El país de origen. Edgar Du Perron. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edgar Du Perron
Издательство: Bookwire
Серия: Colección de literatura holandesa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640998
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“Duerme, niño, duerme”, canción de cuna holandesa. [N. de la T.]

      IX. Bella en el divánlxx

      Finales de abril. He contestado la carta de un agente inmobiliario de Bruselas que quiere intentar vender Grouhy y que dice haber estado relacionado con mi madre. Este hombre tiene puestas sus esperanzas en que, debido a la persecución de los judíos en Alemania, alguno que otro capitalista huido del país quiera poseer un “objeto de lujo” como éste. He decidido despedir al abogado de Namur que se mantiene tan distante (en cambio, al principio, cuando todavía creía que la herencia sería importante, se moría de ganas de acompañarme al Banco en Ámsterdam).

      Me he ido a París con una sensación de alivio —febril y no obstante real— y he comido con Jane en casa de los Héverlé. Bella Héverlélxxi está en tan avanzado estado de gestación que se acusa de horrenda —algo que contradecimos con energía, pues al ser una mujer pequeña, la deformación está llena de buen gusto—, y se pasa el día tumbada en el diván y cubriéndose la cintura con los faldones de la bata. Por un momento habla con seriedad del niño, pero luego recupera su habitual tono alegre y fluido, que hace que Jane a veces no la entienda, para hablar de sí misma y de sus amistades. Viala y Manou la visitaron la semana pasada; hacía tiempo que no la veían y se quedaron asombrados al encontrarla en ese estado. Héverlé se había topado poco antes con Viala y, al preguntar éste por Bella, le había contestado sin darle importancia: “Oh, en estos momentos está redonda, pero eso acabará pronto”. Viala sacó entonces la conclusión de que habían tenido un pequeño accidente y que iban a ponerle remedio; Manou había pasado por algo parecido hacía poco. Parecía costarles mucho aceptar la idea de que Héverlé fuera a ser padre y que la inteligente Bella deseara un hijo.

      “Nunca vi a una mujer ponerse tan pálida al recibir la noticia del próximo parto de otra como la dulce Manou aquella vez”, nos cuenta Bella.

      ¿Un deseo reprimido? —me pregunto de inmediato—. ¿Será el ejemplo de Bella una justificación para Manou cuando insista en ser madre si vuelve a producirse otro accidente? Bella llevaba años deseando un hijo; puede que Manou haya hecho suya la visión desesperada del mundo que tiene Viala a este respecto, sin basarse en nada real salvo en su temor al dolor. Por otra parte, el remedio le resultó también doloroso, aunque se llevó a cabo en una fase temprana. No es impensable que, para evitar el dolor, la próxima vez opte por dejar nacer al niño, pues algo así entra plenamente dentro de la lógica del sentimiento.

      Es el instinto maternal, el derecho indiscutible a la maternidad, incluso en estos tiempos, e incluso entre las intelectuales que en principio están contra la guerra, contra la vida, incluso contra la condición humana.

      —Es absurdo tomarse el derecho de reproducirse a costa de otro —afirma Héverlé.

      Son palabras que las mujeres respaldan hasta que un día, el misterioso instinto les habla más alto. En el caso de Viala, la resistencia es todavía más real y tiene menos fundamento intelectual que en el caso de Héverlé. Además, para engendrar a un niño en estos tiempos uno ha de tener un ­sentimiento de seguridad muy engañoso. Los únicos niños que nacen todavía, opina él, son los que se deja nacer por puro aturdimiento, aunque hayan sido concebidos por error. Sin embargo, Bella ha disfrutado de su embarazo, dejando de lado los principios y las ideas generales, deliciosamente indefensa frente al dominio de lo físico —“como si alguien viviera su vida por ella”—, contemplando los nuevos derechos de su propio cuerpo con un interés soñador.

