Ni siquiera me llegaban cartas procedentes de allá, y si llegaba alguna, era disfrazada, estropeada por el estilo epistolar tradicional europeo. Alguien que había regresado hacía poco me escribía: “No vuelvas, las Indias ya no son lo que eran, te decepcionarían”, y cosas por el estilo. Sólo tengo mis recuerdos, y nada más; los recuerdos de una época en que percibía esa determinada belleza sin fijarme en ella, sin intentar nunca limitarme a ella, siempre distraído por el horizonte de esa Europa que yo creía mi verdadera patria. ¿Y qué debería hacer ahora, rebuscar en mi interior lo que sin duda me han dado las Indias, siendo fiel a los momentos en los que emerge el recuerdo? ¿O desfigurar mis recuerdos para convertirlos en una novela, el artículo preferido del público?
Sé contar unas historias muy bonitas de las Indias; consigo que el país cobre vida para mis amigos europeos, sobre todo los que comprenden holandés; así que los hay que me aconsejan que lo escriba todo tal como lo cuento. Pero no es tan sencillo; no puedo reproducir en el papel mi acento de indiano,3 y aunque hay recursos para lograrlo, son demasiado mediocres para aplicarlos, aunque fuera con éxito. Por otro lado, hay que andarse con cuidado de no caer en el nauseabundo exotismo europeo, el falso romanticismo que se logra con unos cuantos nombres extranjeros biensonantes, algunas pieles morenas y ojos aterciopelados, y con la docilidad del alma oriental que siempre surte efecto en algunas personas. Nunca he añorado tanto las Indias como en Grouhy.
Las noches de luna en Grouhy, con la luz que se colaba entre los abetos (tan poco corrientes en las Indias) e iluminaba el césped; el arriate marrón con forma de ridícula estrella que mi madre diseñó en medio del césped, una mancha oscura cuando los arbustos que crecían dentro no estaban en flor; la verja, y detrás de ella, a veces los ladridos de un perro —casi como en las Indias, pero no lo suficientemente tenaces ni exasperantes—; al final todo eso no hacía más que despertar el recuerdo. De noche, cuando cruzábamos la alta verja, enfilábamos el camino de piedra hacia el cementerio y las Indias dejaban sitio a la romántica Europa: el grupo de tres robles junto al cementerio, dos de los cuales quedaron mutilados más tarde por un rayo, el muro alto y largo junto a la destartalada granja de Grégoire que habíamos bautizado como granja de fantasmas o Cumbres borrascosas, el seto un poco más allá, con agujeros por los que mirábamos para ver si había algo que ver, a veces sombras de caballos en el prado, unos toscos caballos europeos, la luna resplandeciente que se ocultaba detrás del seto… Allí ya no quedaba nada de las Indias, era Europa, no quedaba nada de las “místicas” noches orientales, sino sólo el romanticismo occidental, Musset, Byron: “So we’ll go no more a-roving — so late into the night…”4
La ilusión se reforzaba dentro de casa, cuando se miraba por la ventana, mientras la luz exterior iluminaba el césped y los árboles perdían su carácter propio. La sensación era más intensa desde la ventana del dormitorio de mi madre, cuando la estancia estaba a oscuras. Pero mientras escribo esto, me percato de que es erróneo evocar esa habitación, engañarme con un recuerdo que procede de un pasado falso. Cualquier ternura que me inspire Grouhy, cualquier dulzura que emane de esa atmósfera, por muy justificada que parezca, es para mí una mentira; la verdad a secas es que era un ruedo, un recinto pequeño donde tenían lugar interminables enfrentamientos entre los “caracteres incompatibles” que vivían allí, el rencor siempre reprimido, pero siempre dispuesto a aflorar, el fuego de la pelea que podía avivarse en cualquier momento, la casa de locos antes de que se convirtiera en hospital.
Y un buen día hui de todo aquello. Fue una huida largamente anunciada. Después, la felicidad tras una larga y complicada espera, y todos los temores de sólo pensar que pudiera hacerse realidad. Luego, tres semanas. A veces se consigue olvidar durante ese tiempo todo lo demás casi por completo. Luego, justo igual que sucedió las veces anteriores, llegó un telegrama.
