El país de origen. Edgar Du Perron. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edgar Du Perron
Издательство: Bookwire
Серия: Colección de literatura holandesa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640998
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hora en que la criatura consciente que hay en mí está a su vez suficientemente extenuada como para dejarse arrastrar por las ganas de dormir del animal. Ahora todavía puedo permitírmelo: uncirlo para realizar un trabajo consciente en lugar de dejarme dominar por su desorganizada resistencia, en lugar de ser testigo pasivo de sus miedos y protestas semiconscientes, su afán de organizar en la oscuridad, un afán del que al clarear el día no queda más que un regusto de fatiga estéril. (Más tarde, cuando las circunstancias me habrán obligado a aceptar un empleo basado en “salir de casa a las ocho de la mañana”, escribir de noche se convertirá también en un lujo excepcional.) Después de escribir mi conversación con Guraev me quedé dormido casi sin perder la verticalidad mientras veía todo tipo de imágenes, hasta que, por la mañana, me desperté después de haber tenido el siguiente sueño:

      Me había llevado a un joven ruso a casa de Guraev; éste nos había recibido en su taller. Más tarde regresé solo al taller (Guraev estaba allí con Harriet) y le pregunté qué impresión le había causado el joven ruso. Guraev estaba sentado en un sillón con cara de preocupación y se mostró muy crítico. Fue entonces cuando me di cuenta de que el joven ruso no era ni más ni menos que él mismo en una etapa anterior de su vida. Fue un fenómeno revelador, puesto que seguro que Guraev no habría reaccionado de otra manera si realmente hubiese podido presentárselo a sí mismo. Sin embargo, de repente dijo: “Oh, también tiene muchas cualidades, incluso he de admitir que tenía miedo de que impresionara demasiado a Shura. Pregúntale a Harriet”. Y Harriet, con su lánguida voz y hablando en francés con acento sueco, justo igual al que tenía en realidad, me dijo: “Sí, nos dijimos uno a otro que la dulce Shura volvería a sufrir las consecuencias”. Así que la habían dejado salir y sólo entonces me di cuenta de que, incluso la primera vez, Harriet era la única que estaba en el taller.

      Tengo que contarle este sueño a Guraev; quizá su fantasía sepa valorar en su justa medida el significado más profundo de mi sueño. (Seguro que fingirá que puede descifrarlo.) En cualquier caso, ésta es una excepción llamativa entre mis sueños; en ellos casi siempre suelen tener lugar encuentros con personas conocidas o desconocidas, son encuentros extraños y carentes de sentido, pero a veces son indeciblemente melancólicos. Como la imagen de una javanesa que de repente viera a su hijo muerto jugando en el jardín: “¿Cómo has llegado hasta aquí?…” Lo que confiere a este tipo de sueños un carácter melancólico tan pleno es que la melancolía que se siente al recordarlos ya está presente en el encuentro en sí; que, al mismo tiempo que tiene lugar el encuentro, ya pertenece irremediablemente al pasado, con un sabor de primera y última vez, con lo esencial del encuentro porque se desarrolla en un dominio en el que no queda rastro de los subproductos de la realidad.

      Una melancolía que hiere y cura a la vez. Sin lágrimas, sin siquiera la necesidad de derramar lágrimas. Como si todo se ordenara y explicara por sí solo, comparable al efecto que puede tener a veces la música.

      ¿A qué se debió la última observación experta de Guraev sobre los sollozos?xv Todavía recuerdo lo que proclamaba Wijdenes sobre esta misma cuestión; y no sólo él, también mi padre odiaba los “sollozos” a los que tanto recurrían los poetas en los versos (incluso creía que ése era el principal motivo de su rechazo a la poesía). Wijdenes, que había leído mucho más que mi padre, expresaba de la siguiente manera su aversión por los sollozos que uno encuentra en los libros alemanes:

      —Te topas con una pandilla de matones que superan todo tipo de pruebas sin pestañear y que luego llegan a casa, se acuestan junto a una mujer y se pasan toda la noche hechos un mar de lágrimas. Ni siquiera se puede decir que esté mal, y a veces incluso surte efecto, pero, no obstante, sigue siendo totalmente censurable.

      El problema es dónde y con qué frecuencia puede permitirse un hombre sollozar en un libro. Y en qué libro. Rousseau, el hombre que inauguró un determinado tipo de literatura, era extraordinariamente generoso con sus lágrimas. Sin embargo, sigue resultando menos grave ser impúdico en lo erótico que en lo sentimental; el gallo ha de mantener siempre cierta dignidad.

