Los Elementales. Michael McDowell. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Michael McDowell
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789509749450
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de la estación, en un anexo, había un pequeño garaje. Luker bajó del Fairlane y abrió la puerta, que no tenía llave ni candado. Adentro había un jeep y un International Scout, los dos con patentes de Alabama. Luker tomó una llave que colgaba de un gancho, subió al Scout y lo sacó del garaje marcha atrás.

      —Quiero que ayudes a pasar todas las cosas de un vehículo a otro, India —dijo Luker.

      De mala gana y de mal humor, India bajó del auto con aire acondicionado. Pocos minutos después, todas las valijas y las cajas de comida que estaban en el baúl del Fairlane formaban varias pilas en el asiento trasero del Scout. El Fairlane quedó en el garaje y la puerta volvió a cerrarse.

      —Bueno —dijo India cuando Luker y Odessa subieron a la parte delantera del Scout—. ¿Dónde se supone que voy a sentarme?

      —La decisión está en tus manos —dijo Luker—. Puedes viajar parada en el estribo o sentada en la falda de Odessa. O… puedes subirte al capot.

      —¡Qué!

      —Pero si subes al capot tendrás que agarrarte fuerte.

      —¡Podría caerme! —chilló India.

      —En ese caso, pararíamos a buscarte —se rio Luker.

      —Maldito seas, Luker, prefiero caminar, prefiero…

      —¡Niña! —gritó Odessa—. ¿Qué palabras son esas?

      —Es demasiado lejos para caminar —rio Luker—. Vamos, aquí tienes una toalla. Ponla sobre el capot y siéntate encima. Iremos despacio y si por esas cosas llegas a resbalarte, ten cuidado de no caer bajo las ruedas traseras. ¡Me encantaba viajar en el capot! ¡Con Leigh siempre peleábamos por ver quién de los dos viajaría en el capot!

      India tenía miedo de arañarse los pies si viajaba en el estribo, y sentarse en la falda de Odessa era impensable de tan indigno. Como Luker se negó a dejarla allí y volver a buscarla luego, subió furiosa de un salto al capot del Scout. Cuando terminó de acomodarse sobre la toalla que le había dado Odessa, Luker salió de la estación de servicio rumbo a la playa del golfo.

      La sensación de viajar en el capot del Scout no era tan desagradable después de todo, a pesar de la arena blanca que traía el viento y se le metía bajo la ropa y anidaba bajo sus párpados. El resplandor la obligaba a entrecerrar los ojos, incluso con las gafas oscuras. Luker conducía a poca velocidad a lo largo de la línea de la costa. La marea estaba alta, y anchos arcos de agua espumosa lamían las ruedas del Scout de vez en cuando. Gaviotas y albatros y otras cuatro clases de aves que India no pudo identificar volaban al verlos acercarse. Los cangrejos huían despavoridos, y cuando espió sobre el guardabarros vio un millar de agujeros pequeños en la arena húmeda, donde respiraban las pequeñas criaturas acorazadas. Los peces saltaban sobre las olas y Luker, cuya voz era inaudible por el ruido del mar, señalaba algo a los lejos: más allá de una línea color verde claro que debía ser un banco de arena, retozaba una manada de delfines. Comparada con esto, la costa de Fire Island era la muerte.

      Avanzaron unos seis kilómetros hacia el oeste. Después de Gasque ya no vieron más casas. De vez en cuando avistaban el trazado de la Dixie Graves, pero sin autos. India se dio vuelta y gritó a través del parabrisas:

      —¿Estamos muy lejos?

      Ni Luker ni Odessa le respondieron. Rozó con la mano el capot del Scout y la retiró enseguida, chamuscada.

      Luker hizo un giro demasiado pronunciado e India tuvo que sostenerse para no caer. Una ola más grande que todas las otras rompió contra el guardabarros delantero, bañando el capot y también a India

      —¿Te sientes mejor? —gritó Luker, y soltó una carcajada al verla tan contrariada.

      Con el interior de la manga, que era la única parte de su ropa que no estaba empapada, India se secó la cara haciendo pucheros. No volvería a darse vuelta. Pocos minutos después, el sol ya la había secado. El sonido de las olas, el delicado balanceo del Scout, el rugido del motor bajo el capot y sobre todo el calor que inflamaba toda la creación en ese lugar solitario la hipnotizaron hasta hacerle olvidar su enojo. Luker tocó la bocina e India se dio vuelta de un salto.

