Me resulta imposible separar el ambiente de la casa de este tipo de anécdotas, pues juntos configuran el mundo en el que crecí. Tjang Panel es una pieza de Gedong Lami, del mismo modo que lo es el árbol de bungur o la kamar panjang. Tjang Panel constituía en sí misma un vínculo con el mundo exterior; entraba en casa de todos hasta que se peleaba con ellos. Su único lujo era un cigarro y, para conseguirlo, vendía de puerta en puerta todas las historias del barrio. Venía a ver a mi madre, que no leía nunca y que, por consiguiente, se aburría cuando no llevaba la casa, y le hacía más compañía de lo que estaba dispuesta a admitir. Tjang Panel se traía a veces a otra amiga, y lo único que la asustaba era la furia de mi padre que siempre le reprochaba que fuera a su casa únicamente para ver a su esposa. Tjang Panel también tenía enemigas: “Figúrese, esta mañana, cuando iba al pasar, me encontré con la señora Cohen; estaba sentada en un sado, igual que yo, y entonces me miró, pero yo tiré mi cara”.38 Un intermezzo dramático en el que ella representó un papel tuvo lugar mientras yo guardaba cama con sarampión y mi padre estaba a punto de irse por primera vez a Bahía de Arena para explorar el terreno. Mi padre se había ido con un medio árabe, llamado Umar, que le gustaba porque el hombre podía convertir unos cacahuates comunes y corrientes en un potente purgante, simplemente pronunciando un maleficio, tal como nos había demostrado en una ocasión utilizando como conejillos de Indias a nuestros criados. En aquella época teníamos a una chica de servicio que en realidad era europea, pero que estaba casada con un nativo. Se llamaba Lies y, según tjang Panel, tenía una mulut busuk (boca podrida), lo cual significaba que siempre hablaba mal de la gente. Sin embargo, una noche Lies fue a ver a mi madre para suplicarle que hiciera volver al señor, pues había oído con sus propios oídos cómo Umar se había confabulado con el segundo hijo de tjang Panel, Sinyo Dirk (que era nuestro capataz), para asesinar al señor: Umar lo apuñalaría en el prao y lo arrojaría al mar. Mi madre quedó muy conmocionada y telegrafió a mi padre diciéndole que regresara de inmediato. Él recibió el telegrama en Pelabuhan Ratu cuando estaba a punto de recorrer la última etapa del viaje en prao. Mi madre hizo venir a Dirk Panellxv y oí sus gritos que llegaban hasta mi habitación de enfermo:
—¡Si quieres volver a hacer algo así, Dirk, prométeme al menos que le perdonarás la vida a mi hijo!
Dirk daba vueltas, avergonzado; mi padre volvió a casa asombrado y de mal humor, todo quedó en agua de borrajas y nunca se supo exactamente lo que había pasado realmente. La última ronda se disputó entre tjang Panel y Lies. A nadie se le ocurrió que pudiera haberse tratado de una conversación en broma que Lies se hubiese tomado en serio y todos los participantes en el complot cayeron en desgracia. Poco después, Lies fue víctima de ataques de histeria y quería pasearse en cueros por la casa. Un día en que yo acababa de regresar de un paseo, vi cómo, en medio de un gran alboroto, los jardineros la retenían, la levantaban y cargaban con ella hasta la habitación. También Lies tuvo que abandonar la casa. A mi madre no le cabía la menor duda de que todo aquello era obra de Umar. Sin embargo, cuando nos fuimos a Bahía de Arena, Dirk volvió a ser contratado como capataz, y tjang Panel, que había declarado a Lies como su “enemiga mortal”, seguía gozando invariablemente del favor de mi madre. Más tarde, cuando le tocó el turno a ella de caer en desgracia, mi madre se dio cuenta, de repente, de que tenía un brazo torcido debido al reumatismo, y por esta razón la comparaban con Kombayana, un personaje salido del wayang, un intrigante ministro al estilo del Polonio de Hamlet.
