Los Elementales. Michael McDowell. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Michael McDowell
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789509749450
Скачать книгу
lateral. Dauphin y Mary-Scot corrieron juntos hacia la entrada de la iglesia y abrieron las enormes puertas de madera para dar paso a los portadores del féretro. Los seis avanzaron presurosos por la nave central, cargaron el ataúd sobre sus hombros y, al son de un postludio atronador, lo sacaron a la feroz luz del sol y el calor aplastante de esa tarde de mayo.

      La casa donde vivían Dauphin y Leigh Savage había sido construida en 1906. Era un lugar amplio y confortable de habitaciones generosas donde imperaban los arabescos y otros detalles cuidados y agradables en los hogares a leña, las molduras, los marcos y los cristales. Desde las ventanas del primer piso se veía la parte de atrás de la gran mansión Savage sobre Government Boulevard. La casa de Dauphin era la segunda residencia de los Savage, reservada para los hijos menores y sus esposas. Los patriarcas, los hijos mayores y las viudas residían en la Casa Grande, como la llamaban. Marian Savage había expresado su deseo de que los recién casados Dauphin y Leigh vivieran con ella en la Casa Grande mientras no tuvieran hijos —los bebés y los niños no le despertaban el menor interés—, pero Leigh había rechazado amablemente la invitación. La nuera de Marian Savage dijo que prefería instalarse en un espacio propio lo antes posible y comentó que los acondicionadores de aire de la Casa Chica eran mucho más potentes.

      Y a pesar del calor de ese jueves por la tarde, cuando la temperatura en el cementerio superaba los treinta y ocho grados, el porche vidriado de la casa de Dauphin y Leigh resultaba casi incómodo de tan fresco. Los dos robles magníficos que separaban el jardín trasero de la Casa Chica del vasto terreno de la mansión filtraban el sol implacable que, en ese mismo instante, azotaba el frente de la casa. Big Barbara se había quitado los zapatos y las medias en ese porche inmenso, lleno de muebles de grueso tapizado cubierto con complejos estampados florales. Sentía las baldosas frías bajo los pies y tenía mucho hielo en su escocés.

      Luker, Big Barbara e India eran los únicos que estaban en la casa en ese momento. En deferencia a la difunta, les habían dado asueto a las dos mucamas de Leigh. Sentada en la punta de un mullido sofá, Big Barbara hojeaba un catálogo de las tiendas Hammacher-Schlemmer y marcaba algunas páginas para que Leigh las estudiara luego con atención. Luker, que también se había sacado los zapatos, yacía estirado en el sofá cuan largo era, con los pies apoyados sobre la falda de su madre. Y sentada frente a una larga mesa de caballete que estaba detrás del sofá, India dibujaba sobre papel cuadriculado los diseños que había memorizado en la iglesia.

      —La casa parece vacía —observó Luker.

      —Porque no hay nadie —dijo su madre—. Las casas siempre parecen vacías después de un funeral.

      —¿Dónde está Dauphin?

      —Dauphin fue a llevar a Mary-Scot de regreso a Pensacola. Esperemos que esté de vuelta para la hora de la comida. Leigh y Odessa están en la iglesia, ocupándose de lo que falta. Escucha, Luker…

      —¿Qué?

      —¡Espero que a ninguno de ustedes se le ocurra morirse antes que yo, porque ni siquiera puedo empezar a contarte los problemas que acarrea organizar un funeral!

      Luker no respondió.

      —¿Big Barbara? —dijo India cuando su abuela terminó de masticar el último cubito de hielo que tenía en la boca.

      —¿Qué pasa, querida?

      —¿Aquí siempre hacen eso en los funerales?

      —¿Qué hacen? —preguntó Big Barbara incómoda, sin darse vuelta para mirarla.

      —Clavarles cuchillos a los muertos.

      —Esperaba que no estuvieras mirando en ese momento —dijo Big Barbara—. Pero te aseguro, querida, que no es algo que ocurra todos los días. De hecho, nunca he visto hacerlo antes. Y lamento muchísimo que hayas tenido que verlo, no imaginas cuánto.

