El país de origen. Edgar Du Perron. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edgar Du Perron
Издательство: Bookwire
Серия: Colección de literatura holandesa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640998
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al año siguiente, en la madrugada del 3 de enero, y los notarios se encargaron de hacer realidad mi profecía.

      Suzanne, con quien mi madre discutió hasta el último momento, la colocó en el ataúd; incluso acudió al entierro, aunque Jane y yo caminábamos juntos detrás del féretro; no la vi durante la misa, sino en el cementerio, donde dio un paso adelante mientras bajaban el ataúd a la cripta.

      —¿Qué karma la une a tu madre, hijo mío? —me preguntó mi tía Tine, al tiempo que meneaba la cabeza de arriba abajo—. ¿No resulta extraño que haya sido precisamente esta criatura la que la haya colocado en el ataúd?

      Suzanne nos había acompañado hasta el cementerio, entre la masajista y el chofer. Extraña mentalidad la suya, con o sin karma. Todas las noches iba a visitarla un rato en las dos habitaciones baratas que ella había llenado de muebles procedentes de Grouhy, y donde me sentía miserable sólo porque en todos los rincones me sentía observado por una foto mía. Le hablaba a Guy de su abuela que había muerto dos casas más allá, en el mismo barrio siniestro al que ella se había mudado sólo para verlo cada día, y cuando murió, Guy estaba más encariñado con ella que con su propia madre. De repente, Guy no quiso que le contara nada más al respecto, parecía desgraciado y se echó a llorar diciendo que le daba miedo. Le expliqué con calma que su abuela había muerto y que, por lo tanto, no volvería a verla nunca más. Él asintió, se separó de mí y le pidió a su madre que viniera a oír la radio.

      —No seas así, Guy —le dijo Suzanne al día siguiente—, no debes olvidar a la abuela.

      Se lo dijo cuando estaban junto a la puerta y se disponían a salir, entonces Guy salió corriendo y echó a caminar calle abajo, negándose a mirar la puerta de la casa donde había muerto su abuela.

      —Sí, sí —dijo—. No me lo digas, ya lo sé.

      Parecía rehuir instintivamente a la muerte. Cuando lo volví a ver un mes más tarde y le pregunté si recordaba a su abuela, me contestó con mucha calma:

      —Sí, claro.

      Llegados a este punto, quiero relatar otra escena que tuvo lugar justo el día de Navidad, no para sentir más tarde un débil remordimiento, sino más bien como prueba de cómo una parte de mi ser se inflamaba de inmediato cuando me venía a la memoria algo de la ponzoñosa atmósfera que impregnaba Grouhy. Y era como si, en cuanto hube salido de ahí, necesitara desahogarme y reaccionar con violencia, quizá debido al contraste. Estaba sentado en la cama, junto a mi madre, y ella me hablaba de la dama de compañía austriaca a la que acababa de despedir; por enésima vez en su vida se las había visto con una serpiente, la causa de todo el mal, una mujer endiabladamente falsa sobre la cual no me contaría nada, pero qué alivio haberla echado de casa, y cosas por el estilo. Y entonces, por supuesto, enumeró algunos ejemplos de la mencionada falsedad: una estupidez tan repugnante, una falta de comprensión tan completa, un egoísmo tan absurdo, que yo, al recordar a la desaparecida Frieda tal como era realmente, tal como la conocí durante años —una mujer de abnegada dedicación que se pasaba las noches en blanco, con los nervios destrozados—, no pude evitar señalar sus rasgos positivos, y me dejé llevar por mi entusiasmo. Le supliqué a mi madre que, “por su propio interés”, no viera a las personas primero como ángeles para luego tener que denostarlas como víboras. De repente, ella dio unas cabezadas con aire lastimero y me pidió algo de agua con voz cascada. La fui a buscar, asustado; sin embargo, cuando después de tomarla la escupió casi por completo, me di cuenta de que hacía teatro y lancé el vaso al suelo haciéndolo añicos.

      —¡El día de Navidad! —exclamó ella enseguida.

      —Sí, madre, el día de Navidad —le respondí—. A fin de cuentas quiero verla muerta y, por tanto, he venido especialmente en Navidad para matarla. —Estaba fuera de mí de cólera y grité—: ¡Estupidez! ¡Maldita estupidez! ¡Siempre la misma maldita estupidez!

