El país de origen. Edgar Du Perron. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edgar Du Perron
Издательство: Bookwire
Серия: Colección de literatura holandesa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640998
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pues ése es el toque final! Se sienten orgullosos de no haber tenido juventud, o una juventud inenarrable o, en cualquier caso, de no tener pasado, porque así pueden olvidar todo aquello que no sea el presente más real. Hablo poco con los capitalistas, sólo lo hago cuando tengo que defender mis intereses, pero cuando me encuentro con marxistas, siempre tengo ganas de agasajarlos con historias de fantasmas.

      Guraev echa la cabeza hacia atrás y se ríe en silencio. Si todo esto no es una pose, si esta fantasía de la que hace gala, y que detecté en él desde el primer momento, tiene un fundamento sólido, casi lo envidiaría. Así que hago caso omiso de su actitud.

      —Todo esto —le digo— sólo demuestra que no simpatizamos con el proletariado.

      Endereza la cabeza de repente.

      —¡Yo sí! O al menos… cuando era marinero, sentí que podía identificar-me por completo con algunos proletarios. Pero es un engaño creer que un nom-bre genérico constituye una prueba de excelencia; más allá de cierto punto creo tan poco en el proletariado como en la humanidad. ¡El proletario simbólico! Estoy harto del Apolo arremangado de hormigón armado, con esa cara de carnero valiente, los puños dos veces más grandes de lo normal, y siempre con todos esos estúpidos atributos. Si ése es el único ruso que queda, acabaré enamorándome de los proletarios franceses. El mejor proletariado… ¿Leíste lo del hermoso asesinato en Le Mans de hace una se-mana?vii Lo que hicieron aquellas dos pobres camareras me impresionó más que las últimas noticias de Moscú. Esas dos hermanas que fueron explotadas desde pequeñas —para empezar eran huérfanas o algo por el estilo— y que en un momento dado se abalanzaron sobre sus amas. Después de una observación de la señora, la mayor de las dos le hundió el cráneo con una vasija de estaño, mientras que la otra, una criatura dócil con una carita redon-da y atemorizada, retenía a la señorita en la escalera; y luego asesinaron a las dos burguesas con las uñas. A ese acto le precedieron veinte años de fiel servicio. Esas amas no eran en absoluto más asquerosas que otras, pero tuvieron la desgracia de simbolizar, en ese momento, aquellos veinte años enteros. Así que las machacaron con la vasija de estaño hasta que que-daron irreconocibles; y les arrancaron los ojos para luego lanzarlos por el descansillo de la escalera. Imagina el delicioso agotamiento con el que las dos chicas se fueron después a la cama, en esa misma casa, como todas las noches. Nunca habían dormido tan profundamente. Y ahora que están ante el juez, han representado tan bien su papel que la prensa burguesa no pue-de sino declararlas locas. Nadie entiende nada en Le Mans. ¿Por qué tuvo que pasarles precisamente a esas dos mujeres tan dulces y respetables? ¡Y el pobre marido! Un magistrado que estuvo esperando toda la noche a su esposa y a su hija en casa de otro magistrado. La hermana mayor contesta a todas las preguntas diciendo: “Les hemos dado una buena paliza”. La más joven llora cuando oye la voz paternal del juez, pero no pierde ni un instante la confianza que ha depositado en su hermana, que tiene la cara como una plancha y sólo enseña sus párpados. Quisiera hacer un retrato de las dos para distribuirlo como suplemento de L’Humanité. No porque el diario lo valga, sino para dar a los espíritus realmente revolucionarios algo distinto a los símbolos de la religión soviética. Pero tú que eres periodista sabrás más que yo de todo este asunto, ¿no tuviste que hacer ningún reportaje para tu periódico?

      —A Jane y a mí nos han contratado para informar sobre la vida cultural parisina. Es decir, un mínimo de asesinatos, o en caso de tratarse de una cause célèbre, sólo lo que opina el parisino al respecto. Si Jane escribe un ar­tículo, yo suelo ser ese parisino. Nos permiten las críticas siempre y cuando sean bajo el lema de: “París siempre será París”. Los holandeses en París somos menos quisquillosos de lo que puedas suponer, lo principal es que el camino del pecado no se aparte de las vías tradicionales. Si sopesamos nuestras palabras, incluso se nos permite escribir sobre el más reciente burdel que tiene una sala de baile en la planta baja, donde las mujeres se pasean como dios las trajo al mundo, y donde no te cobran más de cinco francos por una consumición y el público está integrado por pequeñoburgueses con paraguas acompañados por sus legítimas y totalmente devotas esposas… pero no pongas esa cara de asco, Guraev, ni siquiera cuando era un joven prometedor lograron excitarme doce chicas que levantaran la pierna al unísono, y ahora además acudo al espectáculo con mi mujer. Además, algo tiene que hacer uno cuando la crisis lo ha hundido en la miseria.

