Al otro lado del pasillo había una habitación oscura que era el vestidor de mi madre, pero donde a veces mis padres hacían instalar la cama de matrimonio. Tenían una anticuada cama de madera, que había pertenecido a la abuela Lami, con muchos barrotes y paneles labrados, bolas de madera en la cabecera y anillos de cobre, y que casi siempre estaba en la kamar panjang, pero a veces en esta habitación. Allí, las bellezas que colgaban de las paredes iban más ligeras de ropa y lucían, casi sin excepción, largas melenas; incluso Cléo de Mérode se había desprendido de su diadema y de sus cintas para el pelo. Mi padre sentía especial predilección por las melenas. Más tarde, cuando ya había cumplido los 50, inició una colección de fotos de mujeres con mucho pelo, que recortaba de las revistas y luego retocaba a mano con lápices de colores; cuanto más gruesas las trenzas o más sueltos los bucles, más intenso era el color caoba que les daba. Mientras cursaba mis estudios de bachillerato empecé a coleccionar “estampas de Westminster” para él, eran retratos de mujeres que regalaban con los cigarrillos; después de llevar unas cuantas a casa, perdí todo interés por ellas, pero mi padre no me dejó tranquilo hasta que completé la serie entera de cien retratos.
La atmósfera de todas las estancias oscuras era opresiva, por muy agradable que pudiera ser el frescor. Un día, mi padre yacía enfermo en una de aquellas habitaciones cuando el médico de cabecera, un antiguo médico militar, le dijo en tono autoritario que era preciso que se operara. Entonces oí que mi padre le contestaba:
—De eso nada, maldita sea, no lo permitiré mientras esté en mis cabales. —Y dirigiéndose a mi madre—: De lo contrario, ocúpate tú de mantener apartados de mi cuerpo a esos tipos con sus cuchillos, ¡quiero morir de muerte natural!
Mi madre tuvo que acompañar apresuradamente al médico hasta el pa-sillo para evitar alterar más a mi padre, que se curó en cuestión de pocos días sin que fuera necesaria una intervención quirúrgica. Sin embargo, también hubo una época en que mi padre languidecía en las tumbonas, porque todas las noches se despertaba de un sobresalto, a las dos en punto, como si lo llamaran. Creía que se volvería loco, no tenía ganas de nada, en resumidas cuentas, parecía que estaba recibiendo un anticipo de su posterior neurastenia, contra la cual todos los médicos europeos se sentían impotentes y ni siquiera lograban explicarla como una enfermedad. Entonces, el jefe de Cicurug le envió a mi madre una hadji que tenía fama de saber contrarrestar la magia negra. La mujer rezó encima de un cuenco con agua en la que flotaban siete especies de flores, y se paseó por el jardín en busca del mal. Entonces, debajo de un árbol de bungur encontró un muñeco enterrado con la cabeza atravesada por alfileres oxidados, de acuerdo con el rito de la magia negra, que también era usual en la corte italiana y francesa del Renacimiento. La solución del misterio resultó ser la siguiente: por orden de algunos chinos descontentos porque no habían conseguido unas tierras en las que mi padre había puesto sus miras, lo “llamaban” cada noche a las dos en punto, lo cual explicaba que se despertara con sobresalto; luego maltrataban su efigie con la intención de volverlo loco. Aunque sólo fuera gracias a la “contrasugestión”, la hadji logró su objetivo: después de ver cómo enterraban al muñeco, mi padre durmió de un tirón toda la noche y la neurastenia desapareció. Fue una de las razones que impulsó su afición por lo oculto y alimentó su biblioteca sobre espiritismo. Por otra parte, mi padre creía que no era la primera vez que había tenido ese tipo de roces con los chinos. Años antes, cuando todavía estaba soltero, había tenido un pleito con los herederos de un viejo chino por una casa que se encontraba en sus tierras. La noche anterior a que se resolviera el pleito —que él estaba seguro de ganar—, mi padre se hallaba tumbado reflexionando cuando, de repente, sintió que sacudían con tanta fuerza la cama que los herrajes sonaron. Mi padre saltó de la cama para mirar qué había debajo, pensando que uno de sus perros podía ser la causa, pero después de encender muchos cerillos no vio nada.
—Entonces también pensé que podía ser aquel viejo canalla —dijo— que de esta manera venía a demostrarme su descontento.
Entre los dos dormitorios de mis padres —éste más oscuro y la clara kamar panjang— se encontraba la estrecha habitación donde yo dormía de niño con Alima y donde otra vieja criada, Bogèl, hija de dos esclavos de mi abuela, nacida en aquella casa, me contaba cuentos antes de dormir. Mi madre le había dado la orden de no asustarme nunca con el momóh (ogro), pero sus cuentos estaban llenos de jinns, de setans, de hombres y mujeres crueles, y a veces los dos mirábamos intranquilos a nuestro alrededor mientras ella me contaba un cuento sentada a mis pies. Había un cuento terriblemente conmovedor de una pobre princesa, hijastra de una reina con dos hijas a las que regalaba pulseras de oro. Un día, cuando la princesa le pidió unas pulseras, su madrastra le contestó: “¡Aquí las tienes!”, y le cortó las muñecas, por lo que tuvo pulseras rojas. Así fue reuniendo joyas alrededor de los tobillos, rodillas, codos, un cinturón, un collar, y el cuento seguía y seguía sin que a mí se me ocurriera que la princesa tendría que haberse muerto ya. Los cuentos de Bogèl eran los más bonitos que yo conocía; en este sentido, Alima no podía hacerle sombra. Bogèl era una mujer alta de pelo blanco, pero rostro terso. Creo que fue en mi quinto cumpleaños cuando mis padres invitaron a un grupo de niños europeos del barrio y encargaron un organillo: los niños se pusieron a bailar enseguida al son de la música, también Flora, que ya era una de las más mayores. Yo miraba con los ojos como platos a una niña pequeña con una tupida melena de pelo rizado que se llamaba Nike y que a veces había visto pasar por la calle. Mi padre me tomó de repente de la mano, me puso delante de ella y me dijo que tenía que sacarla a bailar. Me negué en redondo, pues no me imaginaba nada peor que tener que dar saltos en medio de todos aquellos niños desconocidos y precisamente con aquella niña. Sin embargo, había algo aún peor: el enfado de mi padre. Y, en efecto se enfadó; me agarró por “el pellejo del pescuezo”, como decía él, me arrastró por todas las habitaciones, lejos de la fiesta que siguió sin mí, y me dejó plantado en un rincón de la kamar panjang, donde Bogèl estaba cerrando las ventanas. En aquella época todavía teníamos ventanas correderas que había que maniobrar con cuidado, una tarea que se alargaba bastante. Mi padre estaba tan enfadado que