Pugna con Francia en el XVIII y hasta la caída de Napoleón en 1815
Durante el XVIII, la fuerte unidad ideológica –la del común pensamiento ilustrado– que impera en las cancillerías y cuadros de gobierno de las naciones europeas no es óbice para que se sucedan las guerras entre ellas. Cada una tiene su propia razón de Estado, y la defenderá con las armas en no pocas ocasiones. Desaparecida la unidad de la Cristiandad medieval –pérdida oficialmente confirmada por la diplomacia internacional en los tratados de Westfalia (1648), y no por los papas– prevalecen los secularizados intereses de cada Estado. Se forman así a lo largo del XVIII diversas coaliciones armadas según los intereses y circunstancias de cada Estado, aunque nunca militando en un mismo bando Francia e Inglaterra, contrarias por su litigio por la hegemonía mundial; ni Prusia y Austria, por su común aspiración al futuro liderazgo del mundo germánico unido33.
La política gala, pese a la derrota en la Guerra de Sucesión española, se resiste a ceder la primacía al vencedor británico, y de nuevo vuelve a perder en luchas extendidas ya a tres continentes; sobre todo, en la Guerra de Siete Años (1756-63) por la que el Canadá y la India pasan de Francia a Inglaterra34; y finalmente, en el fracasado empeño de Napoleón Bonaparte (1799-1815) por hacerse el árbitro del globo35.
La creación del Imperio Británico
Durante el siglo XIX, entre el Congreso de Viena (1815) y el Congreso de Berlín (1878), Europa, y sobre todo Francia e Inglaterra, se hacen presentes como nunca en el orbe entero. A las exploraciones de los lugares más recónditos e inhóspitos por misioneros, sabios geógrafos y arriesgados aventureros, les suceden pronto distintas emigraciones, tanto de colonos en busca de trabajo como de comerciantes que aportan técnica y capitales, apoyados por sus respectivos gobiernos con toda suerte de recursos, incluidos los de las armas.
A un tiempo se conjugan objetivos económicos y políticos; algunos, del todo amorales (como el entonces recrecido tráfico de esclavos). No obstante, pese a las graves lacras de aquellas colonizaciones, las naciones de vieja raíz cristiana del Occidente europeo realizan entonces por el orbe entero, sobre todo a partir de los años 1870, una extraordinaria obra evangelizadora36 y civilizadora37. Aunque, pese a la heroica labor de los misioneros, la llegada entonces a África y a Asia de las naciones de Occidente ya no es en un contexto de vigor de fe como el aportado en el siglo del XVI por España y Portugal que llevó a la pronta y plena asimilación de los pueblos de Iberoamérica y de Filipinas (salvo en parte de Mindanao, adonde había llegado antes el Islam).
Por su potencial económico y político, la nación inglesa obtiene los mayores réditos. Sus dominios crecen sin cesar en África y Asia bajo la dirección de los grandes magnates que habían hecho la revolución de 1688, que tienen su poderoso asiento en el Parlamento, y por jefe político más relevante a Palmerston (1851-65), hasta que le suceda una nueva generación de gobernantes menos favorables al “espléndido aislamiento” de Gran Bretaña y más comprometidos en los asuntos políticos europeos. Su máximo representante será Benjamín Disraeli (1866-80), jefe tory, hebreo, de extraordinario talento y simpatía, impulsor como ninguno del gran Imperio Británico presidido por la reina Victoria Battenberg (1837-1901).
Las comunicaciones con los grandes dominios británicos del Canadá y la India se fueron asegurando con un conjunto de bases navales esparcidas por todos los mares (Gibraltar, El Cabo, Santa Elena, las islas Mauricio, Adén, Singapur, Las Malvinas, Ceilán...). La apertura del Canal de Suez en 1869 potenció sobremanera las comunicaciones con la India, el Este de Asia y la lejana Oceanía. Tras la derrota de Francia frente a Prusia en 1871, Inglaterra queda como indiscutible primera potencia del orbe hasta ser desplazada por los Estados Unidos al término de la Primera Guerra Mundial (1914-19)38.
