Un corazón alegre. Julián Melgosa. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Julián Melgosa
Издательство: Bookwire
Серия: Vida Espiritual
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789877980530
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sus nietos, contar veintiún años y entonces repartir el capital entre los descendientes que vivieran en ese momento. Tales condiciones no se cumplieron hasta 2010, casi un siglo después de su muerte. Así heredaron doce descendientes directos (bisnietos, tataranietos y choznos) que, sin haber conocido a su antepasado rico, recibieron su porción correspondiente de una herencia que sobrepasaba los cien millones de dólares. Nadie conoce las razones de esta excéntrica decisión. Pero es posible que fuera el deseo de continuar controlando, después de muerto, la vida de los demás. Las herencias suelen ser complicadas y con frecuencia causan serias disputas y rencores entre los herederos.

      Pero la herencia del versículo de hoy supone mucho más que dinero o bienes materiales. Jehová nos transmite hijos en herencia. A pesar de ser el dueño de todas las cosas que hay en la tierra (Deut. 10:14), ha escogido darnos a los hijos como legado. Toda herencia, hasta la de los hijos, trae consigo problemas de administración y algunos quebraderos de cabeza, pero también proporciona satisfacciones y recompensas.

      He aquí algunas ventajas que ofrecen los hijos. Primero, los hijos añaden propósito, significado y motivación a los padres. Segundo, fortalecen la relación conyugal. Tercero, facilitan el buen humor y muchos ratos felices y memorables en familia. Cuarto, hacen que los padres reduzcan su egoísmo, se hagan más disciplinados y mejor preparados para hacer frente a las dificultades. Finalmente, las Sagradas Escrituras otorgan a los padres el enorme privilegio de enseñar los valores divinos a sus hijos “estando en tu casa y andando por el camino, al acostarte y cuando te levantes” (Deut. 6:7). De esa forma, el niño “ni aun de viejo se apartará de él [del camino]” (Prov. 22:6). ¡Qué enorme privilegio conducir a los hijos a los pies del Salvador!

      Si eres padre o madre, piensa hoy en tus hijos, no como una carga, sino como la herencia que has recibido de Dios mismo. Con esa actitud los amarás más y tu relación con ellos se enriquecerá. Si no tienes hijos, mejora tu actitud hacia los más pequeños y actúa como Jesús, quien oraba por ellos y les advertía a sus apóstoles: “Dejad a los niños venir a mí y no se lo impidáis…” (Mat. 19:14)

      Las pisadas del Maestro

      “Para esto fuisteis llamados, porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo para que sigáis sus pisadas”

      (1 Pedro 2:21).

      Joellen Johnson, madre de familia numerosa, se dio cuenta de que su hijito de tres años la seguía constantemente. Pero el niño resultaba un estorbo, pues impedía que su madre llevara el ritmo necesario para terminar las tareas domésticas. Intentó persuadirlo para que jugara a un lado. Pero cada paso que daba la madre, el niño también lo daba. Cuando su mamá le pedía que no la siguiera, él replicaba sonriendo:

      —Yo quiero estar contigo.

      Finalmente, la mamá se dio por vencida y dijo:

      —Está bien, pero dime, ¿por qué estás todo el tiempo a mis pies?

      A lo que el pequeño respondió:

      —La maestra de preescolar nos dijo que siempre siguiéramos las pisadas de Jesús y, como no veo a Jesús, te sigo a ti.

      Con lágrimas de gozo, Joellen abrazó a su hijito y se sentó a conversar un buen rato con él. Tan sencillo ejemplo resultó ser inspirador.

      El texto de hoy nos invita a seguir las pisadas de Jesús. Pero el mensaje se nos presenta en el contexto del padecimiento. Es decir, Cristo sufrió por nosotros y se nos pide que sigamos su ejemplo. El sufrimiento es parte de conocer a Jesús, pues su vida fue sufrimiento: herido, molido, castigado y afligido (Isa. 53). El sufrimiento también conduce al perfeccionamiento (1 Ped. 5:10). Y la prueba lleva a la paciencia que acaba haciéndonos cabales y cubriendo todas nuestras necesidades (Sant. 1:3, 4).

