El país de origen. Edgar Du Perron. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edgar Du Perron
Издательство: Bookwire
Серия: Colección de literatura holandesa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640998
Скачать книгу
a levantarme y a proseguir el paseo. Un poco más lejos, apostado a un lado de la carretera, estaba siempre el viejo Kaffer delante de su fábrica con la gorra puesta. Cuando llegué a su altura y lo saludé, me olvidé de mi herida. Más tarde me asombré de que la señorita hubiese conseguido ocultarle el incidente a mi madre. Por supuesto, poco después la despidieron, pero eso era inevitable.

      La casa tenía dos pequeños pabellones donde a veces bebíamos té, y una glorieta en el jardín junto a los arrozales. Ya he descrito las vistas del monte Salak en la visión que tuve más tarde y con la que, en realidad, empecé este recuerdo. La propia casa me parecía estar llena de puertas plegables; creo que el criado Isnan podía abrir y cerrar toda una fachada de puertas plegables, como yo solía hacer con algunos libros de estampas que se desplegaban convirtiéndose en una valla.

      Un día vino a fotografiarme un alemán gordo.l Me vistieron con un traje europeo que nunca me ponían y una bufanda escocesa, me hicieron sentar en una esquina de la silla. Se me ve ahí sentado, con cara triste e irritada, y las piernas balanceándose. En realidad irradiaba un profundo recelo, como sólo un niño puede contemplar el mundo, con plena intensidad y quizás un presentimiento.li Es la foto que más me gusta de mi niñez, pues me veo como un niño muy pequeño, pero no el niño rico bueno en el que me convirtieron en otras fotos, con el pelo cepillado y los pulcros trajes de marinero.

      Un buen día, en Cicurug, vino a alojarse a casa una familia que en Gedong Lami tenía fama de indeseable (aunque puede que fuera más tarde): la enorme señora Mollerbeeklii con sus dos hijos. El mayor de ellos, Bernard, ya era demasiado grande para mí, pero el segundo, Tjalie, se convirtió en el organizador de todos nuestros juegos.liii Mientras su madre competía con la mía en la preparación de galletas indonesias, él, con ayuda de Titih, ponía patas arriba una habitación, colocaba un diván de pie para convertirlo en una especie de teatro y cantaba canciones procedentes de la ópera nativa llamada bangsawan, hasta que venía mi madre para gritarle que se estuviera calladito. Se sabía todas las canciones indonesias tocadas con organillo europeo y las cantaba a pleno pulmón, mientras los demás cantábamos el estribillo: “Ayun-ayun en el alto cocotero” y el resto. La que más me conmovió fue una del drama Niai Djasima, una de esas piezas basadas en un asesinato real: niai Djasima, mantenida por “tuan W.”, provoca el deseo de un nativo, Samiun, que le vende joyas o con quien mantiene alguna relación comercial a espaldas de su tuan, que acaba por matarla. Los primeros versos de la canción que Tjalie siempre entonaba a pleno pulmón, dicen así:

      Hé Samiun, berani sekali

      Bunun Djasima perkara peniti!

      (Eh, Samiun, cómo te has atrevido

      a matar a Djasima por un alfiler.)

      Un día, mientras comíamos las galletas que habían preparado nuestras madres, llegó un vendedor ambulante que, entre todo tipo de baratijas, tenía diversas oleografías alemanas baratas, como las que se vendían mucho entre los nativos de aquella época: de generales de los boers, de la familia imperial alemana, de otros jefes coronados y de temas religiosos. Los jóvenes Mollerbeek se abalanzaron sobre las láminas y sembraron el suelo con ellas.

      Su madre les compró muchos retratos del emperador alemán con su inolvidable mostacho, solo o con su familia alrededor, y uno de un potentado turco con barba y un fez rojo. Dado que los Mollerbeek habían arrasado casi con todo, mi madre sólo pudo comprarse un Jesucristo con un corazón ardiente y perforado y, a pesar de ello, con la expresión más dulce en un rostro rodeado de bucles. A mí me compró una lámina que mostraba a un niño precioso visto de perfil, también de pelo rizado, que rezaba mientras alzaba la vista hacia una mujer con un velo azul; quizá fuera también el niño Jesús y la virgen María, quizá fuera la propia María de niña con su madre Ana; nunca lo supe con certeza aunque conservé esta lámina durante mucho tiempo. En otra ocasión le mostré a Tjalie una estampa de una revista ilustrada que recogí del suelo, en la que se veía a un anciano con un capelo, pero con el pelo revuelto y barba, la boca abierta y los dientes apretados, de pie en el estribo sobre un caballo que galopaba entre dos hileras de árboles. Le pregunté si podía leer la leyenda.

