—Lo que no acepto —replica Viala— es que precisamente el talento castre a un hombre sin que éste se dé cuenta. Si tus libros son tan bonitos que el enemigo puede acabar admirándolos o concediéndote premios por ellos, entonces todo se acabó, habrás quedado reducido a las letras respetables, entonces sólo trabajarás para mayor honor y gloria del arte nacional. No es que la política me parezca mejor que a ti, pero hay algunas fases de la resistencia que son lo único humanamente digno, que se clasifican en el apartado “política”, por así decirlo. Nunca me he afiliado a un partido porque me repugnan los líderes, incluidos los comunistas aquí, en este país, pero para ser justos quizá tengamos que admitir que esos pobres diablos son víctimas de su destino si, al final, ni siquiera son capaces de pensar fuera de la legalidad de su organización, si se convierten en burócratas de la revolución al no poder formar parte del gobierno. Quizás hagan lo que puedan, ¡pero sólo pueden dar lo que tienen! La culpa de que se conviertan en esto, después de pasar unos años en la política, es de la situación, y ni siquiera puedes decir que habría que cambiarla, pues ellos aseguran que esperan que cambie para cambiar ellos a su vez. En realidad, todo esto me tiene sin cuidado, nunca me he hecho ilusiones acerca de los líderes. Tampoco tengo ganas de leer acerca de cuál es la dignidad, la tarea, la esencia y todo lo demás del proletariado. Cada vez que alguien me lo explica, por muy bien que lo haga, pienso que no hay nada como mi propio sentimiento de ser proletario, de haberlo sido siempre, con esa pestilencia que llevas encima desde la infancia. Los únicos proletarios que realmente me inspiran simpatía son los que pagan con una existencia miserable sin comprender nunca por qué; los que nunca harán arte y a quienes de poco sirve el arte con el que otro demuestra que los comprende y que comprende su destino. Nadie me devolverá nada de mi juventud, que también fue arruinada.
—Una enfermedad sin cura, pues si lo piensas bien —opina Héverlé—, todo se basa en un malentendido entre Viala y dios.
26 Autobiografía novelada de Stendhal. [N. de la T.]
27 Viala es, en esencia, noble. [N. de la T.]
VII. El niño Ducroo
La historia de mi infancia empieza con algunas fechas y algunos hechos exactos transmitidos por la memoria de los mayores. El primer documento es un ejemplar amarillento del periódico Bataviaasch Nieuwsblad en el que se anuncia mi nacimiento; en la portada un comentario acerca de la guerra: “El cerco que los bóers mantienen en torno a Ladysmith se estrecha cada vez más…” Nací el día de Todos los Santos de 1899, un jueves a las dos menos cuarto de la tarde. Doce años antes, el nacimiento de mi hermanastro Otto había sido un parto difícil para mi madre y, dada su edad cuando estaba embarazada de mí, debía cuidarse, por lo que el médico decidió “mantenerme pequeño”, lo cual significó que mi madre siguiera durante meses una dieta especial para frenar en la justa medida el desarrollo óseo de mi cuerpo nonato. No creo que ese método siga utilizándose hoy en día, pero por lo visto conmigo consiguió el resultado deseado. Al nacer pesaba alrededor de dos kilos y medio, y es un milagro que haya superado la estatura de mis progenitores. Sin embargo, mi nariz era tan extraordinariamente grande —quizá porque allí había más carne que huesos— que mi padre se asustó, preguntó al médico si se me iría y de quién podía haber heredado tamaña nariz. Mi nacimiento tuvo lugar en la kamar panjang (habitación larga) de Gedong Lami, en el edificio principal junto al río.
