Así, estas convenciones, como parte del más reciente derecho cultural internacional reconocido en su cercanía programática, se desplazan hacia los derechos humanos culturales y, precisamente en la dimensión colectiva como protección de grupos y comunidades culturales, se desplazan también hacia el derecho para la protección de las minorías, algo de no poca relevancia.
En el centro de los derechos humanos culturales reconocidos y protegidos por el derecho internacional están, en primera línea, el “derecho a tomar parte en la vida cultural”, que está establecido en el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), y de manera casi idéntica tanto en el artículo 15, numeral 1, literal a), del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966)83 como en el artículo 5 de la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural (2001).84 En la observación general núm. 21 del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (2009), este derecho humano ha sido objeto, hasta ahora, de la interpretación más amplia en el ámbito internacional.85 De acuerdo con ello, el derecho a participar en la vida cultural abraza el derecho de cada uno a tomar parte, el derecho al acceso y a colaborar en la vida cultural de la comunidad, entendida esta en sentido completamente amplio.86 Los Estados que reconocen y garantizan este derecho se someten así a un amplio programa de obligaciones, ya que no se limita solo a la obligación de los Estados de respetar y atender la actividad cultural sin impedimentos de los particulares o de la comunidad; este derecho no actúa únicamente en el sentido de un derecho negativo a la libertad o de defensa que genera libertad y espacios individuales legalmente libres, a través del distanciamiento legal entre el Estado y el individuo, sino que, además, y sobre todo, obliga a los Estados a tomar medidas y precauciones para el desarrollo completo y efectivo de la amplia participación en la vida cultural.87
Otros derechos humanos que muestran una estrecha conexión con la cultura, los cuales están reconocidos en diferentes tratados internacionales y deben ser entendidos, por lo menos, como derechos humanos culturales en un sentido indirecto, son la dignidad humana, la libertad de pensamiento y de conciencia, la libertad de religión, la libertad de opinión y el derecho a la educación (Odendahl, 2005, p. 205). Todos ellos cooperan de manera diferente, aunque decisiva, en el desarrollo de una vida cultural libre en la comunidad y son, por lo tanto, de fundamental importancia para la protección de la cultura en el derecho internacional (Odendahl, 2005, p. 205).
En lo anterior es decisivo que todos estos derechos humanos culturales, a partir de su concepción y origen, se han constituido como derechos individuales de los particulares, a pesar de que muestran una dimensión colectiva en cuanto a que su percepción o ejercicio se protege también en la comunidad con otros. Puede decirse entonces que, en los derechos humanos culturales, de forma mediata, se posibilita y garantiza jurídicamente la vida cultural de una comunidad como tal, por medio de la garantía de las posiciones jurídicas subjetivas e individuales de los particulares, las cuales, por otra parte, son indisolubles de la correspondiente obligación jurídica —por lo demás coherente— y del vínculo con el Estado. Aquí se encuentran el significado decisivo y el aporte determinante de los derechos humanos a la cultura.
Algo análogo se presenta en el derecho internacional de las minorías. A este respecto, la dimensión colectiva inherente de la cultura se halla más claramente en primer plano: el derecho a cuidar la identidad cultural (artículo 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos [1966]88 y artículo 5, parágrafo 1, del Convenio-Marco del Consejo de Europa para la Protección de las Minorías Nacionales89 [febrero de 1995]) o el derecho de los pueblos o grupos indígenas a su identidad cultural, según la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas90 (2007), sirven para proteger tanto a los individuos como a los grupos étnicos o a ciertas comunidades (culturales) (Odendahl, 2005, pp. 205-206, con referencia a Pritchard, 2001, p. 242; Bidault, 2009, pp. 246 y ss., 249-250), con lo que, finalmente, también se protege la cultura en sí misma y la diversidad cultural.
