Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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¡no habéis salido del cascarón! Conforme a mi norma, en cada mujer se puede encontrar, maldita sea, algo de extraordinario interés, algo que no encontrarás en ninguna otra: solo hay que saber encontrarlo, ¡ése es el truco! ¡Es un talento! Para mí, no hay mujeres feas: el mero hecho de que una mujer sea mujer ya es la mitad de todo… Pero ¡cómo vais a entenderlo vosotros! Incluso en las solteronas a veces se encuentra algo que te hace maravillarte de todos los imbéciles que las han dejado envejecer sin haberse percatado hasta entonces. Con una descalza y una fea lo primero que hay que hacer es sorprenderla, así es como hay que abordarla. ¿No lo sabías? Hay que asombrarla hasta que esté eufórica, impresionada, avergonzada de que semejante señor se haya enamorado de una criatura mugrienta como ella. Es verdaderamente magnífico que siempre haya habido y siempre vaya a haber granujas y señores en el mundo, y que siempre haya habido, por tanto, una fregona, y siempre con su señor, y ¡esto es lo único que uno necesita en la vida para ser feliz! Espera… Escucha, Alioshka, a tu difunta madre yo siempre la sorprendía, aunque el resultado era distinto. No solía acariciarla, pero de repente, cuando llegaba el momento, todo yo me desmoronaba ante ella, me arrastraba de rodillas, le besaba los pies, y cada vez, cada vez (me acuerdo aún como si fuera hoy) le causaba una risita convulsa, timbrada, no fuerte, nerviosa, especial. La única manera de reír que ella tenía. Sabía que así era como solía manifestarse su enfermedad, que al día siguiente se pondría a gritar como una histérica y que la risita de aquel momento no era ningún signo de entusiasmo, sino solo una apariencia de entusiasmo. ¡Eso es lo que significa saber encontrar en cada cosa el punto bueno! Un día, Beliavski (un hombre apuesto y adinerado que le hacía la corte y había empezado a hacerme visitas) de pronto vino y me dio un bofetón en la cara, delante de ella. Y pensé que ella, aunque era como una ovejita, me zurraría por ese bofetón, por cómo la emprendió conmigo: «Te ha pegado, te ha pegado —decía—. ¡Te ha dado un bofetón! Querías venderme a él… —decía—. ¿Cómo se ha atrevido a pegarte en mi presencia? ¡Y tú no te atrevas a acercarte a mí nunca más, nunca! ¡Ahora, corre y rétalo a duelo…!». La llevé entonces al monasterio, para calmarla, los santos padres la reprendieron. Pero lo juro ante Dios, Aliosha, ¡nunca maltraté a mi pequeña histérica! Excepto una vez, todavía era el primer año: ella rezaba mucho entonces, observaba especialmente las fiestas de la Madre de Dios, y entonces me echaba de la habitación y me mandaba al despacho. «¡Ya verás cómo te curo de este misticismo!» pensé. «Mira —le dije—, aquí tienes tu icono, aquí está, y ahora lo descuelgo. Ahora mira. ¡Tú crees que es milagroso, pero ahora le escupiré delante de ti y no me pasará nada…!» Cuando lo vio, Señor, pensé que iba a matarme; pero solo se puso de pie de un salto, juntó las manos, luego se cubrió repentinamente el rostro, comenzó a temblar y cayó al suelo… Se desplomó… ¡Aliosha, Aliosha! ¿Qué tienes, qué te pasa?

      El viejo saltó de su asiento, presa del pánico. Desde el momento en que había empezado a hablar de su madre, la expresión de Aliosha había ido mudando poco a poco. Se ruborizó, empezaron a arderle los ojos, se le estremecieron los labios… El viejo borracho siguió farfullando y no se dio cuenta de nada hasta el momento en que algo muy extraño le ocurrió a su hijo, lo mismo que acababa de contar sobre la «histérica» se repitió en él punto por punto. Aliosha saltó de repente de detrás de la mesa, exactamente igual que había hecho su madre según el relato de Fiódor Pávlovich, juntó las manos, luego se cubrió con ellas el rostro, se desmoronó en la silla mientras todo él se ponía a temblar, sacudido por un ataque histérico de lágrimas repentinas, convulsas y silenciosas. Fue el extraordinario parecido con la madre lo que impresionó sobre todo al viejo.

      –¡Iván, Iván! ¡Rápido, traedle agua! ¡Es como ella, exactamente igual que ella, su madre hizo lo mismo aquella vez! Rocíalo con agua de tu boca, así hacía yo con ella. Es por su madre, es por su madre… —le murmuraba a Iván.

