El país de origen. Edgar Du Perron. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edgar Du Perron
Издательство: Bookwire
Серия: Colección de literatura holandesa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640998
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Sólo sentí de nuevo inquietud cuando Flora vino a buscarme, puesto que encima tenía que pedirle perdón a mi padre por haber aguado mi cumpleaños.

      La kamar panjang daba al río y lo único que la separaba de éste era un pedazo de jardín del ancho del pabellón trasero, que casi estaba construido encima del río. El Ciliwung fluía en lo profundo, y para llegar hasta el agua había que bajar por un pequeño barranco, algo que parecía imposible porque la ladera estaba recubierta de arbustos y porque allí tiraban todo tipo de desechos, latas, pedazos de vidrio y cosas por el estilo. En el borde superior se alzaba nuestro árbol de angsana, que era medicinal, por la que podría haber merecido el nombre poético de “árbol del sufrimiento del mundo”; si se hacía una muesca profunda en su corteza, brotaban lágrimas pegajosas y rojas como la sangre, de sabor agrio, pero excelentes para curar las heridas en la boca y la garganta. Al otro lado del río había un kampung, que quedaba oculto tras los altos árboles, desde donde nos gritaban a veces los niños indígenas. En ocasiones, en la temporada de banjir, el agua corría rápido, mientras que, en otras, fluía tranquilamente, pero siempre formando pequeños remolinos, y aunque el agua era casi siempre de color ocre claro, en época de banjir se volvía espesa y adquiría un tono marrón rojizo debido a la tierra que transportaba. Desde nuestro jardín podíamos ver justamente cómo el río hacía un recodo; era emocionante ver aparecer o desaparecer detrás de la curva los praos con los nativos que normalmente no remaban, sino que se impulsaban con una vara larga. Más tarde, cuando ya me atrevía a nadar en el río, solía hacerlo por la tarde, cuando mis padres dormían, y lejos de casa, donde los sirvientes habían abierto un sendero que conducía hasta el río para poder bañarse ellos.

      De niño sentía un vago temor de que los bandidos pudieran salir del río a pesar del barranco. En aquella época, el tongtong (un tronco hueco que se golpeaba para dar la voz de alarma) sonaba casi todas las noches. Había dos tipos de tongtong: el amok o alarma en caso de homicidio, y el tongtong en caso de incendio; los sirvientes oían enseguida la diferencia; yo no. Para mí todo tenía que ver con los bandidos que perpetraban muchos robos, sobre todo en la región de Buitenzorg. El asistente-residente de Meester Cornelis era un anciano llamado Hartelust que, según los periódicos, siempre llegaba justo cuando los bandidos se habían marchado; el comisario se llamaba Calmer y el inspector Shilling; y los periódicos se burlaban de ellos con un típico juego de palabras indiano: los bandidos asesinaban y robaban a sus anchas, mientras el comisario Calmer no perdía la calma y el inspector Shilling no valía ni un chelín. A menudo, cuando oía sonar el tongtong, me metía entre las sábanas hecho un ovillo, a veces cuando eran apenas las ocho o nueve de la noche; sólo la presencia de mi temido padre lograba mantener doblemente bajo control mi miedo. Algunos años más tarde, cuanto tenía cerca de ocho años, mi padre alquiló Gedong Lami a un asistente-residente que era un viejo amigo suyo y que puso fin a los disturbios.lx Nosotros dormíamos en el pabellón del lado del río, que podía ser realmente siniestro, sobre todo de noche. En los árboles altos que había en la otra orilla se podía oír, a veces durante una noche entera, el grito de una lechuza; era cada vez un toque corto, pero indeciblemente melancólico que me infundía un miedo mucho más profundo que el tongtong. A veces también se oía el sonido chillón del ave nocturna que, según los nativos era una kuntianak, una mujer embarazada que murió al caerle un fruto que le hirió en la espalda, y que luego se convirtió en fantasma y se reía en la noche porque se había vuelto loca. Era en la época en que estábamos a punto de volver a Bahía de Arena y el asistente-residente se acababa de instalar en el edificio principal; yo estaba encantado con su presencia porque en el jardín, y por todas partes, se paseaban agentes de policía nativos; aunque los trataran como simples sirvientes, yo consideraba que, con aquellos uniformes, incluso el de menor categoría era más importante que nuestro Isnan que, en cierto sentido, era un jefe. Poco antes, una familia china entera había sido asesinada en una casa de campo. Se contaban historias terribles sobre el suceso, como que habían podido salvar a un niño de pecho al que encontraron junto al cadáver mutilado de su madre jugando con la sangre de ésta. En lo más profundo de la noche nos despertaron unos golpes en la puerta: era el asistente-residente que se disponía a salir y que venía a pedirle prestado un revólver a mi padre. Yo consideraba que aquello era un auténtico trabajo de hombres y lamentaba que mi padre no lo acompañara; y aunque lo propuso, desistió al ver la preocupación de mi madre.