      Ahora me mira con los ojos entornados y me sonríe mostrándome unos dientes un tanto demasiado largos; su frente está surcada de arrugas y su estrecho rostro adquiere una especie de vejez complaciente que contrasta con el pelo rubio, grueso y largo en la nuca, como un estudiante romántico.viii

      —Héverlé me ha dicho que estás prácticamente arruinado a causa de una herencia. —Y añade animado—: Pero no te preocupes por eso, siempre tendrás dinero, Ducroo. Te lo aseguro; lo presiento. Nunca te faltará dinero.

      En tal caso, también habría podido presentir que ahora mismo me em-pieza a faltar de todo; sin embargo, vuelve a dar rienda suelta a su fantasía:

      —Antes, cuando Héverlé me compraba grabados para ti y te llamaba el “rico javanés”, me había formado una idea muy curiosa de esos dos nombres: Ducroo y Grouhy. El rico javanés Ducroo que vivía en un pueblo belga llamado Grouhy. Me imaginaba que allí debías de tener un castillo, quizás en forma de tulipán, muy redondo y al mismo tiempo muy alto, y con una enorme escalinata; y que todas las mañanas salías un momento, sólo para contemplar tu castillo desde el último peldaño de esa escalinata. Me imaginaba que nunca ibas más allá de ese peldaño; ese último escalón era el límite que te separaba del mundo exterior.

      —Así que, cuando nos conocimos en casa de Héverlé, no sabías qué pensar de mí. Muy bien; por cierto, yo tampoco lo sé. Y no tanto por esta miseria que de alguna forma, en mi interior, siempre he sentido llegar, sino por determinadas cosas… Resulta extraño empezar una nueva vida con una mujer sobre una base material que das por sentada y, de repente, darte cuenta de que, al desaparecer esa base, la vida de esa mujer cambia totalmente; ¡un cambio muy diferente al que esperabas!ix Y todo eso a pesar de lo que dicen de que el dolor compartido une más que nada y que es una oportunidad para demostrarse amor mutuo. De improviso he sentido en carne propia que Marx siempre tuvo razón: te sientes tan afectado por un cambio económico que, sin darte cuenta, te conviertes en otra persona. Y si después de algún tiempo le sucede lo mismo a tu pareja, simplemente acabas teniendo a dos personas nuevas, algo que en sí mismo puede dar una buena combinación, pero que supone una especie de… traición respecto a las personas con las que empezaste. Quizá no lo comprendas…

      Al contrario, me mira como si comprendiera mucho más de lo que le cuento. Banalidad o no, considero que he de tener en cuenta el alma rusa de mi nuevo amigo Guraev. Y ahora soy yo el que cambia de tema:

      —Cuéntame algo de tu niñez en Constantinopla. ¿Qué edad tenías cuando te marchaste? ¿Recuerdas algo del Bósforo, del Cuerno de Oro y de los minaretes?

      —Del Bósforo, sí.x Del resto, nada; tenía cuatro años cuando me marché. Mi padre era agregado militar en Constantinopla. Teníamos una casa con mucho mármol, con una escalera ancha que descendía hasta las orillas del Bósforo; detrás de la casa, había una pendiente escarpada que no me dejaban escalar y que me parecía una verdadera montaña. ¿Quieres que te cuente algunas impresiones de Oriente?… Había un jardinero griego que se llamaba Christo, lo recuerdo precisamente por su nombre; y teníamos un perro negro llamado Arapka. Mi hermano, que me llevaba dos años, atormentaba a Arapka sujetando delante de su hocico escorpiones colgados de una cuerda; lo hacía en el jardín, junto a un banco verde con forma de herradura. T­ambién había un cobertizo abovedado donde teníamos amarrada una pequeña barca que deslizábamos a lo largo de la escalera cuando íbamos a navegar. Pero no recuerdo nada de los paseos en barco, sólo recuerdo el día en que partimos definitivamente de allí, porque Arapka saltó al agua y nos siguió nadando, y después de discutirlo largo y tendido, decidimos llevarlo otra vez a tierra. En el cobertizo había langostas que yo confundía con escorpiones. Me habían contado que debía tener muchísimo cuidado con los escorpiones, pero mi hermano sabía atraparlos muy bien con una cuerda. Yo veía colgar y girar a esos bichos de una cuerda, y no sabía decir si eran negros o rosados. También recibía muchos juguetes —como unos barquitos de vapor y unos veleros preciosos—.