      –Pero su madre, creo, también era la mía, ¿no le parece? —estalló Iván con un irrefrenable y colérico desprecio. El destello de sus ojos sobresaltó al viejo. Pero entonces sucedió algo muy extraño, aunque solo por un segundo: pareció que el viejo hubiera olvidado de verdad que la madre de Aliosha también era la madre de Iván…

      –¿Qué quieres decir con eso de tu madre? —balbuceó sin entender—. ¿De qué hablas…? ¿La madre de quién…? ¿Es que ella…? ¡Ah, diablo! ¡Claro que también es la tuya! ¡Ah, diablo! ¿Sabes, amigo? La cabeza nunca se me había ofuscado tanto. Perdona, Iván, pensaba… ¡Je, je, je!

      Se detuvo. Una larga sonrisa de borracho, casi estúpida, le deformaba el rostro. Y de pronto, en ese mismo instante, resonó en la entrada una algarabía y un estruendo tremendo, se oyeron gritos furiosos, la puerta se abrió de par en par y en la sala irrumpió Dmitri Fiódorovich. El viejo, aterrorizado, se precipitó sobre Iván.

      –¡Me matará! ¡Me matará! ¡No me dejes, no me dejes! —gritaba aferrado al faldón del abrigo de Iván Fiódorovich.

      IX. Los lujuriosos

      Justo detrás de Dmitri Fiódorovich irrumpieron también en la sala Grigori y Smerdiakov. Ya en la entrada habían forcejeado con él para no dejarlo pasar (siguiendo instrucciones dadas por el propio Fiódor Pávlovich algunos días antes). Aprovechando que Dmitri Fiódorovich, después de entrar impetuosamente en la sala, se había detenido un minuto buscando algo con la mirada, Grigori corrió al otro lado de la mesa, cerró los dos batientes de la puerta de enfrente, la que conducía a las habitaciones interiores, y se apostó delante de la puerta cerrada con los brazos cruzados sobre el pecho, dispuesto a defender la entrada, por decirlo así, hasta su última gota de sangre. Al verlo, Dmitri lanzó no ya un grito sino un aullido y se abalanzó sobre Grigori.

      –¡Así que está ahí! ¡La han escondido ahí! ¡Fuera, canalla!

      Quiso apartar a Grigori, pero éste lo empujó hacia atrás. Fuera de sí de rabia, Dmitri hizo un movimiento amplio con el brazo y lo golpeó con todas sus fuerzas. El viejo cayó de bruces contra el suelo, y Dmitri, saltando por encima de él, forzó la puerta. Smerdiakov no se había movido del otro extremo de la sala, pálido y trémulo, apretándose contra Fiódor Pávlovich.

      –Ella está aquí —gritaba Dmitri Fiódorovich—, la acabo de ver doblando la esquina, pero no he podido alcanzarla. ¿Dónde está? ¿Dónde está?

      Ese grito, el de: «¡Ella está aquí!», causó un efecto increíble en Fiódor Pávlovich. Toda su sensación de miedo se evaporó.

      –¡Detenedlo, detenedlo! —vociferó y se lanzó corriendo detrás de Dmitri Fiódorovich.

      Grigori, entretanto, se había levantado del suelo, pero todavía estaba aturdido. Iván Fiódorovich y Aliosha corrieron detrás de su padre. En la tercera habitación se oyó de pronto que algo caía al suelo y se hacía añicos: era un gran jarrón de cristal (de escaso valor) sobre un pedestal de mármol que Dmitri Fiódorovich había volcado al pasar corriendo.

      –¡Cogedlo! —se desgañitaba el viejo—. ¡Ayuda!

      Iván Fiódorovich y Aliosha alcanzaron finalmente al viejo y a la fuerza lo hicieron volver al salón.

      –¿Por qué lo persigue? ¡Si cae usted en sus manos lo matará! —gritó, enfurecido, Iván Fiódorovich a su padre.

      –Vánechka, Lióshechka, ella debe de estar aquí, Grúshenka está aquí. Él mismo ha dicho que la ha visto pasar…

      Balbuceaba. No esperaba a Grúshenka esta vez y, de pronto, la noticia de que estaba allí le hizo perder por completo la cabeza. Temblaba todo él, como si hubiese enloquecido.

      –Pero ¡si usted mismo ha visto que no ha venido! —gritaba Iván.

      –¿Quizá por esa entrada?

      –Pero si está cerrada y usted tiene la llave…

      Dmitri de pronto apareció otra vez en el salón. Por supuesto, había encontrado esa puerta cerrada, y la llave, en efecto, estaba guardada en el bolsillo de Fiódor Pávlovich. Todas las ventanas de todas las habitaciones estaban también cerradas; no había modo, por tanto, de que Grúshenka hubiese podido entrar ni tampoco salir de allí.

      –¡Cogedlo!