Detrás de la puerta giratoria advierto a un hombre increíblemente elegante —vestido por entero de gris claro salvo un fular rojo— que observa el local conquistándolo y registrándolo a la vez. De repente se materializa y de un paso se planta delante de mi mesa: Guraev en persona. Antes de que me dé tiempo de expresar mi sorpresa sobre su aspecto, me pide una explicación colocando el índice sobre el retrato del periódico. Así que le explico lo que dice el texto:
—Antes no era más que un intelectual, un estudiante pálido e inseguro. Hasta que alguien le dijo que “cleptomanía” era el singular de una enfermedad que en su forma epidémica se denomina “Rumanía” —puede que en su idioma este juego de palabras resultara igual de estremecedor— y eso lo convirtió en el peligroso individuo que vemos aquí.iv Quizá no sabías que pudiera ser tan sencillo. Por cierto, ¿qué opinas de las fuerzas políticas de esta época, Guraev?
—Seguramente más o menos lo mismo que tú: también saco mi información del periódico. Prefiero que me preguntes qué pienso de París; aquí el mundo es tan irreal como en cualquier otro lugar. ¿Tienes alguna idea de cómo nos afectan los anuncios luminosos, Ducroo? ¿Sabías que, por ejemplo, pueden impedirnos sentir la luna? ¿Ya has decidido lo que piensas exactamente del nuevo anuncio luminoso que hay en la Torre Eiffel, ese círculo amarillo alrededor de un reloj, con una aguja verde y otra amarilla? ¿Por qué tiene que ser precisamente amarilla? ¿Por qué no roja, azul o violeta, algo que hubiese sido más justo e igual de fácil de llevar a cabo? ¿Crees que te cuento todo esto para demostrarte cuánto puedo fantasear? En absoluto, es sólo un ejemplo de una de las muchas cosas que no comprendo y que me atormentan. Me atormentan porque —¿cómo decirlo?—, porque ahora me gustaría conocer al hombre al que encargaron hacer ese anuncio luminoso. Pero también hay cosas que no comprendo y que me tienen sin cuidado, y entre ellas están las fuerzas políticas de esta época.
Con mi silencio le doy a entender que debería seguir hablando. Y eso hace.
—¿Sabes lo que pienso ahora? Que, al fin y al cabo, no es más que un misterio francés; que, aunque me haga viejo en París, nunca lograré comprender a los franceses. Un ruso le habría dado a esa aguja un color adecuado; no lo dudes ni un segundo.
Vuelve al tema del que le he oído hablar tres veces en tres encuentros. ¿Qué le habrán hecho los franceses, o en qué se basa esa necesidad de ser, ante todo, un ruso frente a los franceses?
—No lo dudo ni un segundo.
—Lo dices, pero cuando estás conmigo te sientes francés. No creas a Héverlé cuando dice que tienes mucho de francés, no es cierto, tienes tan poco de francés como yo.v Dime sinceramente qué hay de real en este entorno.
—Cuanto más conoces algo, menos real puede parecer. Cuando acababa de llegar de las Indias, Marsella me parecía una ciudad de lo más común; pensaba que por fin había llegado a mi país; y no sólo eso, sino que reconocía las casas de varios pisos y el aspecto totalmente diferente de una calle gracias a las películas que había visto en el cine. Y en poco tiempo todo empezó a parecerme casi demasiado real. Me molestaba que la gente en Europa pareciera tan burguesa, no sólo la gente con la que hablaba, sino también la que veía en la calle, en las terrazas de los cafés, la gente del pueblo, hasta los rostros que veía en los barrios peligrosos. Incluso me figuraba que debían de matar también de una forma burguesa. Tardé años en poder identificar la aventura —me refiero a la gente que sale en los libros y en las películas—. Y ahora… es escalofriante ver las horas que puedo pasarme buscando al monstruo detrás de las caras estúpidas; si buscara en el barrio árabe, descubriría menos monstruos que los que pasan por esa acera. Y dime, ¿es eso específicamente francés? ¿No es más bien el mundo norteamericano de Faulkner, un universo de borrachos, asesinos sexuales, esquizofrénicos e impotentes? Quizás en el fondo siga aplicando a los parisinos las ideas que traje conmigo de las Indias…
—Hummm… no lo creo; lo que sí haces es ceder de otra manera a tu romanticismo. Por supuesto, eres muy propenso al romanticismo, Ducroo; yo también, por cierto. Pero quizá… sí, quizá, sea tan sólo por la época en la que vivimos. Y nosotros, cada uno a nuestra manera, detestamos esta época.
—Lo cual demuestra que no formas parte de los verdaderos rusos.
—¿De dónde has sacado esa jerga comunista? Yo, que fui ruso blanco sólo por accidente, siempre sentí tanta o tan poca simpatía por los rojos como por los blancos. Incluso estoy dispuesto a admitir que los rojos, en principio, tienen más razón —¡como si eso importara!—, pero también sé que prefiero vivir como un apátrida en París, bajo una democracia anticuada y corrupta, que en mi propio país bajo las leyes del nuevo fanatismo. No creo en absoluto en los creyentes fanáticos; qué tristes son esos revolucionarios que no ven más allá del nuevo código que rige su existencia. Y no es que diga que preferiría acabar enseguida con mi vida antes que pensar y sentir como el rebaño. A veces me avergüenzo por… por un sentimiento fraternal, cuando veo una de esas películas que justifican todo el sufrimiento en los últimos metros de cinta, mostrando unos cuantos estúpidos ejercicios de gimnasia en una alineación que forma las letras de Lenin, o a dos forzudos proletarios que se miran sonrientes a ambos lados de una máquina en marcha.
—Mucho de lo que dices podría pensarlo yo mismo, pero estamos equivocados. Además, ¿estás seguro de que no sientes nostalgia de tu país?
—Pues claro que siento muchísima nostalgia… a veces. Pero hay que saber desconfiar de este tipo de sentimientos. No me veo en absoluto como un emigrante, soy, por naturaleza, apátrida. Sin embargo, a veces recuerdo algunos paisajes, Dios sabe por qué, y me parece que son los únicos donde, ¿cómo decirlo?, donde podría disfrutar de mi vejez, mientras que estoy seguro de que envejecer aquí será imposible. Me imagino que allá podría ilustrar libros infantiles y que tanto los niños como yo podríamos alegrarnos con mis ilustraciones. Hasta que me doy cuenta de que deben de haber adoctrinado sistemáticamente a esos niños y que todo lo que pueda salir de mi cabeza les resultaría extraño. Me doy cuenta de que es a esos niños a los que presentan como los auténticos revolucionarios, como seres no contaminados por lo burgués; y que, por consiguiente, estos hombres nuevos —¡fíjate bien en lo que te digo, Ducroo!— representan para mí a los peores neoburgueses. La neoburguesía soviética al cien por ciento, aunque eso debe sonarles a chino a los pseudomarxistas que han leído tan mal a Marx como yo. Y si fuera una sociedad militar y no civil —¡un término como “brigadas de choque” ya dice lo suficiente!— me parecería todavía más idiotizante. Pero tú no te metes en política, ¿verdad?
—No. Es decir, en la medida en que todavía me lo permiten las circunstancias.
Los músculos de su cuello se tensan, pues tiene que girarlo mientras me observa con aire inquisidor. Ha apoyado su mano sobre mi rodilla y sacude la cabeza antes de preguntarme:
—En general, ¿cómo te sientes?, ¿como un hombre o como un mu-chacho?vi
—No creo haberme sentido nunca de verdad como un hombre. ¿Qué significa eso exactamente?
—¡Ducroo! —exclama Guraev y yo temo