El país de origen. Edgar Du Perron. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edgar Du Perron
Издательство: Bookwire
Серия: Colección de literatura holandesa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640998
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de las primeras películas que llegaron a las Indias; todos los dueños de plantaciones de los alrededores hicieron acto de presencia en compañía de sus esposas. Al empezar la película, se apagaban las luces, pero he olvidado ese detalle, y en mi recuerdo las luces permanecían encendidas. Yo veía ese hormiguero de europeos, sólo había europeos en la calle, y me extrañaban los enormes rostros en primer plano y miraba atentamente a los hombres con barba. Pero de repente desarrollé un complejo de castidad, como se diría ahora. Fue cuando apareció en escena una mujer que se desvestía en una casa de baños y que se disponía a meterse al agua en traje de baño mientras, a lo lejos, se acercaba remando un hombre con una gorra. Aquel espectáculo era demasiado para mí, pues creía que la señora se desvestiría por completo antes de entrar al agua.

      —¡Ay, no, Tut no quiere seguir mirando, Tut quiere irse a casa! —decía yo mientras le tiraba a Alima de la mano.

      Y no hubo nada que hacer, Alima tuvo que acompañarme a casa ­mientras los dueños de las plantaciones y sus esposas se desternillaban de risa.

      A mi manera, era casto en otro sentido. No quería en absoluto que alguien entrara en la habitación mientras Alima me desvestía. Más tarde, en Gedong Lami, me parecía terrible que, estando de paseo, me abordaran niñas mayores que me tomaban en brazos y me besaban. Había una en especial, una niña gorda y morena, que siempre me abrazaba armando mucho escándalo y que me resultaba especialmente antipática; Alima y yo la llamábamos nona Gembrot (señorita Hinchada). Fue ella la que me devolvió de inmediato la sensación de ser un niño cuando a mis padres no se les ocurrió nada mejor que dejarme salir a la calle con un vestido; Gembrot se acercó a mí corriendo y gritando: “¡Noni! ¡Noni!”, por lo que al llegar a casa le expliqué con amargura a mi madre que yo era un sinyo, y que por consiguiente no quería que nunca más me vistiera como una noni.

      En aquel entonces ya estaba allí mi tercera niñera: Koba Verhaar. Ella me contaba bonitas historias y me llevaba a la cochera, donde a veces permanecíamos un día entero metidos en un coche que olía a humedad, hasta que mi madre empezaba a preocuparse porque no nos veía por ningún lado. Los coches, que sólo sacaban de vez en cuando, estaban apretados unos contra otros, por lo que había que trepar a uno para llegar al siguiente. En medio de todos estaba la calesa, muy estrecha y maloliente, pero dorada y acolchada. Todo estaba recubierto por un dedo de polvo, pero yo me conocía esos coches mucho mejor que después los automóviles: había una calesa, un américaine, un landauer, un bendy y un milor.

      Mi madre me contó más tarde que Koba Verhaar nos fue arrebatada por un apuesto sacerdote que siempre venía a hablar con ella. “Ella se figuraba que tenía inclinaciones religiosas, cuando en realidad sospecho que estaba enamorada del cura”, añadía mi madre. El hombre se llamaba Van der Kuil,liv y aunque mi madre era católica, le negaba la entrada a la casa o, mejor dicho, le pedía a mi padre que le negara la entrada. Yo había sido bautizado por un sacerdote llamado Schets, cuyo nombre siempre era pronunciado con gran respeto por mi madre; sin embargo, el nombre Van der Kuil supuso para mí la primera señal de que también podían existir los sacerdotes malos. Le había dado a mi señorita una historia bíblica con estampas, que ella me leía a veces, pero cuando se fue, se llevó consigo el libro. Le pedí a mi madre que me lo comprara, lo que para ella debió de confirmar mi naturaleza religiosa. Pero todas las historias bíblicas que encontró o que me mostró más tarde, tenían otras estampas o no me satisfacían, y por ello me convencí en silencio de que la señorita Koba se había largado con las únicas historias bíblicas auténticas. Nunca tuve mucha vena religiosa: hacía mis oraciones religiosamente porque mi madre me había dicho que dios lo veía todo y se enfadaría si no rezaba. Pero mis historias preferidas en los libros eran la de David y Goliat, Jonás en el vientre de la ballena y Sansón con el león, que al final derribaba todos los pilares. La historia de Jesús me parecía bonita, pero como lo puede ser un cuento dramático. A partir del momento en que me explicaron que era el hijo de dios y casi tan poderoso como él, y que oí hablar de sus milagros, no me cupo la más mínima duda de que, de haberlo querido, habría hecho caerse muertos allí mismo a todos los romanos, y sentí instintivamente que había tenido su merecido y que, por consiguiente, aquello no era asunto de otro.

