A manera de ejemplo, los discursos con pretensiones de objetividad científica sobre la lectura y la escritura que irrumpieron en tiempos de la reforma educativa en la Argentina, antes y después de su implementación en la provincia de Buenos Aires como pionera en el hecho de imaginar sus aplicaciones concretas (Insarraulde y Agüero, 2009), van a estar atravesados por este paradigma del Banco Mundial y sus criterios de profesionalización docente: mediciones de capacidades de los alumnos como modo de entender la enseñanza, clasificaciones de los alumnos según esos estándares, hipótesis o maduracionistas o patológicas de corte psicológico-cognitivista para explicar las causas de los malos desempeños como tesis de base.21 En el caso del área de Lengua, este ideario se consolida en homologaciones entre el conocimiento y uso por parte de los alumnos de un grupo de categorías clasificatorias de algunos modelos de las teorías comunicacionales, en cruce con modelos de la lingüística del texto, y sus tipologías textuales, en un aprovechamiento del “vuelco cognitivo de la Lingüística textual” (Ciapuscio, 2000: 34). Por ello, el nuevo mandato sobre el trabajo docente para la disciplina escolar imprime una concepción educativa pragmática sin tradición en la formación latinoamericana, ya que es expresión de la pedagogía industrial gestada en los Estados Unidos en el siglo XX y del pensamiento político neoconservador (Díaz Barriga, 1991: 53). En consecuencia, los CBC (1995) para el área de Lengua y sus fundamentaciones se justificaron en un horizonte utilitarista distinto al de la formación humanística y que se resemantizó en la idea de una formación de ciudadanos “competentes”. Es decir, que acrediten las competencias necesarias para leer y escribir textos representativos de la complejidad discursiva de la era tecnológica y mediática, mundo globalizado, etc. De este modo, se actualizan en las justificaciones del diseño del área de Lengua y de sus CBC (1995) los criterios de neutralidad técnica: “la organización misma de los CBC es una organización neutra porque trabajamos con bloques que tienen que ver con las destrezas, habilidades y competencias de base” (Melgar, 1997: 66).
En su análisis sobre los efectos de las políticas neoconservadoras en México de los años ochenta, Díaz Barriga señala que los procesos de “derechización” instalaron un nuevo deber ser para el trabajo docente, que no será menor: “la relación mecánica entre formación y empleo”. De este modo, y hasta hoy, se plantea el siguiente núcleo problemático para los estudios que pongan en relaciones más amplias el currículum, la didáctica, los programas y las reformas:
Ahora se considera que el acceso a la educación debe estar circunscrito solo para aquellos que tienen posibilidades (económicas e intelectuales) para acceder a ellas, y se juzga la eficiencia del sistema educativo a través del empleo que puede obtener el estudiante al egresar. Se considera que existe así una relación mecánica entre formación y empleo. Suponiendo que la disfuncionalidad que se expresa en el desempleo de egresados significa que las instituciones educativas no atienden a demandas que parecen claras, racionales e incuestionables por parte del empleo, esta cuestión, en el fondo, significa adoptar con toda crudeza ciertas tesis de la teoría del capital humano (Díaz Barriga, 1996: 77).
Si bien los fundamentos de la reforma argentina van a desplegar sentidos en superficie opuestos a la restricción económica que plantea Díaz Barriga con los argumentos que giraron en torno a la equidad (de hecho estas diferenciaciones están en su análisis de la Educación para todos que ya he citado); sí será sumamente sensible para los docentes encargados del área de Lengua la relación entre “posibilidades intelectuales” –ancladas en la lectura y la escritura– y egreso de los distintos niveles del sistema educativo. No solamente orientado al mundo del trabajo, sino también, y sobre todo, a los estudios superiores particularmente como responsabilidad de la educación media.22
La invención por parte de especialistas, básicamente formados en lingüística y psicología cognitiva, de un nuevo constructo lectura y escritura (correctas, adecuadas a las distintas situaciones comunicativas, consecuentes con una formación científica o ancladas en las exigencias del mundo actual) instala en los años noventa constantes intercambios acerca de las dificultades de los alumnos que no se cuestionarán porque, como dice Díaz Barriga en la cita anterior, “las demandas son claras y racionales”. En consecuencia, se entendía, y aún se entiende, que esos constructos sustentados en una racionalidad científica les eran (son) consecuentes. Además, esa racionalidad pragmatista de las orientaciones educativas de los organismos internacionales también es parte, o confluye, con los argumentos de la educación por y para las competencias que, en el caso de las urgencias instaladas respecto de la lectura y la escritura, les darán marco y aval a modos de flexibilización curricular, cuyas resoluciones en la práctica generalizan “que las competencias pueden configurarse anteponiendo al formulismo del objetivo la frase: ‘el alumno desarrollará la competencia de…’, y de la misma forma se procede a redactar objetivos genéricos y particulares”. Y que atañe a “organizarlas en función de un plan de estudios. Así se llega a hablar de las competencias del área filosófica, sociológica, psicológica, lo cual significa reducir su uso a un campo disciplinario” (Díaz Barriga, 2009: 80), cuestión que complejizará aún más la tarea docente. Pero es más, los currículos por competencias o que forman parte de sus justificaciones, como es el diseñado para la Argentina y su reforma de 1993, suponen una despolitización y deshistorización de saberes. De este modo: “‘el ciudadano’, está privado de los saberes y de los conocimientos para conocer en profundidad qué es lo que elige y qué es lo que significa elegir” (Paviglianiti, 1997: 19-20). Así, entran en diálogo análisis como el de