      —¡Ah! —dijo de inmediato—, ¡esto es un setan! (un fantasma, satán).

      Yo ya conocía la palabra, pues se la había oído pronunciar a los criados, pero me sobresalté al verla vinculada a la estampa. Pensé que todos los setans tenían ese aspecto y que también se paseaban de esa guisa por las Indias; me daba la impresión de oír al viejo en la carretera, entre las dos hileras de árboles, por las noches, cuando afuera soplaba el viento.

      Con Tjalie y con los demás europeos hablábamos en malayo. Cuando empezaron a enseñarme a hablar holandés, al principio me negué con ­desprecio.

      —Ahora tienes que aprender a decir: “mesa”.

      Sin embargo, todavía me faltaba mucho que aprender en malayo. Un día vi a unos hombrecillos que caminaban de pie o en cuclillas en unos abiertos vagones de carbón del mismo tren en el que una vez vi alejarse a mi madre. Cuando le pregunté al criado Isnan qué hombrecillos eran esos, me contestó:

      —Binatang (animales).

      Me imaginé que aquellas personas quizá se llamaran así por el oficio que ejercían. Un día en que se alojaba en casa una vieja hadji que me hizo entrar en su cuarto y me dio limonada de frambuesa diciéndome que era el agua de la fuente de Zamzam en la Meca, el tren pasó de largo y yo grité alegremente:

      —¡Mira, los binatang!

      —¿Los binatang? —me preguntó ella extrañada—. ¿Dónde?

      Cuando le señalé a los hombrecillos, seguramente se sobresaltó por mi presuntuosidad de niño rico europeo:

      —¿Cómo te atreves a decir algo así? —exclamó en tono de severo reproche—. ¡Esos no son binatang, son manusia!

      —¿Manusia? —le pregunté inseguro, pues llevada por su seriedad había usado una palabra demasiado erudita para decir “persona”, que yo conocía por el término mucho más usual de orang.

      —Pues claro que sí, manusia —repitió ella.

      Entonces asumí que ése era el oficio correcto que practicaban los hombrecillos que podían caminar sobre los vagones de carbón.

      Otro amigo de infancia era el hijo del criado Isnan, que se llamaba Munta y que no tenía igual a la hora de hacer arreglos en casa y de descubrir nue-vos juegos, pero al que no recuerdo de aquella época. Más tarde se casó con Titih, que a partir de entonces quedó enterrada en las dependencias y dejó de jugar conmigo. El día de su boda, y de acuerdo con una costumbre del país, le limaron los dientes. Yo, que no estaba enterado, pasé delante de una habitación abierta en las dependencias y la vi de repente: Titih echada en el suelo con la cabeza en el regazo de una vieja que había acudido allí especialmente para la ocasión. Un pañuelo le cubría los ojos y gemía, daba la impresión de estar inconsciente, y la vieja, con sus instrumentos en la mano, me sonreía como invitándome a entrar. No sólo me asusté muchísimo, sino que me fui corriendo a ver a mi madre y me puse hecho una furia. Creo que entonces ya le tomaba a mal a Munta que se casara con mis amigas. Era un auténtico donjuán en su especie, y más tarde volvió a casarse con una de mis compañeras de juego, después de que mi madre lo pillara con ella en una habitación, la hermosa Itjah, hija de nuestro jardinero y con la misma piel amarilla que Titih; al parecer, el amarillo atraía a Munta. Más tarde, cuando “se deshizo” de ella, Itjah se casó con un jefe mandur, un hombre ya viejo, y en ambas ocasiones me debatí entre mis sentimientos de rencor y soledad, preguntándome por qué me parecían tan terribles esos matrimonios, si yo ni siquiera estaba enamorado de esas chicas. Cuando se casó Titih, puede que yo tuviera cinco años, y cuando se casó Itjah, nueve cuando mucho. A Itjah al menos ya le pude decir en tono ofensivo que me parecía ridículo haberla visto verter agua de un hervidor sobre el dedo gordo del pie de su esposo; le pregunté si pretendía hervirle los dedos, y puesto que ella tampoco comprendía o podía explicar