Una vez cruzado nuestro “portal”, uno se hallaba frente a un lateral de la casa que estaba bastante apartado respecto a la calle; entonces había dos opciones: o bien girar a la derecha y seguir avanzando a lo largo de la verja hasta un pabellón que llamábamos el “pabellón delantero” y que parecía haber brotado del lateral, o bien seguir recto hasta llegar a una especie de glorieta que, en realidad, era la entrada delantera del edificio principal. Para acceder a esta glorieta totalmente abierta, a la que sólo una breve balaustrada y las palmeras en las macetas protegían de las miradas curiosas, había que subir tres anchos peldaños blancos. Junto a los dos peldaños inferiores habían colocado dos grandes bustos de mármol que representaban a un hombre con casco y barba (Áyax o Menelao) y una mujer o un muchacho, o por lo menos alguien de pelo largo y una mueca de dolor en el rostro (quizá fuera también el moribundo Patroclo). De niño me sentaba sobre los hombros de estas estatuas, y la figura femenina se tambaleaba bajo mi peso. Por supuesto, me imaginaba que era la esposa del hombre y no me sorprendía su expresión de dolor: “Las mujeres lloran a menudo”, seguramente pensaba.
A través de la glorieta se accedía al pasillo de la casa, un pasillo largo pero muy ancho que tenía el suelo de mármol. Antes de que empezara el pasillo propiamente dicho se accedía a una sala alargada que quedaba dividida en dos grandes habitaciones debido a la presencia del pasillo —o, mejor dicho, de la alfombra roja que se extendía de un extremo a otro—; estas dos partes estaban amuebladas de distinta forma. Las sillas y los sofás de la parte izquierda casi siempre estaban recubiertos por fundas; en cambio, nos sentábamos a menudo en la de la derecha, donde había un enorme ventanal que llegaba casi hasta el suelo, y que daba a la verja y a la calle. Allí había también más luz y los muebles eran más normales —si mal no recuerdo “un mobiliario vienés” de madera de caoba, o al menos sin el terciopelo de los muebles de la parte izquierda. Al principio del pasillo, y entre las dos estancias de esta sala delantera, había un arco cuya parte central estaba adornada con un signo de buena suerte: un estilizado trébol de cuatro hojas de color verde.
Distribuidas a lo largo de la sala delantera, sobre estanterías, había cuatro estatuillas de bronce de color marrón verdoso y siempre grasientas, que, suponía yo, representaban a cuatro jinetes cuyos nombres descifré sólo más tarde: Colón, Vasco de Gama, Camoens y Ariosto —tal transición de la náutica a la poesía no tenía nada de simbólico en nuestra familia—. Asimismo había grabados de Goupil: Le Puits qui parle, La Fête de la Chatelaine y otros por el estilo. Si no recuerdo mal, habían sido elegidas con más gusto que las monstruosidades que mi padre compraba en Bruselas, algunas de las cuales llegaron a Grouhy. Las cortinas eran de terciopelo grueso, con suntuosos pliegues, fieles al estilo de los amplios ventanales que debían adornar más que ocultar. En realidad, estas estancias eran los “salones” de todo el edificio, aunque sólo me percaté de ello más tarde, cuando empezamos a recibir a más invitados.
Las paredes del pasillo estaban cubiertas por todo tipo de adornos; a la izquierda, un grupo de platos de diferentes tamaños y orígenes, porcelana azul de Delft junto a porcelana china con profusión de ornamentos y de formato imponente, y piezas japonesas más pequeñas y sutilmente pintadas, con pájaros en pleno vuelo y otros motivos de animales. A la derecha, un enorme grabado que representaba a un hombre de bigotes puntiagudos que quería ponerle o quitarle un abrigo a una dama de 1900, mientras ambos personajes se miraban sonrientes; el caballero se parecía como dos gotas de agua al “tío” John Panel, primogénito de tjang Panel y padre de Flora (tenía el mismo mentón afilado y los mismos mostachos que él). Alrededor, también sobre estanterías, había estatuillas de colores: un moro de barba rizada y un saboyano con sombrero verde, ambos con su pareja femenina.