      El ataque se le pasó en cuestión de segundos. Más tarde, cuando volví a sentarme a su lado, me tomó de la mano:

      —Quiero que sepas que nunca te guardo rencor, aunque te comportes así conmigo.

      Y yo, que no tenía el más mínimo remordimiento, le contesté:

      —Usted, madre, debería saber mejor que nadie que si me comporto de esta manera es porque me he visto orillado poco a poco a ello.

      Aun así, le acaricié la mano y poco después atraje su cabeza hacia mí.

      Sin embargo, nuestra despedida la mañana que me marchaba se estropeó porque el chofer llegó unos minutos tarde. Eso puso a mi madre de mal humor, y justo cuando se disponía a darle una reprimenda, la abracé apresuradamente y llamé al chofer para que bajara conmigo por la escalera.xxx

      V. La prehistoria de mis padres

      Marzo. Sigo sin tener noticias de Bruselas ni del abogado, ni siquiera de Graaflant. Es como si fuera lo más natural del mundo que una parte de mi destino se decida allá, sin que yo esté al corriente de lo que pasa. Pero me he resignado y ahora me he puesto a “escribir para ahuyentar la amenaza del futuro”.

      Me gustaría relatar la historia de mis padres, al menos algunos fragmentos de su vida antes de que yo los conociera. Sin embargo, me temo que me resultará inevitable mentir. ¿Cómo podría ser de otra forma? Sabemos siempre demasiado o demasiado poco de nuestro padre y de nuestra madre; aunque intentemos verlos de forma objetiva, igual que observamos a otras personas, nos enfrentamos a ellos juzgándolos cínicamente, o bien con excesiva indulgencia. Esto último es lo normal; lo primero podría ser una reacción consciente o inconsciente contra esta indulgencia, pero sigue siendo una falsificación frente a otra desde el punto de vista de la verdad histórica.

      No puedo decir que no los haya oído hablar nunca de sí mismos, pero mis padres eran de esas personas —y hay muchas de ese tipo— que, aunque les guste hablar de sí mismas, nunca cuentan nada esencial, no por pudor, sino porque se les escapa lo esencial. Sólo después de la muerte de mi padre pude hablar en confianza de él con mi madre. Ella lo consideraba un hombre, un hombre de verdad, con su tupido cabello, su bigote y su lunar; un hombre pequeño, pero a la vez corpulento, y dulce y caballeroso con las mujeres. Mi madre decía que, por muy simpático que fuera un hombre, ella nunca podría quererlo si era vulgar. Mi padre era un bailarín y un jinete excelente y, pese a su baja estatura, era rápido y fuerte. De chico sabía hacer el doble vuelo gigante en la barra fija y era el mejor con todas las armas. Más tarde, en la región del Buitenzorg, ganó muchas carreras de caballeros. Con 25 años tenía una amante europea —algo que todavía no era muy habitual en las Indias—. Ella resultaba llamativa, llevaba el pelo corto y lo acompañaba a caballo por la carretera que conducía a Batavia. Aunque a la sazón su madre ya le había regalado la finca de Villa Merah,xxxi los amigos mayores de mi padre lo consideraban demasiado joven para mantener a una mujer europea. Su cuñado estuvo incluso a punto de soltarle un sermón al respecto, pero calló en el acto cuando mi padre le preguntó si llevaba la cuenta del dinero que él le había prestado hasta entonces. A buen entendedor, pocas palabras.

      En aquellos días en las Indias, la palabra “amante” debió de estar rodeada de un halo de misterio, aunque en realidad se trataba de una chica joven y saludable de ojos claros, mirada descarada y una gran boca enfurruñada. Sin embargo, en casi todas las fotos que mi padre tenía de ella aparecía vestida de amazona, y en algunas debía de ir acompañada de un anterior dueño, puesto que se aprecia el porche de una casa de campo colonial con tres hombres a caballo colocados en fila a un lado y, al otro, ella junto a su caballo, látigo en mano; en otra foto se le ve sentada junto a uno de los tres caballeros en un coche de caballos, mientras los otros dos están sentados en la acera y recalcan la diferencia de posición con una botella y copas. Mi padre seguramente la conquistó con los caballos, como ahora en algunos círculos se conquista a una mujer con un automóvil. Pero su amo y señor debía de haberla abandonado, puesto que no pudo pagar las joyas que le había comprado a un árabe. El árabe era joven y descarado y una noche