      Debería recordar que yo mismo sollocé en varias ocasiones y confesarlo sin pudor. A riesgo de que todos mis conocidos (¡mis lectores deliciosamente interesados!) pensaran de inmediato: “Tienes pinta de eso” o “No me esperaba en absoluto eso de ti”, dependiendo de los sentimientos que me profe-saran. La primera vez sucedió sin motivo alguno, como en un sueño, de forma totalmente inesperada. Estaba tumbado en la cama a la hora habitual, dándole la espalda a la mujer que yo no había elegido. Era en uno de los pisos de clase media en los que vivimos juntos, en la calle Lesbroussart, encima de una camisería. Por las noches nos sentábamos juntos, sin que hubiera necesidad alguna de hacerlo. Pero yo era friolento, aquel invierno fue húmedo y nunca logré acostumbrarme a que anocheciera tan pronto. Solíamos irnos temprano a la cama; puede que fuera entonces cuando empecé a padecer mi precoz insomnio. Aquella noche, mientras le daba la espalda a mi mujer y leía, como de costumbre, sentí que me invadía una sensación de sopor sin que me alcanzara el sueño. Había una lámpara encendida, pero no sobre nosotros, sino en la habitación contigua, que iluminaba plenamente mi lado de la cama. Cerré el libro y no le pedí a mi mujer que apagara la luz, puesto que sabía que, en cuanto se hiciera la oscuridad, yo empezaría a pensar con total nitidez en miles de cosas sin sentido. (Ya entonces me pasaba eso; uno evoluciona tam-bién por las circunstancias sólo en la dirección de su propia naturaleza.)

      Con los ojos cerrados intenté disfrutar de mi sopor. Y entonces, ahora lo recuerdo como si fuera ayer —aunque por supuesto podría equivocarme—, tuve tan claro, tan presente físicamente, el decorado de nuestra villa en Cicurug, en la que no he vuelto a poner los pies desde que tenía cinco años: el pequeño porche delantero en forma de glorieta desde el cual se podía ver el cielo casi tapado por completo por una montaña azul de forma clásica y perfectamente triangular, el monte Salak. A sus pies se extendían los campos de arroz a través de los cuales pasaba el tren que se dirigía a Batavia; a veces bebíamos té en nuestro jardín de bancales que descendía hasta los arrozales. Al principio de una pequeña alameda que llevaba a la glorieta había dos pequeñas estatuas deformadas, negras y virolentas llamadas artjahs. En aquel momento lo recordaba todo como si lo viera; incluso cuando abrí los ojos, en la cama. Es más, mi cuerpo se había encogido hasta adoptar el tamaño del de un niño; sabía que tenía treinta años, que Suzanne estaba tumbada detrás de mí y que vivía en un mísero apartamento encima de una camisería de Bruselas, pero yo sentía que tenía cuatro o cinco años, que estaba tumbado en el sofá de cuero en el pequeño porche en forma de glorieta en Cicurug, justo como entonces, mientras miraba el monte Salak. Notaba el cojín cilíndrico de cuero marrón, arrugado, debajo de mi cabeza, percibía su dureza en mi nuca y los botones planos en el cuero debajo de mis manos. Y a través de los arrozales por los que pasaba el tren, había visto poco antes a mi madre, gorda como estaba en aquella época, con su vestido gris con las mangas abullonadas que estaban en boga en aquel entonces, saludándome asomada a la portezuela, mientras yo le devolvía el saludo desde el jardín, junto a la niñera bizca a la que despidieron “porque estaba tan bizca que rompía todos los platos”. Fue una de las primeras veces, puede que incluso fuera la primera vez, en que mi madre me dejaba solo y me había prometido que me traería algo de Batavia cuando regresara. Yo sabía todo esto porque lo recordé a menudo más tarde, como que también me habían regalado un libro de estampas; sin embargo, en aquel momento supe de inmediato cómo se llamaba el libro: Lucero salvaje, lo recordaba como si lo tuviera delante, con su cubierta de cartón brillante, con un caballo marrón que galopaba en la esquina inferior derecha y, encima, una guirnalda de letras ensortijadas rojas o marrones. Seguro que contuve la respiración para que mi mujer no notara nada y para retener el mayor tiempo posible esa metamorfosis. A la vez que seguía siendo el “yo de antes”, sentí que volvería a perderlo enseguida; estaba irremediablemente perdido y, sin darme cuenta, me puse a sollozar de forma incontrolable. La metamorfosis fue desapareciendo lentamente; mientras me observaba, veía mi cuerpo estremecerse en aquella cama debido a los sollozos. Suzanne, detrás de mí, no mostró más preocupación de la necesaria; ella misma lloraba siempre con suma facilidad, quizá se sorprendiera de que yo no lo hubiese hecho mucho antes.

      ¿Cuánto tiempo hace de eso? Bastaría que hiciera un pequeño cálculo para saberlo, pero precisamente por eso no lo hago. ¿Cuánto