Los Elementales. Michael McDowell. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Michael McDowell
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789509749450
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te hayas ocupado de todo, ¿estás seguro de que conviene irse de vacaciones en este momento? Dios es testigo de que no hay absolutamente nada que hacer en Beldame… ¿Qué otra cosa podrías hacer allí, salvo pasar el día entero sentado pensando en Marian? ¿No sería mejor que te quedaras aquí e hicieras un poco cada día y te habituaras a ver vacía la Casa Grande? ¿Que te acostumbraras a ver que Marian ya no está?

      —Es probable —admitió Dauphin—. Pero, Luker, déjame decirte algo: padecí esta situación durante dos años seguidos y mamá no era precisamente la persona más fácil del mundo para convivir, incluso cuando estaba sana. Fue terrible… De sus tres hijos, al que más amaba era a Darnley; pero un día Darnley salió a navegar y jamás volvió. Mamá siempre buscaba la vela de Darnley en el horizonte cuando estaba cerca del agua. No creo que haya superado jamás la sensación de que algún día aparecería en la playa de Beldame y diría: “Hola a todos, ¿ya está listo el almuerzo?”. Y después de Darnley, a la que más amaba era a Mary-Scot. Pero Mary-Scot se fue al convento… Tuvieron una pelea enorme por eso, como recordarás. Y entonces solo quedé yo, pero mamá nunca me quiso como quería a Darnley y a Mary-Scot. No me quejo, por supuesto. Mamá era incapaz de mentir amor. Pero siempre lamenté que no fueran sus otros hijos quienes se ocuparan de ella. Ocuparse de mamá no fue fácil, pero hice todo lo que pude. Creo que me sentiría mucho mejor si hubiera fallecido en la Casa Grande y no en Beldame. La gente dice que no tendría que haberle permitido ir, ¡pero me gustaría verlos impedir que mamá hiciera algo que se le había metido en la cabeza! Odessa dice que no hubiéramos podido hacer nada: ¡que a mamá le había llegado la hora y que se cayó de la mecedora en la galería y eso fue todo! Luker, necesito escapar, y me alegra que vayamos todos juntos a Beldame. No quería ir solo con Leigh… Sabía que la volvería loca si estábamos los dos solos y por eso le pedí a Big Barbara que nos acompañara, pero en realidad pensé que no podría por la campaña de Lawton…

      —Espera —dijo Luker—, quiero preguntarte algo…

      —¿Qué?

      —¿Le diste dinero a Lawton para esa campaña?

      —Un poco —dijo Dauphin.

      —¿Qué es un poco? ¿Más de diez mil?

      —Sí.

      —¿Más de cincuenta mil?

      —No.

      —Sigues siendo un tonto, Dauphin —dijo Luker.

      —No sé por qué dices eso —dijo Dauphin, pero no a la defensiva—. Lawton es candidato al Congreso y ese dinero le viene bien. Y no estoy despilfarrando. Hasta el momento Lawton jamás perdió una campaña. Fue electo concejal por la ciudad la primera vez que se presentó, y después representante por el estado la primera vez que se candidateó, y después senador por el estado… No veo ningún motivo para pensar que no llegará a Washington el año próximo. Leigh no me pidió que le diera dinero, Big Barbara tampoco. Ni siquiera Lawton mencionó el tema. Fue idea mía y no pienso sentirme mal por habérselo dado, digas lo que digas.

      —Bueno, al menos espero que las deducciones impositivas sean importantes.

      Dauphin se revolvió en la silla.

      —En parte sí… la parte afectada por las leyes de campaña. Pero hay que andar con cuidado.

      —¿Quieres decir que le estás dando más de lo que marca la ley?

      Dauphin asintió.

      —Es complicado. En realidad, es Leigh la que le da el dinero. Yo se lo doy a ella, y ella se lo da a Big Barbara, y Big Barbara lo deposita en una cuenta conjunta y Lawton lo extrae. Son muy estrictos con los fondos de campaña. El hecho es que no puedo deducir impuestos, salvo de unos pocos miles. Pero —sonrió— me alegra hacerlo. Me gustaría ver a mi suegro en el Congreso. ¿No te daría orgullo decirles a tus amigos que tu padre ocupa una banca en la Casa de Representantes?