      Luker señaló hacia adelante y formó con los labios la palabra “Beldame”. India se recostó contra el parabrisas, sin importarle bloquear la visión, y miró al frente. Cruzaron una pequeña depresión pantanosa de arena húmeda y barro sembrada de conchillas, que parecía el cauce seco de un río, y continuaron por una larga franja de tierra de no más de cuarenta y cinco metros de ancho. Sobre el lado izquierdo estaba el golfo, lleno de gaviotas y peces voladores y delfines que retozaban a lo lejos; a la derecha, una angosta laguna de agua verde inmóvil y más allá la península atravesada por la Dixie Graves. Por esa franja estrecha viajaron varios kilómetros, y la pequeña laguna sobre la derecha se volvió más ancha y aparentemente más profunda. Y entonces, ante sus ojos, India vio un grupo de casas; pero no como las que habían construido en Gulf Shores y en Gasque: esas cajas de zapatos pequeñas con tejados, hechas de bloques de concreto, con postigos oxidados y techos resecos. Estas eran casas antiguas, grandes y excéntricas, como las que se veían en los libros sobre arquitectura norteamericana outré en las mesas ratonas de las casas elegantes.

      Eran tres; tres casas solitarias que se erguían al final de la franja de tierra. Estructuras victorianas grandes y altas, que el tiempo había teñido de un gris uniforme. Mansiones verticales y angulosas, con numerosos e inesperados detalles de ornamentación en madera. A medida que se acercaban, India vio que las tres casas eran idénticas, con idénticas ventanas distribuidas de manera idéntica en sus fachadas y balcones idénticos con cúpulas que abarcaban los tres idénticos lados. Cada casa miraba en una dirección diferente. La de la izquierda miraba al golfo; la de la derecha, a la laguna y a la península de tierra que emergía sinuosa desde Gulf Shores. La tercera casa, la del medio, miraba hacia el final de la franja de tierra, pero el ala oeste evidentemente estaba bloqueada por las altas dunas que se habían formado.

      Las casas estaban dispuestas en ángulos rectos y sus fondos daban a un jardín con senderos tapizados de conchillas y arbustos bajos. Excepto por esta vegetación, todo era arena blanca, y las casas se erguían impasibles sobre la superficie ondulada de la playa siempre cambiante.

      India estaba fascinada. ¿Qué importaba la electricidad intermitente, qué importaba lavarse el pelo con agua fría, si Beldame era esas tres casas espléndidas?

      Luker estacionó el Scout junto al seto que compartían las tres casas. India bajó de un salto del capot.

      —¿Cuál es la nuestra? —preguntó. Su padre soltó una carcajada al ver que no podía disimular su entusiasmo.

      Señaló la casa que miraba al golfo.

      —Esa —dijo. Después señaló la casa que estaba enfrente, sobre la pequeña laguna—: Esa es de Leigh y Dauphin. La laguna se llama laguna de St. Elmo. Cuando sube la marea, las aguas del golfo entran en St. Elmo y quedamos totalmente aislados. Con la marea alta, Beldame es una isla.

      India señaló la tercera casa.

      —¿Y esa de quién es?

      —De nadie —respondió Odessa, sacando una caja de comida del Scout.

      —¿Cómo de nadie? —preguntó India—. Es una casa maravillosa… ¡las tres son maravillosas! ¿Por qué no vive nadie allí?

      —No se puede —dijo Luker con una sonrisa.

      —¿Por qué no?

      —Da la vuelta hasta el frente y compruébalo con tus propios ojos —dijo, sacando la primera valija del Scout—. Ve a echar un vistazo y luego vuelve y ayúdanos a desempacar.

      India recorrió con paso veloz el terreno compartido, lo que Luker llamaba el jardín, y vio hasta qué punto las dunas habían avanzado sobre la tercera casa. Algo la hizo dudar de subir la escalinata que llevaba a la galería, y se escabulló por el costado. Se detuvo en seco.

      La duna de arena blanca —de una blancura