La Guerra Franco-Prusiana (1870-71), medio para la unidad
Será Bismarck (1862-90), el poderoso político prusiano de tanta trascendencia histórica, que no sentía simpatía alguna por el nacionalismo germánico –“¡qué me importa Alemania, sólo Prusia!”65– quien tome la decisión de emprender el camino hacia la unidad. Entiende que, para que Prusia tenga la hegemonía en la futura nación unida, ha de ponerse al frente del movimiento unitario. Desde joven, entusiasta de Spinoza (la Ética era su lectura preferida66, que más adelante conciliará con un fideísmo pietista seguramente sincero), anuncia con años de antelación que la unidad se alcanzará, pero a un enorme precio: “a hierro y sangre”67; es necesario que así sea.
Con esta convicción, “el canciller de hierro” hace emprender tres guerras seguidas, que costarán “cientos de miles” de vidas68: contra Dinamarca, para arrebatarle el territorio de Schleswig (1864); contra Austria, para eliminarla de la competencia por la dirección del mundo germánico (lo que logra con la victoria de Sadowa en 1866); y finalmente, en 1870, contra Francia. Personalmente no sentía aversión alguna hacia el pueblo francés69, pero entendía que la guerra era el medio necesario para unir a los alemanes. Había que unirlos creando un enemigo común, pues una parte muy importante de ellos, sobre todo los católicos, nada dispuestos a ser gobernados desde el luterano Berlín, preferían a Viena al frente de la unidad. La astuta provocación de Bismarck a Napoleón III hace que éste declare la guerra a Prusia y aparezca ante el pueblo alemán como el injusto agresor. La gran derrota militar de Francia en 1871 lleva a la proclamación en Versalles del Segundo Reich: de la Alemania histórica reunificada, aunque sin Austria, y recrecida con la anexión de Alsacia y parte de Lorena, de mezcla de poblaciones galas y germanas70.
Repercusiones en la Iglesia de la recién lograda unidad alemana
Ya antes del triunfo alemán de 1871, en cuanto las tropas francesas protectoras de la Roma papal han de partir para defender la propia patria, el gobierno italiano se apresta a tomar por la fuerza la urbe pontificia (septiembre de 1870) y consumar así la unidad nacional71.
Después de la victoria sobre Francia en 1871, el luteranismo de la corte de Berlín y las corrientes políticas liberales se aúnan para crearle enormes dificultades a la Iglesia católica en Alemania, pero de las que saldrá muy fortalecida. Bismarck entendía que la persistencia del catolicismo en Alemania (aprox. un 35%) había de ser un factor de división de la nación, y que el Estado debía restringirlo. Pronto decide emprender la llamada “lucha por la cultura” (la Kulturkampf).
Apoya a Bismarck en la Kulturkampf el partido de la oposición liberal-nacional. Hace aprobar en 1873 un conjunto de medidas de claro sentido antieclesiástico (“las leyes de mayo”) por las que comienza expulsando de Alemania a los jesuitas, redentoristas y paules. Contra los jesuitas habían sido presentadas al gobierno numerosas denuncias de los viejos católicos, de la liga protestante y de muchos grupos nacional-liberales72. Todos los centros de formación de sacerdotes son sometidos por ley al control del Estado, y éste se arroga el derecho de vetar cualesquiera nombramientos eclesiásticos. Los obispos prohíben enseguida al clero y seglares toda cooperación para aplicar tales normas73.
En 1875, son suprimidas todas las órdenes y congregaciones religiosas. La firme respuesta de los católicos alemanes, por una parte, y la necesidad que pronto tiene Bismarck de su apoyo político ante el fuerte avance del socialismo, le hace desistir en los años 1878-79 y llegar a un acuerdo con el papa León XIII por el que cesa la legislación anticatólica74.
Proyección internacional de la Alemania reunificada
El Imperio recién restaurado (el Segundo Reich) se configura como una monarquía federal, presidida por el emperador –el kaiser, entonces Guillermo I (1871-88)-, y en la que subsisten los 22 estados monárquicos, que conservan sus soberanos, gobiernos y cámaras legislativas, con ciertas importantes competencias, aunque no la del ejército ni asuntos exteriores.
