El Speelman nos llevó de Tandjeong Priok a Bahía de Arena. La mayor parte del viaje tuvo lugar de noche y supe por primera vez lo que era el mareo. En el mismo camarote que yo, sin poder ayudarme porque ella misma estaba tan mareada como yo, se encontraba mi nueva señorita. La habían contratado en el último momento porque yo necesitaba una niñera, por consiguiente, la primera relación íntima que compartimos fue el mareo que a mí me resultaba tan inexplicable, en aquel extraño decorado del pequeño camarote que se mecía, con un ojo de buey, dos literas, y fuera, el golpeteo del agua y la noche muy cerca de nosotros. Mi madre, que también sufría de mareo, no se dejó ver. Más tarde, Isnan me contó lo que había sucedido aquella noche. Mientras los empleados dormían en la cubierta, él y mi padre se habían turnado para montar la guardia, mi padre con una pistola en el bolsillo, y él con un fusil cargado, porque todo el dinero de mi padre estaba allí, en la cubierta, metido en unos cuantos bidones de petróleo. Para pagar a los culis en un lugar tan recóndito, debieron necesitar varios miles de florines de plata; sin embargo, la historia tiene un regusto fantasioso, que sin duda es achacable a Isnan.
28 Wit-en-rood: blanco y rojo en neerlandés. [N. de la T.]
29 De Haan significa “el gallo”. [N. de la T.]
30 Mamá Lima. [N. de la T.]
31 Daendels: gobernador general de las Indias Orientales entre 1807 y 1810 que ordenó la construcción de la gran carretera que recorre Java de parte a parte y que cobró la vida de miles de personas. [N. de la T.]
32 ¡Ah, no! ¡Mesa! [N. de la T.]
33 Funcionario que ocupaba el último escalón de la jerarquía de funcionarios holandeses en las Indias.
34 Mijnheer Prikkebeen [El señor Prikkebeen] fue la primera historieta holandesa de J.J.A. Goeverneur que se publicó en 1858. [N. de la T.]
VIII. Gedong Lamilvii
No puedo ir a Bahía de Arena sin antes haber rememorado esa casa.
Era la casa más grande de Kampung Melayu, una de las pocas que realmente se merecía el nombre de gedong (casa señorial), y podía tener 100 años cuando nací. Mi abuela Lami había vivido en ella siendo una niña, y para mí eso equivalió durante demasiado tiempo a una antigüedad de 100 años como para cambiarlo ahora a la ligera. La alameda que había delante, y que desde la casa parecía la prolongación de la rampa de acceso, al otro lado de la ancha entrada que nosotros llamábamos el portal, todavía llevaba el nombre de la familia de mi abuela. Del mismo modo en que, en Cicurug, el viejo señor Kaffer era un hito en mis paseos, en Gang Lami, junto a la verja de su casa, había un viejo caballero al que siempre saludaba al pasar. Se llamaba Langkau y llevaba invariablemente la cabeza descubierta, con el pelo blanco y corto, tenía una cara redonda, bigote blanco, y un cigarro en la mano (algo sobre lo que Alima llamó mi atención), calzaba sandalias y vestía con pantalón corto y kebaya. Él me devolvía siempre el saludo con un movimiento de cabeza y una especie de gesto amable, y sólo más tarde, cuando yo ya iba a la escuela y seguía saludándole, caí en la cuenta de que en realidad no lo conocía.
Sin embargo, se había convertido para mí en la pareja de una anciana que venía a casa todos los días. Se trataba de la abuela de mi amiga Flora,lviii que me llevaba seis años y era la única niña europea, aunque fuera de piel oscura, con la que me dejaban jugar de forma regular. Esta anciana se llamaba tjang (abuela) Panel,lix era alta y caminaba bastante erguida, tenía un rostro color marfil lleno de arrugas, calzaba siempre babuchas, vestía ropa indonesia y fumaba los mismos cigarros negros que yo había visto en la mano del viejo señor Langkau. Ella los compraba con la misma avidez que Flora y yo los bombones helados, en una tienda china justo en la esquina de Gang Lami, frente a uno de los dos grandes pilares de nuestro “portal”. La tienda era una típica warung china, en la que uno podía comprar de todo: golosinas, cerillos, latas de conserva, velas, cigarros, macarrones y especias indias para la cocina, todo apilado y amontonado, entre auténticas edificaciones hechas con las cajas y los frascos con tapón de cristal. Aunque casi toda la tienda estaba abierta al exterior, dentro estaba a oscuras y cubierto de suciedad; una puerta abierta en la pared posterior daba acceso a una sala donde se podía ver una estampa china y un altar casero que siempre desprendía un olor a incienso chino, que en casa quemábamos para ahuyentar a los mosquitos. ¡Qué conservadores son los niños! Aquella tienda pertenecía a una anciana llamada nionia Anji, a la que ayudaba su hijo, un zopenco espigado, rapado y que ya llevaba una cola, con unos simpáticos ojos chinos y dientes prominentes. Flora y yo seguíamos diciendo que íbamos “a la tienda de nionia Anji” cuando la mujer llevaba tiempo muerta, había sido enterrada entre grandes muestras de dolor, y el hijo, que se llamaba Po Sen, nos entregaba como amo y señor los bombones que íbamos a buscar. Junto a aquella tienda, en una galería abierta, había un viejo europeo que se pasaba días enteros en una tumbona. Tenía una cabeza pequeña totalmente irreal, los ojos vidriosos y apenas rasgos en la cara: era nada más y nada menos que el padre del viejo señor Langkau y tenía ciento un años:
—¡Imagina, tiene cien años y encima un año más! —dijo Flora y, por supuesto, de algún modo se refería a que cada