El país de origen. Edgar Du Perron. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edgar Du Perron
Издательство: Bookwire
Серия: Colección de literatura holandesa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640998
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y su prole. Delante de las cuadras había un árbol de karet —no sabría decir si era un árbol de caucho enano, pues no tengo suficientes conocimientos de botánica— con un tronco corto y macizo, ramas gruesas e irregulares, de las que brotaban ramitas serpenteantes; era el árbol en el que más fácil resultaba trepar y donde debí de practicar por primera vez. Además, sus ramas gruesas eran ideales para sentarse a leer sin temor a caerse. El suelo alrededor del árbol estaba sembrado de semillas alargadas que se podían hacer reventar, y bajo la presión del aire se abría entonces una membrana transparente. Desde aquel lugar ya no quedaba mucho hasta la calle; y si se había entrado por la glorieta, se había dado la vuelta completa alrededor de la casa.

      Si uno regresaba cruzando el jardín hasta el porche trasero con las pequeñas columnas amarillas, pasaba primero delante del pozo y luego de las lilas que de noche propagaban su aroma por todo el jardín. Las noches de luna eran más bonitas en la parte delantera del jardín, junto a la glorieta, entre las palmeras y con la luz reflejada en el agua de lluvia que se almacenaba en dos grandes conchas que había allí y que Flora llamaba “los delfines”. Pero el olor de las lilas en el jardín trasero era otro elemento de la noche tropical. Siempre que lo vuelvo a oler, recuerdo aquella parte de nuestro jardín en Gedong Lami y me veo de pie, entre los arbustos y mirando las pequeñas columnas. De la calle llegaba a veces música keroncong, que hacían los hermanos mayores de los niños con los que no me dejaban jugar; eran los buayas (holgazanes, tunantes y, literalmente, cocodrilos) de familias mestizas contra las cuales me advertían los Mollerbeek y los Leerkerk.lxvi Sin embargo, su música también encantaba a mi madre. Cuando mis padres se referían a ellos, utilizaban un tono condescendiente y ligeramente desdeñoso: “Esta noche se ha celebrado un bodorrio en casa de los Sersansi”. Ellos mismos se lo tomaban con humor: “¿Dónde se han metido los chicos? ¡Seguro que están buayando otra vez!” La música keroncong tiene un origen portugués, e incluso los apellidos de aquellas familias tenían a veces resonancias de la Europa meridional, y nadie logrará convencerme de que no son atractivos, así como tampoco podré reírme de su música que los conocedores desprecian y tildan de distorsión barata. Debería haber nacido en otro lugar o sentirme más europeo de lo que me siento para perder la sensibilidad por la sensual atmósfera de seducción de aquel punteo nocturno de guitarra con canto, y no sé lo que más me gusta, si los nombres de Rosario y Quartero, pertenecientes a los buayas más famosos, o los de Latuperissa, Tuanakotta, Tehupeiori, de sus rivales amboneses. Reproduzco aquí una copla que, cantada, me resulta tan conmovedora como Sourire d’avril al piano:

      Terang bulan, terang bulan di kali

      Buaya timbul, di sangka mati.

      Djangan pertjaja mulut lelaki

      Berani sumpah, tapi takut mati.

      [Claro de luna, claro de luna sobre el río,

      un cocodrilo flota en el agua, parece muerto.

      No creas nunca la boca de un hombre,

      se atreve a jurar, pero teme a la muerte.]