      Mientras se ríe, Bella nos cuenta una historia muy diferente; esta vez tiene que ver con una virgen. Ya la he oído hablar de ese tema. En la manera en que habla de las vírgenes hay algo que me recuerda mi antiguo afán de ser “europeo y no víctima”. A ella le gustaría dar la impresión de que la virginidad no tiene ninguna importancia y que más bien es algo despreciable; que, en esencia, una mujer inteligente nunca es virgen, por lo menos no a partir del momento en que ha comprendido algunas cosas; y, por consiguiente, que se trata, cuando mucho, de una primera vez necesaria desde el punto de vista fisiológico. Ella eligió a Luc, y él a ella; pero por su juventud debieron sentirse atormentados por la falta de experiencia. La cadenciosa risa de Bella, que sin duda podría justificarse plenamente por su auténtico sentido del humor, suena a veces falsa. No se debe únicamente a esa tendencia que tienen los parisinos de ver siempre el lado cómico de la vida y de su omnipresente temor a parecer ingenuos; en este caso hay una necesidad de tragedia que uno siente en la atmósfera que se respira en casa de los Héverlé y que Bella parece querer desactivar con su risa. En el caso de Héverlé, se delata por la manera en que transforma una y otra vez la palabra en verdades generales; en el caso de ella, se delata en esa risa que relaja su rostro, pero que, cuando vuelve a ponerse seria, le deja una mueca, a la vez cargada y cansada, alrededor de los ojos y de la boca. “La tragedia judía”, diría Bella de sí misma. Bella siempre habla de su carácter judío como si fuera totalmente evidente, aunque a mí me cuesta recordarlo. A pesar de su aspecto judío, para mí es del todo parisina.

      —Todas las noches, cuando se pone el sol, cierro las ventanas y me hago un ovillo para olvidar la hora; estoy melancólica, perdida, me siento como un trasto tirado, hasta que anochece por completo.

      Lo dice sin perder la sonrisa, sobre todo si está presente Héverlé. Pese al manifiesto sentido de éste por lo humano en cada persona, la risa de Bella domina mucho más en presencia de Héverlé. Es como la excusa de alguien que, aunque es inteligente, se siente sometido a la crítica de una inteligencia más fuerte, como si el matiz de su intuición femenina le impidiera tener pleno derecho de hablar.

      —Prefiero que nos cuentes algo de la época en que eras virgen —le digo.

      —¡Oh, pero Arthur, primero estuve prometida como dios manda! Tenía un novio formal que contaba con la plena aprobación de mi familia, y yo no sentía nada por él; todo muy clásico. De golpe me pareció insoportable y se lo dije. Él me soltó un sermón sobre sí mismo, me preguntó si estaba enfadada con él, y cuando le hube dicho que no, me pidió en matrimonio. Le contesté que todavía no había pensado en eso. “¿Es que hay otro?”, me preguntó, y al ver que le contestaba de nuevo negativamente, dejó por zanjado el asunto; como ya no estaba enfadada y no tenía a otro, entre nosotros todo estaba bien. Yo no podía verlo así, pero tampoco podía alegar nada contra esa lógica. A partir del día siguiente empezó a traerme siempre flores y bombones. Así que nos comprometimos y yo sufría mucho porque él, por ejemplo, nunca logró aprender a besarme como es debido. Se esforzaba, eso sí, pero no lo consiguió nunca. Con él daba la impresión de que besar fuera algo terriblemente difícil. Cuando por fin decidí cortar con él, le escribí una carta en verso que debo de tener aún por algún lado porque, afortunadamente, se me ocurrió a tiempo que él no entendería nada y acabé por reescribirlo todo en prosa. ¡Así era yo siendo virgen! Sí, y después de cortar lo pasé mal, no tanto por él, sino por todas esas pobres flores y bombones…

      —¿Y entonces llegó Luc? (Me sigue costando llamar Luc a Héverlé, incluso cuando hablo de él con Bella.)

      —Sí, pero no fue enseguida. Entre tanto hubo otro. Pero aquello no fue un noviazgo de verdad; por aquel entonces mi familia ya no tenía nada que decir. Aquel hombre era muy inteligente, pero tenía tendencias sádicas, y como yo no estaba en absoluto a su altura, me vejaba todo lo que podía, me dejaba siempre bien claro que yo no era más que una mujer vulgar y corriente, cargada de vanidad femenina y privada, como todas las mujeres, de inteligencia para comprender los temas importantes; que no me conocía a mí misma, que lo necesitaba más que él a mí, y cosas por el estilo. Y además era algo más joven que yo. Sin duda debo de serte simpática por eso, Arthur, porque incluso siendo tan joven y virgen, nunca deseé estar con hombres mayores. Y después de que hubiese sufrido tanto, llegó Luc, que resultó ser aún más inteligente, pero