Era casi como si hubiese ahuyentado todos los monstruos, o al menos como si hubiesen retrocedido manteniendo un respetuoso semicírculo ante mi felicidad. Todo estaba a la espera —incluida la propia felicidad, como sucede siempre con la felicidad—, empezaba a pensar que los monstruos querían responder a mi olvido olvidándome a mí. Sin embargo, yo sabía que uno de ellos —la enfermedad de mi madre— no tardaría en manifestarse. ¿Hasta qué punto se había contenido el monstruo, cómo había renegado de sí mismo para adaptarse durante tanto tiempo al silencio general? Cuando nos alcanzó su grito, nos apresuramos a trajinar con maletas por la habitación, igual que hicimos las veces anteriores. Era como si también allí Jane no tuviera otra cosa que hacer que compartir mi destino.
¿He examinado lo suficiente esas palabras: “felicidad” y, dentro de poco, “pobreza”? Dime, burgués, ¿qué es la felicidad? ¿Y cómo te atreves a hablar de pobreza si no has tenido que dormir en las escaleras del metro o hecho un ovillo delante de la puerta de una casa que se mantiene cerrada, y esperando, sobre todo, que siga cerrada? ¿Dónde está el estómago vacío, el duro suelo, los parásitos que acompañan esa pobreza? ¿O cuándo puedes asegurarnos que llegarás a eso?… Durante aquellas tres semanas nuestra felicidad dependió —sobre todo para Jane— de las inclemencias del tiempo. Había días lluviosos que hacían imposibles los paseos y que nos obligaban a buscar cobijo bajo los arcos. Aun así recuerdo la terraza en Cassarate; los pedacitos de cielo azul sobre mi cabeza mientras estaba echado en una tumbona, mirando fijamente el cielo por entre los racimos de glicinia, con un cuaderno abierto sobre las rodillas porque llevaba días anunciando que me pondría a “trabajar”, y las frases que escribía indolente, convencido de que adoptarían la forma de la felicidad.xvi Acabábamos de decidir que nos dedicaríamos más en serio a pasear, cuando el telegrama dio al traste con todo.
Ni siquiera fue el último telegrama, sino el penúltimo. El último de verdad llegó aquí. Aquello era Lugano, esto es Meudon; entre ambos se produjo la muerte de mi madre, como un cambio definitivo del tiempo. Y nuestra inminente pobreza. Mientras intento profundizar en un pasado más remoto y experimento el presente, se impone ya la miseria del futuro y debo hacer acopio de valor para enfrentarme a ella con más o menos fatalismo. Este apartamento, en el que pensábamos proseguir nuestra felicidad durante al menos dos años, ya sólo es nuestro en los momentos en que logramos borrar la amenaza de nuestras mentes. En realidad somos demasiado pobres para vivir en un apartamento como éste, lo único que nos mantiene en él es el contrato de alquiler y la esperanza de una venta más o menos normal de la invendible Grouhy. Mi madre debería haberla bautizado como Rumah sial: “La casa de las desgracias”. Grouhy estuvo vinculada con el suicidio de mi padre y fue ahí donde se manifestó por primera vez plenamente el odio familiar que amargó los últimos años de vida de mi madre, pero el jardín siempre fue una delicia, ofrecía muchísima “libertad” y, según mi madre, tenía un aire señorialmente colonial… Tres semanas en las que empecé a sentir mi calor corporal como un verano permanente; al principio me decía: “Lo daría todo por diez días como éstos, sólo pido diez días como éstos”, y, por supuesto, la llegada del telegrama me pareció una injusticia. Resulta extraño pensar que todas mis estancias en Lugano se hayan visto interrumpidas por un telegrama sobre la enfermedad de mi madre. Aquella última vez dije: “No volveré a poner los pies en Lugano mientras pueda pasar esto”. Y medio año más tarde ya no cabía esa posibilidad: esto ya no existía.
Poco importa dónde empiece ahora porque también este momento parece arbitrario en mi vida, porque nunca he podido escribir un diario íntimo con regularidad, porque hoy o ayer o mañana, o en cualquier otro momento, con la percepción artificial de un principio, llega la percepción real de que ya no se