      ¿Con qué cosas venidas de fuera de Gedong Lami puedo equiparar todo esto? Quizá con el año nuevo chino de hace mucho, cuando todavía era un niño, cuando todo el barrio crepitaba por los fuegos artificiales y en nuestro jardín también salían despedidos los cohetes, cuando antes del anochecer desfilaban bandas enteras con dragones, los barong-saïs que escupían fuego y los liongs. De niño miraba con respeto también a los djenggés, los altos andamiajes sobre los cuales se columpiaban las niñas disfrazadas, maquilladas y ataviadas como princesas, extrañamente iluminadas desde abajo por las antorchas. Sin embargo, poco a poco sentí cómo se alejaba de mí el bullicio chino y las princesas en los andamios se convirtieron en niñas más pequeñas que yo; puede que la muerte de esta ilusión llegara con una representación de tjokèk, cuyo sonido vulgar, monótono, estridente y falto de melodía se mantuvo durante tanto tiempo, horas y horas, que acabó disolviéndose para mí de lo ridículo que era. “Los nativos tienen razón al despreciar a estos chinos”, debí de pensar entonces. Por una noche de músi-ca keroncong, mi corazón de joven indiano está dispuesto a regalar una serie de refinadas representaciones chinas. Non mi tocca, il mio cuor non ci si trova.lxvii Lo que más me conmueve en el recuerdo es el cumplido, en los versos malayos del hombre que con unas gafas azules presentaba a una de aquellas bandas, o que hacía bailar al final de una cuerda a un compañero disfrazado de oso, aunque en realidad aquellos eran parásitos indígenas de la noche de fiesta china.

      Los estridentes sonidos de las ronggèngs, que en sí son excesivos para el ánimo europeo, no son tan ensordecedores, y sobre todo no tan endemoniados, como los que eran capaces de producir los chinos en la música que yo escuchaba. En las Indias, todas las mujeres cantaban por la nariz y con voz chillona, incluso las que cantaban como soprano en una orquesta de keroncong. Sólo alguna que otra nona, guiada por su instinto europeo, evitaba dejar escapar los sonidos por la nariz; sin embargo, las cantantes de Batavia cantaban así adrede, como si quisieran competir con las chinas.

      Pero todavía estoy en el jardín trasero junto a las lilas; ante mí, el porche con las columnas, a mi derecha el largo cobertizo de las dependencias. ¿Yo? Más bien el pequeño Ducroo que he plantado allí. Por las noches, en la cocina ardía a veces una sola luz, una llama de gas ondeante sin mecha; y, al lado, en cuclillas en el suelo, veo a Isnan dándole vueltas a la heladora. Era domingo por la noche, porque entonces siempre había helado de vainilla. Cuando ya iba a la escuela, el sábado por la noche era feliz pensando en el domingo; el domingo por la tarde, cuando se ponía el sol, me invadía la melancolía al pensar en el siguiente día de escuela. Sin embargo, había un punto de luz, un último placer, el helado poco antes de irme a la cama.lxviii Isnan, en cuclillas junto a la puerta de la cocina, sujetaba la heladora entre las rodillas. Entre él y yo había una tempayan (tinaja de agua) alta y redonda; siempre me apoyaba en ella para mirar en su interior. En el agua de lluvia que había dentro coleteaban unos pequeños alfileres que más tarde se convertirían en mosquitos, o al menos a mí no me cabía duda de que esos bichos saldrían del agua con alas para picarnos en el dormitorio, aunque nunca lo consulté en un libro.

      Un día, mi padre se hallaba junto a la tempayan y disparaba a los gorriones con una escopeta para comprobar si no había perdido la práctica del tiro. “¡Recógelos!”, me ordenó de repente, y empecé a recoger los pequeños cadáveres, muerto de miedo, luchando contra la compasión y el asco. Mi padre quería endurecerme, como si unos años más tarde yo no fuera a volverme cruel armado con mi propia escopeta. Finalmente, mi madre me llamó y me apreté a ella con fuerza mientras rompía en sollozos: “¿Por qué tiene que matar papá a esos pobres pajarillos?”

      Más vale que deje para más tarde mis recuerdos sobre los alrededores, después de regresar de Bahía de Arena. Todo lo que he relatado hasta ahora sólo forma parte de la casa. Puede que a otra persona le parezca una especie de inventario, un mero plano. Estéticamente debería ordenarse de otra forma y así puede dar la impresión de que haya escrito estas páginas con un cartel de “¿No olvida usted nada?” colgado encima del escritorio.lxix En realidad, es la desventaja de una memoria demasiado buena. He callado sobre cien detalles que podría haber rememorado con facilidad. Esta manera de relatarlo es la que me resulta la más natural y, bien mirado, no encuentro mejor argumento.