      —A mí no me molestó. —India se encogió de hombros—. Estaba muerta, ¿no?

      —Sí —dijo Big Barbara. Miró a su hijo, como si esperara que interrumpiera aquel lamentable diálogo. Pero Luker tenía los ojos cerrados. Big Barbara se dio cuenta de que fingía estar dormido—. Pero eres demasiado joven para enterarte de esa clase de cosas. Yo fui por primera vez a un casamiento a los nueve años, pero no me permitieron asistir a un funeral hasta los quince… Y eso fue después del huracán Delia, cuando la mitad de la gente que conocía en el mundo salió volando por los aires. ¡Hubo muchísimos funerales ese mes, te lo aseguro!

      —Yo ya había visto muertos antes —dijo India—. Un día iba caminando a la escuela y había un hombre muerto en un umbral. Mi amiga y yo lo tocamos con un palo. Le movimos el pie y salimos corriendo. Y una tarde estábamos comiendo dim sum en el Barrio Chino con Luker…

      —¿Estaban comiendo qué cosa? ¿Así les dicen a las tripas?

      —Estábamos almorzando en el Barrio Chino —dijo India para no entrar en detalles—. Y cuando salimos del restaurante vimos a dos niñas chinas atropelladas por un camión cisterna. Fue muy desagradable… vimos el cerebro y todo lo demás. Después le dije a Luker que jamás volvería a comer sesos… y de hecho jamás volví a comerlos.

      —¡Eso es terrible! —exclamó Big Barbara—. Esas pobres niñas… ¿eran gemelas, India?

      India no lo sabía.

      —¡Qué historia espantosa! —chilló Big Barbara, y empujó los pies de Luker de su regazo—. Esas cosas solo pasan en Nueva York. No veo por qué continúas viviendo allí ahora que estás divorciado.

      —Amo Nueva York —dijo Luker sin abrir los ojos.

      —Yo también —dijo India.

      —Tendrías que haber vuelto a casa cuando te divorciaste de… esa mujer.

      —Odio Alabama —dijo Luker.

      India no dijo nada.

      —Luker —dijo Big Barbara, contenta de poder tocar su tema preferido—, el día más feliz de mi vida fue cuando llamaste para anunciar que ibas a divorciarte. Le dije a Lawton: “Lawton”, le dije, “yo…”.

      —No empecemos —le advirtió Luker—. Todos sabemos lo que piensas de… esa mujer.

      —Entonces levántate y sírveme otro escocés. El sufrimiento siempre, siempre me ha secado la garganta. Desde que era una niña.

      Luker se levantó con parsimonia.

      —Barbara, todavía no son las cuatro de la tarde. Y ya te bajaste de un trago el primer whisky…

      —Tenía tanta sed que solo quería llegar al hielo. Tendrían que instalar un bebedero en ese cementerio. No sé por qué no ponen un bebedero. La gente tiene sed en los entierros como en cualquier otra parte.

      Luker gritó desde la cocina:

      —¡Eres una borracha, Barbara, y ya es hora de que hagas algo al respecto!

      —¡Estuviste hablando con tu padre! —chilló Big Barbara. La miró a India—. ¿Tú tratas tan mal a tu padre como él a mí?

      India levantó el lápiz rojo del papel cuadriculado.

      —Sí.

      —¡Entonces eres una manzana podrida! —exclamó Big Barbara—. ¡No sé por qué desperdicio mi amor con ustedes!

      Luker le trajo el whisky a su madre.

      —Lo serví liviano. Tiene más hielo y agua que otra cosa. No hay ningún motivo para que te emborraches antes de que baje el sol.

      —Mi mejor amiga en el mundo está muerta —respondió Big Barbara—. Quiero brindar en su memoria.

      —Hasta emborracharte como una cuba —dijo Luker en voz baja. Se dejó caer en el sofá y volvió a poner los pies sobre el regazo de su madre.

      —Estíralos