      El jardín de la parte delantera parecía no tener fin; había pocos árboles frutales, salvo del lado del río, donde se levantaba un bosquecillo de árboles pala, de nuez moscada, pequeños, nudosos y negros, siempre rodeados de frutos y hojas caídas entre los que se podía esconder una serpiente. No me dejaban ir allí a menudo, a pesar de lo mucho que nos divertía a Flora y a mí recoger los frutos caídos. Lo que más recuerdo de este jardín es la vez que estuve allí, tumbado en la hierba con Flora y una amiga suya que me parecía muy guapa, una chica de 17 años quizá y que para mí era la mujer perfecta, pese a su melena suelta. Recuerdo que estaba entre las dos chicas vestidas con sus bébés (unos vestidos holgados para andar por casa), y que era como si Flora ya no existiera para mí; tan fuerte y mágica era la atracción que sentía por el bébé de la otra muchacha. Creía que ella había venido para verme a mí y no a Flora, y las dos hacían lo posible para mantenerme en mi error. El jardín propiamente dicho se convertía en una llanura de hierba. Hacia el lado de la calle estaba el árbol de bungur, que repartía pequeñas flores rosadas por la hierba y debajo del cual había estado enterrado el muñeco clavado de alfileres. Era un árbol majestuoso, alto, frondoso, con una copa de color verde claro; allí, los sirvientes veían aparecerse a veces el fantasma de un árabe, un hombre corpulento con barba, emperifollado, mientras que en el bosquecillo de palas habían visto, a lo mucho, la figura de una pequeña hadji.

      De todos los sirvientes, el que más espíritus veía era Yung. A la sazón ya era anciano, y cuando mis padres salían de noche, él se sentaba en la acera y los esperaba fielmente dando cabezadas junto al busto de Áyax. Mi madre había traído consigo al criado Isnan, un sundanés que ya estaba con ella durante su anterior matrimonio, y Yung era un anciano servidor de la época de soltero de mi padre; ya entonces se quedaba despierto noches enteras cuando mi padre se iba al club, y no tenía rival a la hora de preparar los bisteces. Cuando lo conocí ya tenía bolsas debajo de los ojos y un rostro sin barba, flácido y no obstante terso, pero cuando se sentaba en la acera poseía cierta dignidad europea; habría podido ser un ex funcionario colonial, y sin turbante parecía un residente jubilado. Caminaba con dificultad, puesto que tenía elefantiasis en un lugar que todos los niños señalaban riéndose, incluso su propia prole se lo decía sin recato: “¡Pa Yung kondor!”lxi ­Aquella misma enfermedad hacía que se le escaparan pequeñas cantidades de orina sin darse cuenta, por lo que a veces propagaba un olor desagradable por toda la casa sobre el cual había que llamarle la atención. Mi padre se portaba bien en este sentido; no despedía al viejo Yung y le decía en tono amistoso: “¡Venga, Yung, ve a cambiarte de ropa!”

      Los espíritus incordiaban a menudo a Yung, sobre todo cuando le tocaba cerrar las ventanas. Nos contó que una noche, mientras estaba junto a una de las ventanas que daban al bosquecillo de palas, se le apareció una cara justo delante de la suya, y aunque ya no sabía exactamente qué aspecto tenía, recordaba que su propia cabeza se había vuelto dos veces más grande.lxii

      En la época de mi abuela, el pabellón de la parte delantera de la casa había sido una especie de gudang (almacén) con un piso; ese piso se había ido llenando poco a poco de murciélagos, atraídos sin duda por frutos que había en el almacén, por lo que llamábamos a esa parte del edificio “la casa de los murciélagos”. Sus ventanas eran estrechas y negras y estaban provistas de rejas; desde la calle habría podido pensarse que allí tenían encerrado a un loco. Poco después de nacer yo, mis padres reconvirtieron el almacén en un pabellón sin piso y con porche. A partir de aquella época Yung veía menos fantasmas, pero seguía evitando esa parte de la casa como si fuera la más peligrosa. Más tarde se instaló allí un joven y atractivo indiano de pequeño bigote respingado, que hablaba un inglés fluido (trabajaba para una empresa inglesa) y tocaba el violín: el señor Frank Robertson (tenía también un nombre inglés).lxiii Era hermanastro del joven Charles Mesterslxiv que había recibido el bautizo católico en nuestra casa y que, no obstante, se había portado tan mal. A veces venía a hacer música con mi madre y nos parecía muy simpático a