      Ser padre o madre se traduce a veces en sufrimiento. En efecto, aparte de las muchas satisfacciones que proporcionan los hijos, también son fuente de preocupación, ansiedad y dolor por cuestiones de salud, relaciones, temperamento, estudios, planes de futuro e incluso abierta rebeldía. Con frecuencia es un reto criar y educar a nuestros hijos y, para ellos, no es fácil mantener una relación óptima con sus padres.

      La solución viene necesariamente de ambas partes: “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo” (Efe. 6:1) y también “padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos…” (vers. 4). En todo caso, la tarea no es fácil y requiere mucha sabiduría. Pídele hoy a Dios ese don de la sabiduría en lo tocante a las relaciones familiares. Su promesa certera dice: “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada” (Sant. 1:5).

      Las manos de Jesús

      “En esto se le acercó un leproso y se postró ante él, diciendo: ‘Señor, si quieres, puedes limpiarme’. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero, sé limpio’. Y al instante su lepra desapareció”

      (Mateo 8:2, 3).

      Meses después del fallecimiento de mi (J) madre, en una visita a la casa de mi hermana, noté que mi sobrino adolescente me miraba las manos. Le pregunté la razón y me contestó:

      —Tus manos me recuerdan a las de la abuela.

      Nunca había pensado que mis manos guardaran parecido con las manos de mi madre. Reflexionando, entendí que sí, que el sobrino tenía razón. Su apreciación me hizo pensar en cómo las manos, casi tanto como el rostro, muestran nuestra identidad. Me hizo también recapacitar que aquellas fueron las manos que me dieron de comer, me levantaron cuando me caía en mis primeros pasos, me abrazaron, me consolaron y oraron por mí. Me pregunté si mis manos estaban dedicadas a hacer el bien y a servir a otros como lo están las manos maternas.

      Las Escrituras mencionan las manos de Jesús. El Señor extendió su mano y tocó a un leproso o a un ciego. Las puso sobre los niños, las usó para sostener a Pedro cuando se hundía en el mar de Galilea y también para lavar los pies de sus discípulos. No sabemos cuál fuera la fisonomía de aquellas manos, pero debieron ser fuertes y de piel endurecida por su trabajo de carpintero y constructor. Y al mismo tiempo, llenas de amor, de sensibilidad, de empatía y del poder sanador que por ellas pasaba hacia la completa curación de tantos dolientes desahuciados.

      Las manos también son vías de transmisión de amor, cariño y emociones hacia los seres queridos. Los padres manifiestan amor y ternura hacia sus hijos mediante el contacto físico y los niños les corresponden. Son necesarias para dar y obtener apoyo emocional. Hace unos años, cuando brotó la epidemia del virus del Ébola, las autoridades sanitarias impusieron un duro protocolo al personal sanitario en contacto con los posibles infectados. Entre las numerosas restricciones estaba la prohibición de toques de ánimo, abrazos y apretones de mano. Como resultado, muchos hablaban de la frustración y el desgarro emocional que les causaba la ausencia del contacto físico ante las muchas escenas trágicas que habían de presenciar.

      Pero Jesús jamás tuvo miedo de tocar a cualquier enfermo, incluso a los leprosos. No importa la gravedad de tu situación física, psíquica o moral, el Señor está dispuesto a poner sobre ti su mano restauradora, a consolarte y a guiarte. Permítele hoy que te alcance con sus amorosas manos.

      Reconciliados

      “Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y castigue la tierra con maldición”

      (Malaquías 4:6).

      El veterano y célebre actor norteamericano Dick Van Patten evoca una época de sus años mozos. A pesar de haber actuado y adquirido fama desde su niñez, en una ocasión se encontró sin trabajo. Casado y con tres hijos en edad escolar, se veía en la necesidad apremiante de encontrar un empleo; y a ello dedicaba todo el tiempo disponible. Al ver a su padre tanto tiempo en casa, sus hijos le rogaban: “¡Papá, vamos a jugar!" Pero Dick no tenía ningún deseo de jugar.