22 Para una discusión actual del concepto de filosofía de la educación, véase Michel Fabre, “¿Qué es la filosofía de la educación?”, en: Jean Houssaye (comp.), Educación y filosofía. Enfoques contemporáneos, Buenos Aires, Eudeba, 2003. Para una problematización reciente de la historia de la educación, véase Manuel Ferraz Lorenzo (ed.), Repensar la historia de la educación. Nuevos desafíos, nuevas propuestas, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005.
1. La paideia griega
Los antiguos tenían la convicción de que la educación y la cultura no constituyen un arte formal o una teoría abstracta distintos de la estructura histórica objetiva de la vida espiritual de una nación. Esos valores tomaban cuerpo en la literatura, que es la expresión real de toda cultura superior.
Werner Jaeger, Paideia
La sociedad griega era una sociedad de guerreros, y como tal en ella tenía vigencia el ideal del caballero: un buen orador y buen luchador, que mostrara elocuencia en la tribuna y prestara servicio al rey por medio de las armas. Marrou nos dice que a lo largo de los siglos la educación antigua conservó estos rasgos originados en el ideal caballeresco y aristocrático.1 El elemento técnico de la educación era el manejo de las armas, las artes musicales (canto, danza y lira), la oratoria y la cordura.
La educación griega mantuvo las obras de Homero como texto básico, y por tanto a él se le considera el educador de la Hélade.2 Los niños aprendían y repetían los poemas homéricos, y más tarde también los de Hesíodo y otros poetas.3 La moral homérica se basa en el heroísmo, que es la moral del guerrero. Los valores fundamentales del guerrero son la valentía y el honor: la valentía es la virtud del héroe, y el honor la finalidad más alta.
Todo valor, todo juicio, toda acción, todas las habilidades y talentos, se ejercen en función de definir el honor o de lograrlo. La vida no es un obstáculo. Los héroes homéricos amaban mucho la vida, sentían cada cosa con pasión, y no es posible imaginar entre ellos caracteres parecidos al mártir, pero incluso la vida debe entregarse por honor.4
Aquiles, Héctor, Áyax, Néstor, Diomedes y Patroclo son héroes, y todos ellos siguieron el código del honor sin asomo de duda. Héctor, por ejemplo, recibe el consejo de Polidamas de no enfrentarse con Aquiles, pues si se enfrenta perderá, pero aquel elige el combate, y por tanto la muerte inexorable. Se trata de una “heroicidad sobrehumana que subordina la vida a una más alta belleza y que, con plena conciencia, prefiere la magnífica y breve ascensión de una vida heroica a la de una vida larga y sin honor”.5 Ese mundo de guerreros y de héroes es muy competitivo, pues cada uno pretende superar al otro. El ambiente propio del héroe es el campo de batalla, y en él se configura una moral agonal; de hecho, en la moral griega persistirá este ideal del héroe trágico y del hombre magnánimo que Aristóteles recupera.
La razón de esta pervivencia de Homero en la educación es que “la ética caballeresca ocupaba aún el centro de la vida griega”.6 Las obras de Homero se estudiaban no solo como obras poéticas, sino, sobre todo, como una expresión del ideal ético. Aunque el contenido educativo haya variado a lo largo de la historia griega, “solo la ética de Homero pudo conservar, además de su valor estético imperecedero, un alcance permanente”.7 Se trata de la moral heroica del honor y el amor a la gloria: “Ser siempre el mejor y mantenerse superior a los demás”.8 O como Aquiles dice a su madre, Tetis: “en la batalla soy el mejor de los aqueos de broncíneas corazas, por más que otros sean superiores a mí en las asambleas”.9 Cuando Nietzsche alude a las tablas de valores de distintos pueblos, se refiere a los griegos en esa misma forma: “‘Siempre debes ser tú el primero, y aventajar a los otros: a nadie, excepto al amigo, debe amar tu alma celosa’, esto provocaba estremecimientos en el alma de un griego; y con ello siguió la senda de su grandeza”.10 En la Ilíada, Fénix es recordado como pedagogo de Aquiles, pues lo educa en el dominio del lenguaje (épea) y en la acción certera (érga) necesaria en la batalla:
[…] Cuando no conocías todavía la guerra implacable, ni las asambleas donde los hombres se hacen ilustres: precisamente por esto me envió, para que te enseñara de todo, a ser pronunciador de palabras y obrador de hechos.11
El héroe homérico vive en función de un ideal; la gloria es el reconocimiento del logro del valor. Este es un ideal agonístico de la vida.