En la mayoría de los casos, cuando había pelea, Alima me sacaba de allí rápidamente; ella misma rehuía el vocerío y hacía lo posible por no recibir nunca una reprimenda; y si le daban una, no decía ni una palabra para que todo acabara cuanto antes. “Era un alma sensible”, decía mi padre con energía, quizá sin saber hasta qué punto era su alma más sensible que las de todos los demás habitantes de la casa. Me hacía recortar estampas y conseguía hacerme comer cuando yo no quería, poniéndoles nombre a los diferentes bocados: “Ésta es nona Dientje, ya sabes, aquella niña tan bonita que por las mañanas siempre va a la escuela; si la dejas en el plato, se pondrá a llorar”.
Un día, el jefe del barrio (bek), un chino llamado Yam Seng, trajo un caballo a casa; entonces me pusieron un uniforme, una gorra de piel, me colgaron un sable de hojalata de la cintura y me montaron a caballo para que el mozo de cuadras me sacara de paseo. Yo no cabía en mí del orgullo y saludaba a todos los soldados con los que me encontraba que, por supuesto, me devolvían el saludo. Alima estaban tan ilusionada como yo; en aquella época estaba convencida de que yo llegaría a general y caminaba detrás del caballo con una cara a medio camino entre la risa y el llanto. Por desgracia, al día siguiente hubo que devolver el caballo, puesto que sólo era prestado, y mi padre ya tenía demasiados caballos en las cuadras como para comprar uno más. Más tarde, bek Yam Seng fue asesinado por un viejo chino menesteroso que le debía dinero y a quién él había perseguido sin piedad. Yo conocía muy bien al jefe del barrio, era un hombre corpulento y astuto que siempre nos traía regalos. A mí me dio, entre otras cosas, una caja con jabones de las más diversas formas. El viejo chino le cortó el pescuezo mientras iban juntos en un sado, y luego arrojó su cuerpo a la calle. Fue a caer justo delante de un cine ambulante que daba una función en una tienda de campaña; el cine se vació en cuestión de segundos y todo el mundo pudo contar más tarde cómo el jefe del barrio había yacido en la calle en un charco de su propia sangre. El tongtong resonó, y la noticia llegó enseguida a nuestra casa: “¡Han asesinado a bek Yam Seng!”, e Isnan dijo: “Así se explica que ayer hubiese una aureola alrededor de la luna”.
Mi padre estaba ausente y mi madre, tjang Panel, Flora y yo, así como todas las sirvientas, cerramos la casa apresuradamente y nos metimos juntos en una habitación. Poco importaba que el asesino se hubiese entregado mucho antes a la policía; más bien intentábamos convencernos unos a otros de que el viejo chino era en realidad un hombre pobre y bueno, al que habíamos visto pasar a menudo delante de casa. Nunca antes me había impresionado tanto un asesinato y la visión del jefe de barrio ensangrentado, el mismo que me había enviado un caballo, no me abandonó en toda la noche.
Perpendicular al porche trasero se encontraban las dependencias que, en realidad, constituían un único bloque, y al lado había un almacén con un piso; en la planta baja se guardaba el material de construcción y la cal, tablas de madera y baldosas, y la planta superior estaba llena de muebles viejos, y una capa de carbonilla recubría el suelo de madera. Para llegar ahí había que subir una escalera empinada, y para mí era un auténtico acontecimiento y una ocasión que había que aprovechar cada vez que alguien iba allí con un gran manojo de llaves. En la oscuridad del “desván del carbón” yo avanzaba con sumo cuidado y tenso de curiosidad. Había de todo, viejos retratos, abanicos, libros, incluso los libros de estudio de mi padre que nunca había sacado de los baúles. En las habitaciones del servicio, sucias y sofocantes, que no siempre estaban ocupadas, se podía jugar muy bien al escondite; luego, cuando jugábamos a los “mosqueteros”, la escalera hasta el desván era un lugar excelente para defender y atacar con nuestras espadas de bambú.
El jardín trasero daba a las