Pese a las precauciones tomadas durante el embarazo, mi madre tardó en recuperarse y estuvo mucho tiempo enferma. Más tarde creía recordar que se había mantenido con vida a base de vino tinto con hielo. El médico era, según ella, un “encanto” de hombre, y se llamaba Wittenrood, nombre que la enfermera pronunciaba siempre separando las sílabas “wit-en-rood”.28 Mi madre no tenía leche para amamantarme y yo no toleraba la de lata ni la de vaca ni la de polvo. Al cabo de dos días pensaron que me moriría. Mi padre había enviado mensajeros a recorrer sus tierras en busca de una nodriza que pudiera amamantarme, pero no se presentó ninguna, quizá por el miedo que les infundían él y su casa, o porque eso les daba una oportunidad para perjudicarle. Obligaron a dos o tres madres jóvenes a presentarse, pero estaban tan sucias y tan poco dispuestas a colaborar, que por mi bien pensaron que era preferible no presionarlas más. Por fin, cuando ya estaba lívido y muerto de hambre, y mis padres me miraban desolados, apareció una nativa llamada Niah, del pueblo Kebon Dalem —“una mujer alegre con una leche deliciosa”, según la descripción de mi madre—, que estaba amamantando a mi hermana de pecho, Chemplo. La recuerdo vagamente por haberla visto después y también por una foto: tenía un rostro bonachón, pero animal, con ojos somnolientos y una boca prominente. Más tarde también volví a ver a mi hermana de pecho —una niña de unos ocho años que se parecía a su madre como dos gotas de agua—, quien me trató con aduladora educación. Yo tenía cuatro meses cuando llegó mi fiel Alima.
A los 18 meses, mientras permanecía con mis padres en Sukabumi, estuve a punto de morir a causa de unas fiebres repentinas e intensas. Fue durante la erupción del Kelut; a lo largo de todo el día estuvo cayendo una lluvia de cenizas sobre la ciudad. Mis padres se hospedaban en casa del patih, cuya esposa era una buena amiga de mi madre. Me veían morir y creían no poder hacer nada por mí; el médico había declarado que era meningitis. Cuando pensaban que ya no había nada que hacer, mi madre y la esposa del patih me pusieron una lavativa. En pocas horas la fiebre había remitido, y cuando el médico regresó aquella noche y le sonreí amablemente, se apresuró a declarar que aquello era un milagro. Sin embargo, esto que acabo de explicar es curiosamente inexacto; tan falso como el recuerdo. Lo que me contó mi madre al respecto se fundió en mi mente con la historia de otra enfermedad que también padecí cuando estábamos en Sukabumi. Un médico con una barba rubia rematada en punta, y que se llamaba De Haan29 (ya sólo el nombre me causaba impresión), me dio a beber limonada purgante, cuyo sabor era a la vez bueno y malo, pero que escupí antes de que hubiera hecho efecto. Recuerdo que tenía un dolor de cabeza punzante, que había un continuo ir y venir de mujeres nativas y que, en este caso, mi madre no estaba nunca de acuerdo con el médico y le hacía todo tipo de reproches cada vez que venía a verme. Sin embargo, este episodio tuvo lugar cuatro años más tarde, en 1905, cuando estábamos a punto de irnos a Bahía de Arena.
Aun suponiendo que en este caso pueda decir “yo”, no puedo hacer lo mis-mo en el primer episodio, que nunca viví conscientemente. Cuando un adulto se refiere a sí mismo de niño diciendo “yo”, es como si en cierto modo adulterara la verdad y no temiera cometer otra adulteración. Esta vez, por motivos técnicos, me sentiría inclinado a hablar durante capítulos enteros —antes de cumplir los 16— del “pequeño Ducroo”. Eso resultaría inexacto para localizar los recuerdos, pero dejaría más clara la relación entre mi yo actual y el niño por largo tiempo perdido que era a la sazón. Sin embargo, la literatura infantil en primera persona, aunque tenga un tono muy puro —o al menos se lo parezca a los adultos—, siempre está plagada de equivocaciones. Por consiguiente, es preferible utilizar la forma más sencilla.
¿Cuáles fueron mis primeras impresiones o, mejor dicho, las que registré como tales posteriormente? La puerta de una habitación interior oscura que daba acceso al kamar panjang estaba abierta, al otro lado había luz, y alguien me llevaba en brazos de un lado a otro de la habitación oscura, pero pasando siempre delante de la puerta luminosa. Era la menuda y delgada Alima quien me cargaba, y en aquel entonces yo ya advertía el contraste entre el cuerpo de Alima y la corpulencia de mi madre, que quizá me había llevado poco antes en brazos. Mientras intentaba