Vale la pena destacar la evidencia de que los derechos humanos culturales mentados —los cuales se encuentran anclados particularmente en declaraciones universales y acuerdos que están bajo el techo de las Naciones Unidas— y las regulaciones descritas del derecho internacional cultural de las convenciones de la Unesco, luego de ser examinados con mayor exactitud, han seguido un desarrollo separado y en el resultado, todavía hoy, favorecen —a pesar de los puntos de contacto existentes y una cierta aproximación— diferentes orientaciones de protección en el derecho internacional cultural. Al mismo tiempo, no se puede negar que algunos instrumentos específicos de la Unesco y otros instrumentos para la protección internacional de los derechos humanos relacionados con la cultura se construyen unos sobre otros, que estuvieron en reciprocidad mutua y que se influenciaron entre sí. En este sentido, la convención de la Unesco del 2005, que es jurídicamente vinculante para los Estados Parte, es una sucesora inmediata de la Declaración Universal de la Unesco sobre Diversidad Cultural del 2001, que no era jurídicamente vinculante; la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas del 2007, en cuanto a su origen histórico, se concibe91 como reacción (tardía) a la Asamblea General de las Naciones Unidas a la Declaración de la Unesco sobre la Raza y los Prejuicios Raciales de 1978 (Bidault, 2009, p. 253). En conjunto, no obstante, apenas tuvo lugar un estrecho diálogo directo entre los órganos e instituciones de las Naciones Unidas y otras instituciones de derechos humanos, por un lado, y la Unesco, por otro. Mucho menos, pues, se efectuó un trabajo institucional conjunto y coordinado en el campo de la cultura.
Que también materialmente solo haya pocos puntos de coincidencia entre los derechos humanos culturales y las convenciones, más programáticas y recientes, de la Unesco sobre derecho internacional cultural, se muestra asimismo en las correspondientes disposiciones de las convenciones del 2003 y 2005 de la Unesco que expresamente aluden a los derechos humanos internacionales: en ambos acuerdos, las cláusulas tienen, al final, solo la meta de excluir, por medio de la identificación y especificación de prácticas o formas de expresión culturales —que son designadas patrimonio cultural o que disfrutan de la protección y fomento de la convención de la Unesco del 2005—, estas prácticas del campo de aplicación de otras regulaciones que en sí mismas atentan contra derechos humanos reconocidos en otros acuerdos internacionales (Kono, 2012). Se trata, pues, de una limitación objetiva —completamente legítima y, de paso, bienvenida— de los campos de aplicación de los regímenes de protección de la Unesco, en interés de la salvaguardia y ejecución de estándares universales de derechos humanos que son ampliamente válidos.
Por el contrario, otra cosa es la pregunta por la inclusión de los derechos humanos culturales que aquí se han descrito en el sistema de protección del derecho internacional cultural, el cual ha sido erigido por las convenciones de la Unesco. Por ejemplo, aun cuando el artículo 7, numeral 2, de la Convención sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales señala que los Estados Parte están obligados a esforzarse en garantizar a cada individuo acceso adecuado a su propia cultura u otras culturas, ello continúa siendo, no obstante, un deber programático de esforzarse por parte de los Estados, a pesar del efecto objetivo y jurídico obligatorio que la disposición desarrolla, por lo que a los particulares no se les reconoce ningún derecho subjetivo-individual —judicialmente exigible— de acceso a la cultura frente al Estado (Mißling y Scherer, 2012). De manera significativa, en el derecho positivo de la Unesco falta en este punto —así como desde otra perspectiva— cualquier tipo de referencia al derecho individual de participar en la vida cultural (artículo 15, numeral 1, del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales), el cual incluso envuelve un derecho fundamental individual de acceso a la cultura —en primera línea, por supuesto, dentro del marco de la infraestructura disponible—.
Por lo expuesto, desconcierta a estas alturas la constatación de que no exista, a pesar de la cercanía programática de las más recientes convenciones de la Unesco, una conexión directa con los derechos humanos culturales existentes y establecidos por el derecho internacional, pese a que tal conexión no solo es objetiva, material e institucionalmente posible, sino que incluso es lógica y, precisamente, obligatoria. Esto es mucho más valedero en tanto que la Unesco,