de una provincia (llamada “Residencia”). [N. de la T.]
9 Personaje digno e importante. [N. de la T.]
10 Vive y deja vivir. [N. de la T.]
IV. La muerte de mi madre
Para Graaflant, la muerte de mi madre fue un suceso de significado práctico.xxv Hacía tiempo que la había catalogado de egoísta, una vieja que no era capaz de imponerse límites ni siquiera desde el punto de vista material y que no tenía idea del daño mortal que me causaba. Graaflant me consideraba un hijo ejemplar a pesar de mis accesos de cólera, y le molestaba que me mantuvieran al margen de los negocios, que hasta pasados los 30 aceptara dócilmente una limitada paga mensual y me contentara con ello, mientras que mi madre no se privaba de nada, aunque ella misma opinara que estaba haciendo los mayores sacrificios. Y cuando exclamaba: “¡No me gusta tu madre!”, lo decía con convicción. A veces, yo tenía la sensación de haberla difamado delante de él; entonces, me apresuraba a defenderla una vez más y le recordaba a Graaflant las privaciones morales que sufría mi madre y la terrible sensación de abandono que la consumía. Él admitía que era triste, pero lógico; mencionaba a algunas otras mujeres abandonadas, entre ellas su propia madre, y eso no hacía más que confirmar su idea de que yo era un hijo demasiado sensible. Le sacaba de quicio la inevitabilidad con la que mi madre me hacía volver a su lado una y otra vez, enviándome un telegrama justo cuando por fin empezaba a sentirme un poco libre. Debió de suspirar profundamente aliviado cuando se enteró de que había muerto de una vez por todas. Me dio el pésame de pasada la misma noche, mientras estaba en su casa: “Al menos, ahora sabes a qué atenerte”, me dijo.
Lo supe al día siguiente por la tarde, para desconsuelo mío, y lo supe algo mejor una semana más tarde, después de haberme informado en el Banco en Ámsterdam.
En Holanda, Wijdenes intentó expresar con torpeza su emoción, o al menos su comprensión. Sabía —me dijo— lo que mi madre significaba para mí, a pesar de todo. Yo le había hablado alguna vez de la atmósfera que desaparecería por completo con su muerte. Si bien es cierto que mi madre y yo ya no teníamos nada que decirnos, cuando volvíamos a reñir —lo cual sucedía tan pronto expresábamos nuestras maneras de ver las cosas—, volvía a respirarse casi siempre la atmósfera de otros tiempos. Ella vivía en su dormitorio, en el lugar más pequeño donde había creado un ambiente acogedor. Su manera de sentarse en kimono sobre la cama o en el sofá lo decía todo. Mi madre tendría que haber regresado a las Indias; tendría que haber podido hablar por las noches con su babu de confianza, que le habría dado un masaje después de haberla ayudado a lo largo del día a preparar todo tipo de platos especiales. La soledad de mi madre era, en efecto, lógica, pero cuando ya no pudo salir de casa debido a su enfermedad, la situación se volvió desastrosa, porque carecía de otros recursos para entretenerse. Puede que de joven leyera a Lamartine o a Musset, pero después apenas conocí a nadie que tuviera tanto desinterés por la lectura, fuera del periódico, el libro de cocina y la guía médica para la familia. Cuando le señalaba la importancia que podía tener la lectura en una situación como la suya, me aseguraba que en la época de su primer marido había leído mucho; todavía se sabía tres títulos de memoria: Las mujeres que caen, La boca de Madame X y La amante enmascarada. Tres libros muy emocionantes, y el primero, además, muy profundo. Era la historia de una viuda joven y bella que, pese a que no podía olvidar a su difunto esposo, al final se había entregado a un pretendiente rico sólo por salvar a su hijo enfermo. Sin embargo, al regresar a casa la noche en que se entregó a él, encontró a su hijo muerto…
Le expliqué a Wijdenes el poco tiempo que tuve para sentir alguna emoción, pues las emociones habían quedado reprimidas por la llegada de los hombres de la ley. Había pasado apenas una semana cuando hablé con Wijdenes; ahora, dos meses más tarde, todo sigue igual. La falta de tiempo ya no me preocupa, pues me encuentro sumergido en una situación insoportable; para recordar a mi madre con emoción —lo conseguí una vez—, tengo que buscar a la madre de mi niñez. Estoy seguro de que esto no será permanente, que en algún momento podré volver a sentir sin dificultad lo que ahora me limito a constatar: lo triste que fue su último año de vida, sobre todo desde que me marché con Jane. El último telegrama lo envió la tía Tine: “Vengan los dos. Madre está moribunda”. Cuando llegamos, ya había fallecido. “Ya había muerto cuando enviaron el telegrama”, nos explicó el chofer mientras nos llevaba de la estación a la casa. Encontramos a la tía Tine sentada en la planta baja, con la nueva señora de la limpieza, una enfermera y la masajista.
—Me mandó llamar anoche y entonces me traje a la enfermera. A las 11 llegó el médico que no vio peligro alguno. A las tres empezó a sentirse mal, y a las tres y media todo había acabado, hijo mío…, después de una visión luminosa; ¡oh, Dios mío! No sé lo que vio, pero debió de ser precioso.
Su lucha contra la muerte había sido breve y suave; casi no quedaba resistencia en aquel cuerpo pequeño y debilitado. Aun así, había encontrado fuerzas para enfadarse porque el sacerdote no llegaba.
—Entonces yo le dije: “¡Vete! Vete en paz, has sido una buena persona. ¿No quieres ir arriba?”
Jane y yo entramos en su dormitorio, donde apenas una semana antes me había despedido de ella para regresar a Meudon. Estaba tumbada en la gran cama, la misma que tenía en Grouhy, en este dormitorio donde yo no la había visto suficientes veces como para captar del todo su atmósfera, donde quizá se había sentido más sola que nunca; y era verdad que ya no quedaba nada de ella. No era más que una muñeca de cera, de yeso húmedo, más gris que amarilla, con un pañuelo atado alrededor de la cabeza.
—Tan pequeña… —dijo Jane.
La enfermera nos había seguido, se inclinó sobre ella de repente y le quitó algo de espuma de la comisura de los labios. Había muerto con la boca abierta, y como ya no conseguían cerrarla, le habían atado el pañuelo alrededor de la cabeza para evitar que su mandíbula inferior se cayera una y otra vez.
Di media vuelta y fui a la habitación contigua que habían preparado para nosotros. Tuve que luchar contra el impulso de sollozar, intenso, pero breve. Al final había sucedido lo que mi madre siempre había temido: yo no estaba a su lado cuando murió. Para consolarla, le había dicho: “Al fin y al cabo sólo está a cuatro horas de aquí”, pero eso resultó no ser más que una de esas mentiras piadosas como las que se les cuenta a veces a los niños. Y, sin embargo, yo había acudido corriendo en más de 10 ocasiones al recibir un telegrama —a veces estando a más de 30 horas de distancia—, y nunca había resultado ser necesario. Incluso había visto su