      —La carrera de Lawton nunca fue motivo de orgullo para mí —dijo Luker secamente—. Ojalá hubiera nacido con tanto dinero como tú. Te aseguro que no abastecería los fondos de campaña de Lawton McCray. —Alzó en brazos a India y la llevó al más cercano de los dos dormitorios contiguos. Cuando volvió, encontró a Dauphin tapando la jaula de Nails—. ¿No quieres irte a acostar todavía? —preguntó Luker.

      —Debería —dijo Dauphin—. Fue un día largo, un mal día. Mañana también será largo y tendría que irme a acostar… pero no quiero. Quédate un rato levantado y conversemos, si quieres. Te vemos muy poco por aquí, Luker.

      —¿Por qué no vienen a verme a Nueva York con Leigh? Pueden quedarse en casa… o alojarse en un hotel. Así Leigh aprenderá lo que es comprar en una tienda de verdad y no por catálogo.

      —Apuesto que le gustaría —dijo Dauphin sin demasiado entusiasmo—. Yo habría ido a verte, pero mamá…

      Luker asintió.

      —Mamá no estaba nada bien —Dauphin tuvo que juntar coraje para terminar la frase—. No era fácil irse. Le dije a Leigh que fuera a visitarte, pero prefirió quedarse conmigo. No tenía ninguna obligación de hacerlo, pero me alegró que lo hiciera. Fue una gran ayuda, aunque siempre fingía que estaba allí por casualidad y que mamá no le agradaba ni un poquito…

      Luker alentó a Dauphin para que siguiera hablando: de Marian Savage, de su enfermedad, de su muerte. El doliente hijo detalló los pormenores del deterioro físico de su madre, pero no dijo nada sobre sus propios sentimientos. Luker sospechaba que Dauphin, humilde como era, pensaba que no tenían la menor importancia frente al tremendo y agobiante hecho de la muerte de Marian. Pero el genuino amor que sentía por su madre resentida y de corazón duro se traslucía, como la estela de un susurro, al final de cada frase que pronunciaba.

      Por la noche, la casa cobraba vida propia. Los pasillos crujían como atravesados por pasos errantes, las ventanas se sacudían en sus marcos, la porcelana repicaba en las alacenas, los cuadros se torcían en las paredes. Al compás de las copas de oporto, Dauphin hablaba y Luker escuchaba. Luker sabía que Dauphin no tenía amigos varones, sino socios comerciales, y que quienes buscaban su amistad estaban detrás de su dinero o los beneficios de su posición. A Luker le simpatizaba Dauphin y sabía que lo ayudaría si se quedaba callado y lo dejaba hablar. El pobre Dauphin no tenía con quien desahogarse. Porque, si bien amaba a Leigh y a Big Barbara y confiaba en ellas, su natural timidez quedaba fatalmente avasallada por la aplastante volubilidad de las dos mujeres.

      A las dos y media de la madrugada, Dauphin ya había desagotado su carga de sufrimiento después de aquel día terrible… Pero Luker estaba seguro de que la renovaría al día siguiente y durante muchos días después. Luker había llevado la conversación a temas menos perturbadores: los progresos de la campaña electoral de Lawton McCray, la probable invasión de tábanos en Beldame y el reciente trabajo fotográfico de Luker en Costa Rica. Pronto sugeriría que fueran a acostarse: ya estaba acurrucado en una esquina del sofá, jugando estúpidamente con su vaso vacío y pegajoso.

      —¿Más? —dijo Dauphin, levantándose con el vaso extendido.

      —Llévatelo —dijo Luker. Dauphin llevó los dos vasos a la cocina oscura y Luker cerró los ojos para esperar el regreso de su cuñado… Esperaba que Dauphin se diera cuenta de que ya era hora de irse a dormir.

      —¿Qué es esto? —dijo Dauphin con un tono de voz que hizo que Luker abriera los ojos de golpe. Parado junto a la mesa, Dauphin alzó la pila de papeles cuadriculados de India hacia la luz de la lámpara.

      —Son los dibujos que India hizo esta tarde, antes de que volvieras de Pensacola. Fue raro, ella...

      —¿Por qué dibujó esto? —dijo Dauphin, con evidente, aunque inexplicable, pesar.

      —No lo sé —dijo Luker, perplejo—. Lo dibujó mientras…

      —¿Mientras qué?

      —Mientras Leigh nos contaba una historia.

      —¿Qué historia?