Al final del pasillo, donde el suelo seguía siendo de mármol, se abría otra sala que en realidad era la prolongación, pero que parecía dividida en dos, como al principio; allí también había una alfombra roja. A la derecha, una habitación clara, cuadrada, con el piano que mi madre tocaba por las noches; de las paredes colgaban algunas fotografías de gatos mirando a pájaros, así como las fotos de gala coloreadas de la Bella Otero y la Cavalieri. Por las noches, después de encender las lámparas de gas, reinaba un ambiente íntimo; yo me sentaba en el suelo, casi debajo del taburete del piano de mi madre, mientras ella tocaba todas las romanzas de los años en torno a 1900, los valses de Crémieux y Berger, Nuages Roses, Amoureuse, Réponse à Amoureuse, Quand l’Amour meurt, Quand l’Amour refleurit, Pourquoi ne pas m’aimer, Loin du Bal, Loin du Pays,35 y la que quizá más me emociona cuando la recuerdo: Sourire d’Avril,36 y un fragmento de un vals de Weber o Chopin (nunca logramos averiguar cuál de los dos) que, cuando lo silbo, me devuelve a Gedong Lami con la misma fuerza que la inolvidable canción de cuna Nina bobo. No puedo imaginarme que para Jane la canción de cuna Slaap, kindje, slaap37 sea tan conmovedora como para mí esa melodía extraña y exótica que me cantaba una vieja criada morena y que, en realidad, bien podría ser una adaptación de la vieja canción de cuna holandesa. Sin embargo, las adaptaciones indonesias están determinadas por el ritmo melancólico del nativo, por la atmósfera sofocante y las sombras del clima tropical. Mi madre tocaba sus romanzas y valses con sentimiento y casi sin cometer fallos, aunque tenía las manos tan pequeñas que no abarcaban una octava completa; en esos casos, su mano daba un pequeño salto con el que atrapaba en el último momento la nota que estaba a punto de escapársele. Mientras mi madre tocaba piezas sueltas leyendo la partitura o de memoria, yo hojeaba sus libros de música que casi nunca estaban sobre el piano; algunos de los grabados que contenían llamaban mi atención: un hombre con una gorra roja y mostachos colgantes junto a una gran maleta amarilla, un demonio con aspecto de murciélago sobre un fondo ardiente. Pero cuando mi madre accedía a mis ruegos y tocaba la música que acompañaba a aquellas imágenes, siempre me sentía decepcionado.
A la izquierda estaba el comedor, oscuro y fresco, con sillas oscuras y de formas curvadas, y, por supuesto, en las paredes, y de acuerdo con los criterios clásicos burgueses, sólo naturalezas muertas, pájaros muertos atados, a modo de altorrelieve de colores sobre escudos de madera. Por las noches esta estancia resplandecía por el cristal de las arañas, pero de día parecía oscura y apagada. Fue allí, alrededor de mi duodécimo cumpleaños, cuando tuve que escuchar las observaciones irritadas de mi padre sobre mis malos modales durante la comida, que casi siempre empezaban con una pregunta dirigida a mi madre: “No lo entiendo, ¿de dónde habrá sacado este muchacho semejantes modales? No puede haberlo visto con nosotros; ¡pero mira cómo sujeta el tenedor!” (yo siempre apretaba el tenedor con un dedo torcido, igual que hacía con mi portaplumas). Y poco a poco centraba su atención en mí y me daba una reprimenda mientras yo miraba la etiqueta de la botella de vino y rechazaba automáticamente la comida cuando Isnan entraba con un nuevo plato. Más tarde, cuando ya había cumplido 20 años y volvía del museo a las dos y media de la tarde, comía solo, y notaba doblemente lo fresca y oscura que era aquella estancia. Detrás había una despensa (sepén), donde el suelo de mármol daba paso a baldosas azules y amarillas. Allí mi madre sorprendió un día a Isnan escupiendo en la comida de Alima, que estaba enferma, y a quien él había recibido la orden de servir.
Al final de la alfombra roja había que bajar un escalón para entrar en el largo porche trasero. Allí, el suelo de mármol también daba paso a las baldosas amarillas y negras. El porche trasero era abierto, pero estaba separado del jardín por una balaustrada, con una repisa azulejada. La sostenía una hilera bastante grotesca de balaustres enanos, enlucidos de amarillo claro y lo suficientemente altos para que yo pudiera mirar por encima cuando tenía unos cinco años; estaban tan apretados unos contra otros, que ni siquiera podía pasar la cabeza en los lugares donde la separación era mayor. Allí estaban los muebles más sencillos, aunque era precisamente en ese porche donde nos sentábamos a menudo, sobre todo de noche, para gozar del frescor. Había una mesa alargada donde más tarde yo hacía los deberes; allí oí silbar con más fuerza el gas en los tubos de las lámparas, y la primera vez incluso que me dejaron encender la lámpara, con ese