Nuestros héroes aman con bravura esta vida tan breve, que su destino de combatientes torna aún más precaria; la aman con ese corazón terrenal, con ese amor tan sincero y sin reservas mentales, que a nuestros ojos sirve para definir una evidente actitud del alma pagana. Sin embargo, esta vida de aquí abajo, tan preciosa, no representaba para ellos el valor supremo. Siempre están dispuestos ¡y con qué decisión! a sacrificarla en aras de algo superior a la vida misma; y en ese sentido, la ética homérica, es una ética del honor.12
Aristóteles habla del modo de vida político y nos dice que su finalidad es el honor.
Parecen perseguir los honores para persuadirse a sí mismos de su mérito, pues buscan la estimación de los hombres sensatos y de los que los conocen, y fundada en la virtud (areté). Es evidente, por tanto, que incluso para estos hombres la virtud es superior.13
Para el hombre homérico, el honor dependía del reconocimiento que los demás (es decir, la sociedad), le hacían: la medida de su areté o excelencia era el reconocimiento que le otorgaban. El orden social en el mundo homérico dependía del honor, y, por el contrario, la negación de este era una tragedia. Pero el honor sigue un proceso ascendente: cuanto más se sube en la escala social, más altos honores han de ser reconocidos. El elogio acredita el honor; la reprobación lo deniega. Para los griegos, el honor y el afán de distinguirse constituyen la aspiración más alta, la aspiración al ideal. El honor llega hasta la entrega, e incluso a la muerte, si es necesario. “Es en sus postreras hazañas donde más sobresale el fulgor total de la muerte y que los hace dignos de compasión a ojos de los dioses”.14 Aunque mortal, el héroe perdura por la fama y el honor reconocido.
Incluso los dioses reclaman su honor y se complacen en el culto que glorifica a sus hechos y castigan celosamente toda violación del honor. Los dioses de Homero son, por decirlo así, una sociedad inmortal de nobles. Y la esencia de la piedad y el culto griegos se expresa en el hecho de honrar la divinidad.15
En efecto, la piedad no es sino el reconocimiento mediante el cual honramos a los dioses.
El honor tal como se expresa en la sociedad homérica pierde fuerza en periodos posteriores; sin embargo, Jaeger nos dice que en la virtud que Aristóteles denomina magnanimidad (megalopsychia) revive de algún modo la antigua tradición del honor: “La magnanimidad tiene por objeto las cosas grandes”.16 El magnánimo tiene grandes pretensiones, aunque es digno de ellas. La magnanimidad es la grandeza del alma. Quienes tienen dignidades públicas a lo máximo que aspiran es al honor, pues se creen dignos de él. Aristóteles afirma que el magnánimo es el mejor de todos y tiene que ser bueno. La grandeza de ánimo, la magnanimidad, debería inspirar y realzar todas las virtudes.
Otra característica de la virtud (areté) homérica es el amor propio, por el cual cada uno aspira a realizar en sí mismo la virtud más alta. Para los héroes homéricos es preferible vivir en la más alta estimación que llevar una vida indolente, pues una larga vida sin fines nobles no merece vivirse; asimismo, una acción grande es preferible a insignificantes acciones. Se aprecia aquí el amor propio llevado hasta el heroísmo. Es preciso “apropiarse de la belleza”, fórmula en la que, escribe Jaeger, se compendia el motivo más íntimo de la virtud (areté) helénica.
Es posible observar que, en estrecha relación con su sistema de valores, los griegos reflejan en sus dioses sus virtudes y también sus vicios.
A falta de toda conciencia histórica o de una religión revelada, la épica desempeñó en su lugar la función de sistema ideológico y de teogonía. Los dioses homéricos eran humanos, hombres con todas sus virtudes y todos sus vicios, pero que habían accedido a la inmortalidad. Los dioses no eran santos; hasta cierto punto eran más bien símbolos de culpabilidad contra los que se proyectaba su propia imagen. El pensamiento mítico sancionó así el ideal