Por su victoria sobre Francia, Alemania se convierte en la primera potencia continental con diferencia, lo que contraría a Inglaterra que tradicionalmente ha impedido que sobresalga alguna nación del continente y ha favorecido que otra la equilibre o contrapese. Bismarck (1862-90), que hasta 1871 había defendido la necesidad de las guerras, se convierte desde entonces en el gran impulsor de la paz internacional, y en el árbitro supremo en los distintos conflictos. Como nuevo Metternich convoca los Congresos de Berlín para solventar los más graves litigios de la época: el de “el polvorín balcánico” y el del gran reparto colonial de fin del XIX.
Bismarck temía ante todo a sus dos poderosos vecinos. Con Rusia trata de mantener la vieja buena relación, y a Francia intenta no provocarla para un desquite o revancha de la derrota de 1870-71. Pero el empeño conllevaba enormes dificultades. Con tal fin Bismarck (1862-90) teje distintas alianzas internacionales; en primer lugar, con Austria. Contra ella (en la guerra de 1866), y sin ella (en Versalles en 1870), se había hecho la unidad alemana. Pero ahora desea convertir a Austria en su gran aliado. El siguiente será Rusia, lo que lleva en 1882 al llamado tratado de mutua defensa de “los tres emperadores”, suscrito en gran parte ante la deriva del Occidente liberal hacia el socialismo y el anarquismo. Pero Rusia no acoge el tratado sino con grandes reservas por el apoyo que Alemania da a la expansión de Austria-Hungría hacia el Sudeste, hacia los Balcanes y las tierras del Danubio, donde minorías nacionalistas contactan con San Petersburgo para que les proteja y promueva el eslavismo.
Bismarck, siempre muy pragmático, toma numerosas precauciones para que la hegemonía alemana no soliviante a las grandes potencias. Por ello, no quiere entrar en el reparto colonial, o al menos de manera significada, para evitar fricciones con Inglaterra y Francia, ni que en ésta persista un espíritu de revancha por su reciente derrota.
Pese a la difícil relación de Alemania con Rusia, Bismarck logra de una u otra manera no llegar a la ruptura. Pero al acceder en 1888 al trono Guillermo II, éste y sus consejeros dejan de tener la preocupación por la tradicional buena relación con Rusia. Bismarck, en total desacuerdo, dimite en 1890. Con la perspectiva que dan los hechos posteriores (la alineación en 1914 de Rusia en la guerra mundial junto a Francia e Inglaterra) se percibe la trascendencia de la soledad política internacional en que así había quedado Rusia. Ante ello, la gran potencia autocrática rusa, llega en 1893 a la decisiva alianza –entonces asombrosa– con la Francia republicana y revolucionaria, propiciada por otra parte por las grandes inversiones de capital francés para el ingente desarrollo industrial del país que entonces promovían los grupos reformistas de la monarquía zarista.
Otra alianza asombrosa de la época fue la de Italia en 1882 con su secular enemiga Austria. Fue provocada por la entrada en Túnez de tropas francesas para ampliar la expansión colonial gala por el norte de África. En Túnez trabajaban entonces unos 50.000 italianos, y el gobierno de Roma tenía previsto tomarlo como colonia propia. El decidido y abierto apoyo de los gobiernos austriaco y alemán al proyecto italiano condujo a aquel tratado secreto de mutua ayuda en caso de agresión por Francia, que fue renovado sucesivamente casi hasta la misma Primera Guerra Mundial. Pero al estallar ésta, Italia opta por la neutralidad, y en mayo de 1915, por el tratado de Londres, entra en la guerra junto a la Entente, muy presionado el gobierno de Roma por los grupos nacionalistas (muy significado el de Mussolini) que reclaman de Austria la entrega a Italia del Tirol y de parte de Dalmacia (las tierras irredentas).
El nuevo kaiser, Guillermo II (1888-1918), que no comparte las prudencias de Bismarck, proyecta, acorde con una amplia nueva generación pangermanista, hacer de su país el eje del mundo. Apoyado en su potencia económica y militar, provoca sin mayor necesidad una serie de conflictos internacionales, casi sólo acompañada por Austria (y pronto por Turquía y Bulgaria). A estos riesgos externos para la continuidad del II Reich se suma