El imperio británico al comienzo del siglo XX
Impacto de la expansión colonial de Inglaterra en la vida de la Iglesia
En cuanto Inglaterra y Holanda comienzan a expandirse por los mares desde la primera mitad del XVII, numerosas antiguas misiones católicas en África y Asia, sobre todo portuguesas, van desapareciendo. La hostilidad contra los católicos en Inglaterra y sus dominios se mantendrá casi inalterada hasta muy avanzado el XVIII en que ya el número de éstos en la isla ha descendido en gran manera39.
Pero a partir de la mitad del XIX, con el gran resurgir de las misiones en África, Asia y Oceanía, ante la magnitud desbordante de la labor que han de realizar los misioneros, su indiscutible obra civilizadora y el prestigio que dan a Europa de la que provienen, sucede que incluso las naciones protestantes (que envían también sus pastores misioneros, en particular Inglaterra a su Imperio) rara vez ponen entonces trabas a las evangelizaciones católicas; y tampoco las puso la misma III República francesa, salvo entre musulmanes, pese a su duro laicismo en la metrópoli a partir de 187940.
Comportamiento de Inglaterra con la católica Irlanda
La población de Irlanda, duramente probada por la política anticatólica de los gobiernos ingleses, permanecerá en su inmensa mayoría fiel a la Iglesia católica. En 1649, por alzarse los irlandeses en favor de Carlos I Estuardo (del que, aunque anglicano, esperaban que hiciese cesar las persecuciones contra los católicos), emprende Cromwell (1649-58) una tremenda campaña de sanguinarios actos de terror. La isla quedará medio despoblada, el culto católico prohibido y expropiadas las tierras (“plantaciones”) de los sublevados para afincar en ellas a los soldados veteranos de Cromwell, sobre todo en el norte (el Ulster). Tales sucesos –comenta Vicens Vives– rompieron la unidad espiritual y racial de Irlanda, y explican muchos hechos de la historia posterior de Inglaterra e Irlanda41.
Pese a todas las persecuciones y medidas legales anticatólicas, los irlandeses logran mantener su jerarquía episcopal. En 1800, para que se integren al Reino Unido se les concede cierta tolerancia religiosa. Tras la caída de Napoleón (1815) surge un gran líder: Daniel O´Connell (1786-1847), que mueve y entusiasma al católico pueblo irlandés en pro de las libertades religiosas y políticas tan coartadas, y sin recurrir a la violencia. El gobierno tory de Londres se resiste a ceder, pero ante el riesgo de guerra civil da finalmente el bill test de 1829 que reconoce la igualdad del ciudadano católico ante la ley. Esto benefició no sólo a los católicos de Irlanda; también, a los de Inglaterra, Escocia, el Canadá y las demás colonias británicas42.
Por otra parte, la tremenda hambre y mortandad de 1845-47 en Irlanda lleva a casi la mitad de su población a emigrar a los Estados Unidos o a Inglaterra. Muchos se afincan en Inglaterra para trabajar en los puertos, minas y tendidos de ferrocarriles, lo que decide en 1850 a la Santa Sede a restablecer en Inglaterra la jerarquía católica, con Wisseman como arzobispo de Westminster y doce obispos sufragáneos43.
En adelante, siguió creciendo el número de católicos de origen irlandés o descendientes, sobre todo en las grandes ciudades industriales inglesas. Aunque pobres, logran con grandes esfuerzos construir sus iglesias, escuelas y hospitales. Poco integrados con la gran sociedad, que les mira con temor y un tanto por encima, van consiguiendo que crezca el número de sacerdotes y religiosos que les atienden, e incluso llegan a enviar misioneros al extranjero –los de Mill Hill– . También la piedad cálida y popular prende entre ellos; en los años 90 se extiende en gran manera la devoción al Corazón de Jesús. Su gran apóstol fue entonces el padre Faber (1814-63), convertido del anglicanismo a ejemplo de John Henry Newman (1801-90), gran teólogo y futuro cardenal, beatificado en el 2010 por el papa Benedicto XVI en la misma Inglaterra44.
Por la evolución de los dirigentes irlandeses (en realidad hacia el liberalismo, común generador de nacionalismos entre católicos por vía romántica, no jacobina45), las relaciones de León XIII con los gobernantes de Inglaterra fueron complejas. Desde Roma se defendían los derechos religiosos