En la intimidad, mi padre debió de ser un hombre sensible, incluso sentimental y melancólico. El final de su vida lo demuestra. Sin embargo, no se abandonaba, o sólo lo hacía para sacar a la luz su lado malo: el de un autócrata irascible o, lo que es casi peor, el de un “tipo gracioso”. Recuerdo que de niño lo oí clasificar tan a menudo a sus amigos en las categorías de tipo gracioso o soso, que durante mucho tiempo creí que ser gracioso era la mayor virtud para un varón. Sea como fuere, cuando aparecía en una fiesta, “el pequeño Duc” era recibido con alborozo, tanto en el club de Batavia, como en las casas solariegas del Buitenzorg y del Preanger. En una gran fotografía de una fiesta en un jardín, en la que aparecen más de cien hacendados con sus esposas —los conquistadores del siglo xix de Insulindia en su pose más favorecedora—, se ve a mi padre en primera fila con un tambor entre las rodillas. Puesto que le gustaba la música, pero no tocaba ningún otro instrumento, había intervenido en la interpretación de Unter dem Doppeladler tocando el tambor. Y aunque mi padre era bajito y afrancesado, en Batavia y en Buitenzorg era tenido por un auténtico caballero. En una ocasión, durante una carrera entre caballeros, hizo que descalificaran a un jockey profesional diciendo: “Si esto también es un caballero, entonces yo no lo soy”. Siempre le gustó la ropa de calidad, incluso cuando era un hombre viejo y vivía en Bruselas. Al morir dejó 17 pares de zapatos que me iban demasiado chicos porque él tenía los pies aún más pequeños que los míos. Existe un retrato suyo de esa época gloriosa de las Indias, tocado con una gorra escocesa, un abrigo negro cerrado, un pantalón ceñido, botas de caña alta y, en la mano, un látigo plegado en dos. (“Realmente, esto ya no tiene nada de humano”, dijo Jane.)
No nació en la gran casa de mi abuela, donde yo vine al mundo, sino en la que tenía su padre en la Koningsplein. Puede que sus padres hubieran tenido una de esas reconciliaciones durante las cuales engendraban a sus hijos. Su padre, el juez —¿o fue su madre?—, debía de poseer ya entonces una caballeriza con caballos de monta, puesto que cuando mi padre la visitó a los siete años de edad, una pesada tabla le cayó sobre el pie y le amputó dos dedos. Lo único que dijo mientras los dedos colgaban del pie, fue: “¿Me volverán a crecer pronto?” Y cuando le aseguraron que sí, se despreocupó del asunto, demostrando la valentía que yo siempre esperé de él, a la edad que fuera. Más tarde, aprovecharía la falta de esos dos dedos para que le declararan inútil en la milicia. Se aficionó a los caballos desde muy joven y, en cuanto regresó a Europa, compró un caballo de carreras que era relativamente barato porque tenía un carácter difícil. Así pues, una tarde lo dejó dar vueltas alrededor de un árbol al que estaba atado hasta que quedó totalmente apretado contra el tronco y luego lo azotó hasta que el caballo empezó a “tiritar como un perrito faldero”. Él mismo se desplomó después en la hierba de puro agotamiento y se quedó media hora sin aliento. Después, el caballo y él fueron “buenos amigos”.
Al cumplir 10 años, lo enviaron a Holanda para que acudiera a la escuela, y se fue a vivir con su tío, el general Marees. Más tarde se enorgullecería de haber sido criado en el seno de la familia de este tío, tan condecorado que el rey Guillermo III casi había tenido que inventar nuevas medallas para ponérselas. En el álbum familiar había una gran colección de primos y primas, todos hijos del general, y algunos retratos del propio general, poco más que un rostro —he de admitir que bastante noble en su género— sobre un pecho repleto de estrellas de diversos tamaños. La siguiente hazaña había causado una gran impresión a mi padre: mientras capitaneaba una expedición en Borneo o Sumatra, los habitantes del kampung envenenaron varias veces las fuentes en las que solían beber sus soldados. Entonces, el general cargó los cañones con algunos de los notables de la comarca y, apuntando al kampung, disparó los cañones destrozando a los notables, y eso, añadía mi padre, sin siquiera esperar la autorización de Batavia. He encontrado una carta suya, escrita con ocasión de la boda de mi padre, que contiene varias frases curiosas:
En todas las ocasiones importantes de su vida, lo recuerdo, como cuando era usted un mozalbete y le acogí en mi casa como a un hijo… Espero que la mujer que haya elegido le dé lo que esperaba de ella: felicidad, placer, amor y, sobre todo, satisfacción… Su tía está bastante bien, aunque bien es cierto que sigue sufriendo una enfermedad en su mente que la aparta de nuestra vida en común, pero sabe controlarse delante de conocidos y extraños y, por consiguiente, no deja traslucir nada… Mis hijos están bien y tienen éxito en sus negocios.
De los años escolares de mi padre sólo sé que realizó un gran recorrido sobre patines de no sé dónde a no sé dónde (dos localidades de Holanda). Más tarde estudió en París, en la École Nationale Agronomique. De aquella época conservaba muchos ferrotipos de él y sus amigos, y él era casi el único sin barba. Sus compañeros de estudios, todos ellos menores de 25 años, solían llevar barba y aparentaban más de 30. Tenía también un amigo holandés con barba al que llamaban Barboteur12 porque se llamaba Morbotter. Ese detalle se me quedó grabado en la memoria seguramente porque me parecía un francés muy “gracioso”, sobre todo porque añadía siempre que el Barboteur se ponía furioso cada vez que lo llamaban así. Ni él ni mi padre estudiaban mucho en París. Después de dos años, mi abuelo fue a verle desde Bruselas y sacó a su hijo del instituto; lo colocó de voluntario en una fábrica de Lille, porque no podría introducirse en las plantaciones de las Indias sin haber seguido una formación previa en Europa.
En Lille, mi padre tenía una novia que se llamaba Matilde (la llamaba “Matílde”, marcando la i) y que puede que fuera la mujer más guapa de Lille. Una tarde que estaba con ella en un café, la ofendió un hombre que, a instigación de una rival, le pidió su “tarjeta” mientras ella pasaba delante de él. Mi padre, que iba justo detrás de ella, contestó en su lugar propinándole al tipo un golpe —que él calificó de “bomba”— desde lo alto, por lo que al otro “se le hundió el sombrero hasta la nariz”. Cuando se lo hubo quitado, siguió a mi padre, quien, una vez fuera del café, lo agarró del cuello y lo empujó contra la pared con una mano, mientras con la otra la emprendió a puñetazos hasta que los separaron. Las respectivas mujeres, que al principio hicieron ademán de participar en la lucha armadas con sus paraguas, desaparecieron en cuanto llegó la policía, y el señor del sombrero también logró escabullirse. Pero los dos agentes agarraron a mi padre por las axilas y se lo llevaron a la comisaría. Puede que fuera porque no se expresaba bien en francés debido a la excitación o porque se le notaba más el acento, el caso es que la muchedumbre gritaba: “Assommez-le! C’est un prussien!”13 (el incidente tuvo lugar hacia 1880, es decir, poco después de la guerra franco-alemana). En la comisaría constataron que no era ningún prussien, sino que tenía un nombre francés muy corriente, y cuando indicó haber nacido en Java, el comisario demostró tener un gran interés por la geografía y lo dejó marchar, no sin antes disculparse por la rudeza de los agentes. (Eso sucedía en una época en que la cortesía