–¡Espera! —gritó Fiódor Pávlovich en una apoteosis de exaltación—. ¿Así que aún supones que existen dos hombres capaces de mover montañas? Iván, toma nota, escríbelo: ¡en estas palabras se manifiesta todo el hombre ruso!
–Su observación es del todo justa, éste es un rasgo de la fe popular —asintió Iván Fiódorovich con una sonrisa de aprobación.
–¡Así que estás de acuerdo! ¡Bueno, pues debe de ser así, si hasta tú estás de acuerdo! Alioshka, es verdad, ¿no? Así es la fe rusa, ¿no crees?
–No, la fe de Smerdiakov no es rusa en absoluto —dijo Aliosha con seriedad y firmeza.
–No me refiero a su fe sino a ese rasgo, a esos dos ermitaños del desierto, solo a ese detalle: ¿no es eso ruso, muy ruso?
–Sí, ese detalle es completamente ruso —sonrió Aliosha.
–Tu palabra, burra, vale una moneda de oro y te la mandaré hoy mismo, pero, aun así, en cuanto a todo lo demás, mientes, mientes y mientes; debes saber, tonto, que si aquí no creemos es únicamente por frivolidad, porque no tenemos tiempo: primero, nos abruman las ocupaciones y, segundo, Dios nos ha dado poco tiempo, solo veinticuatro horas al día, así que ni siquiera nos alcanza para dormir lo suficiente, no digo ya para arrepentirnos. ¡Mientras que tú abjuras ante tus torturadores cuando no puedes pensar en otra cosa más que en la fe y precisamente cuando hay que manifestarla! ¿No es eso un pecado, hermano?
–Serlo lo es, pero juzgue por sí mismo, Grigori Vasílievich, eso no hace sino volverlo más leve. Porque, si entonces yo hubiera creído en la verdad absoluta como es debido, habría pecado realmente al no aceptar el martirio por mi fe y al convertirme a la sucia fe de Mahoma. Pero no habría llegado al martirio en ese momento, señor, porque me habría bastado con decir en ese mismo instante a la montaña: «Muévete y aplasta a mi torturador», para que se moviera y lo aplastase como una cucaracha, y yo me habría marchado como si nada, cantando y glorificando a Dios. Pero, si justo en ese momento yo intentara todo eso y deliberadamente gritase a la montaña: «Aplasta a estos torturadores», y ésta no los aplastara, díganme, ¿cómo no habría de dudar entonces, en esa terrible hora de gran miedo mortal? De todos modos, yo ya sabría que no iba a alcanzar plenamente el reino de los cielos (pues, si la montaña no se ha movido ante mis palabras, eso es que no deben de dar mucho crédito a mi palabra allí y que no me aguarda una gran recompensa en el otro mundo). ¿Para qué, entonces, he de dejar, por encima de todo y sin provecho alguno, que me desuellen vivo? Pues, aunque me hubiesen despellejado ya la mitad de la espalda, esa montaña seguiría sin moverse ante mis palabras y mis gritos. En un momento así, no solo pueden asaltarlo a uno las dudas sino que incluso puede perder la cabeza del miedo. Por tanto, ¿de qué sería especialmente culpable si, al no ver provecho ni recompensa aquí ni allí, al menos pusiera a salvo mi piel? Y por eso, confiando mucho en la misericordia de Dios, alimento la esperanza de ser completamente perdonado, señor…
VIII. Ante una copita de coñac
La discusión terminó pero, extrañamente, Fiódor Pávlovich, que antes se había divertido tanto, acabó de pronto con el ceño fruncido. Y con el ceño fruncido se atizó otra copita de coñac, que estaba ya totalmente de más.
–¡Largo de aquí, jesuitas, fuera! —gritó a los criados—. Vete, Smerdiakov. Hoy te mandaré la moneda de oro prometida. No llores, Grigori, vete con Marfa, ella te consolará y te acostará. Esos canallas no le dejan a uno un minuto de tranquilidad después de la comida —dijo bruscamente y con despecho una vez que los criados se hubieron retirado, acatando su orden al instante—. Smerdiakov ahora siempre se planta aquí después de la comida, ¿es en ti en quien tiene tanto interés? ¿Con qué lo habrás engatusado? —añadió dirigiéndose a Iván Fiódorovich.
–Con nada en absoluto —contestó éste—. Se le ha ocurrido respetarme; es un lacayo y un patán. Por lo demás, será carne de cañón de vanguardia cuando llegue el momento.
–¿De vanguardia?
–Habrá otros y mejores, pero también de este tipo. Primero irán éstos y luego los mejores.
–Y ¿cuándo llegará el momento?
–El cohete arderá, pero quizá no hasta el final. Al pueblo, por ahora, no le gusta demasiado escuchar a estos pinches de cocina.
–Así es, hermano, una burra de Balaam como él piensa y piensa, y el diablo sabe hasta dónde pueden llevarlo sus pensamientos.
–Acumula ideas —dijo Iván con una sonrisa burlona.
–Verás, sé muy bien que a mí no me soporta, como tampoco soporta a todos los demás, a ti incluido, aunque creas que «se le ha ocurrido respetarte». Y todavía menos a Aliosha, a quien desprecia. Aunque no roba, ésa es la cuestión, ni es chismoso; calla, no airea los trapos sucios, prepara unas empanadas magníficas; por lo demás, que se vaya al diablo, a decir verdad, ¿de qué sirve hablar de él?
–De nada, desde luego.
–Y, en cuanto a lo que puede llegar a imaginar, al campesino ruso, hablando en general, hay que azotarlo. Siempre lo he afirmado. Nuestro campesino es un estafador, no hay que compadecerlo, y está muy bien que, incluso ahora, de vez en cuando se lleve una zurra. La tierra rusa es fuerte por sus abedules. Si se destruyen los bosques, será el fin para la tierra rusa. Yo estoy a favor de la gente inteligente. Nosotros, con gran inteligencia, hemos dejado de golpear a los campesinos, y ellos mismos siguen azotándose entre sí. Y hacen bien. Con la misma medida con que medís, os medirán a vosotros, ¿se dice así? En una palabra, os medirán. Y Rusia es una porquería. Amigo mío, si supieras cómo odio Rusia… Es decir, no Rusia, sino todos estos vicios… y quizá Rusia, también. Tout cela c’est de la cochonnerie.[95] ¿Sabes lo que me gusta? Me gusta el ingenio.
–Se ha bebido otra copita. Debería parar.
–Espera, me beberé una más y luego otra, entonces pararé. No, espera, me has interrumpido. Al pasar por Mókroie pregunté a un viejo, y me dijo: «Lo que más nos gusta es sentenciar a las muchachas al castigo de azotes, y dejamos a todos los mozos que den los latigazos. Y después, a la que ha recibido el castigo el mozo la toma por esposa, así que ahora, para las propias chicas, se ha convertido en una costumbre». Una especie de marqueses de Sade, ¿no? Di lo que quieras, pero es ingenioso. ¿Por qué no nos acercamos y echamos un vistazo, eh? Alioshka, ¿te has puesto rojo? No te avergüences, hijo. Es una pena que, hace un rato, cuando estaba con el padre higúmeno, no esperase a estar en la mesa para hablarles a los monjes de las chicas de Mókroie. Aliosha, no te enfades por que haya ofendido a tu higúmeno hace un rato. La rabia se apodera de mí, hermano. Porque, si hay Dios, si existe, bueno, entonces, por supuesto, soy culpable y responderé por ello, pero, si no existe en absoluto,