      —¿Y qué sientes ahora al leer cómo le azotaron? —me preguntó mi padre una noche, y yo no comprendí a qué se refería. (Debía de tener unos ocho o nueve años.)

      —Cuando yo tenía tu edad —prosiguió—, sentí que querría haberle ayudado, que habría querido luchar por él.

      Eso me extrañó, aunque ni siquiera me atrevía a pensar que mi padre pudiera estar equivocado. “Quizá podría haberlo salvado —debí de pensar—, pero bien mirado ¿para qué? Si aquel hombre de los milagros hubiese querido salvarse, habría bajado de la cruz por su propio pie, ¿no?” Matar a todos los romanos con una sola palabra y bajar de la cruz sano y salvo eran, para mí, cosas que pertenecían al ámbito de la taumaturgia nativa, en la que creían todos mis compañeros de juego, pero en sí no las consideraba hazañas ni admirables ni simpáticas. Cualquier saïd (árabe que desciende de Mahoma) podía, según ellos, matar a una persona normal con una simple maldición, y estos saïds no me atraían en absoluto.

      Koba Verhaar fue reemplazada por la señorita más morena de todas las que tuve, casi una negra con pelo crespo, y por la que me sentí más íntima y rápidamente atraído. Se llamaba Lotje Kroone y se ganaba a todo el mundo gracias a su gran sencillez y calidez, pero no se quedó mucho tiempo porque estaba a punto de casarse cuando vino a vivir con nosotros. Cuando se marchó sin despedirse, y yo me di cuenta de que me habían engañado, sentí por primera vez un dolor desgarrador. Mis padres me habían dicho que Lotje había salido un momento y que volvería por la noche; es la estúpida esperanza de los adultos que piensan que un niño lo habrá olvidado todo en cuestión de unas cuantas horas. No había forma de consolarme, no quería ver a Alima y me revolqué por el suelo como un niño indígena has-ta que apareció mi padre. Siempre había sentido la amenaza de aquella boda y no comprendía por qué la señorita Lotje no se quedaba conmigo después de casarse, como lo había hecho Alima. Sucedió en Sukabumi, en una casa de alquiler (la casa de Turpijn)lv que tenía papel adhesivo de colores en todas las ventanas. El resto mostraba un aspecto gris y despintado, pero gracias a aquellos colores, que yo no había visto nunca antes, me parecía preciosa. En la casa había un libro francés con reproducciones de xilografías anticua-das y oscuras que representaban viejas torturas y ejecuciones. Para consolarme, me daban el libro para que lo hojeara. En una de las estampas volvía a haber un hombre con barba, maniatado y medio en el agua, con los dientes apretados y alguno que otro instrumento de tortura en la cabeza. De inmediato reconocí en él a un setan; y luego, transportando la imagen a aquel que me hizo sufrir al apartar a la señorita Lotje de mi lado, me fui llorando hasta mi madre y le dije:

      —De acuerdo, no hace falta que la señorita vuelva, pero si ese setan viene aquí algún día, papá tiene que matarlo.

      Sólo sentí algún consuelo después de que mi madre me prometiera, en nombre de mi padre, que lo haría.

      En el papel adhesivo de la casa de Turpijn había unos animales fabulosos llamados hipogrifos; eran de color dorado sobre escudos azules. Mi padre me dijo cómo se llamaban y me explicó que aquellos animales no existían, ni siquiera en Europa. El propio papel adhesivo, que convertía los cristales corrientes en algo precioso, me quedó grabado en la memoria como algo muy especial. Más tarde, en Gedong Lami recubrimos todos los cristales con papel adhesivo y había de todo: lirios rojos y blancos, tulipanes morados y dorados —los tulipanes era más bonitos, porque estaban menos estilizados, eran los primeros tulipanes que yo veía, incluso en una representación— y una imitación de vitral, pero no hipogrifos. Escribo esto porque, en contra de toda lógica, me resulta imposible creer que aquellos hipogrifos fueran menos importantes que los acontecimientos que se producían en mi vida; los hipogrifos envolvían el dolor que me causaba la marcha de la señorita Lotje.