Los Elementales. Michael McDowell. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Michael McDowell
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789509749450
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Luker.

      —Él me dijo que le dijera a la señorita Leigh que se lo dijera a ustedes —dijo Odessa—. Así que sabe.

      —Muy bien —dijo Luker. Y miró fijamente a su madre—: Entonces no volveremos a mencionar el tema. Dauphin es el hombre más dulce de la tierra y ninguno de nosotros dirá nada que pueda hacerlo sentir incómodo, ¿no es cierto, Barbara?

      —¡Por supuesto que no!

      —Voy a prepararles la cena —dijo Odessa, y se levantó para ir a la cocina.

      Leigh y su madre fueron al dormitorio a buscar ropa cómoda para Big Barbara. La intimidad entre madre e hija McCray subsistía a base de ayudarse a vestirse y desvestirse.

      Luker fue a la cocina a llenar su vaso y el de su hija. Cuando volvió, se sentó en un banco junto a India y dijo:

      —Quiero ver qué hiciste.

      India escondió el dibujo.

      —Yo no lo hice —dijo.

      —¿Qué quieres decir?

      —Quiero decir —dijo India— que no fui yo la que hizo el dibujo. Yo solo sostuve el lápiz.

      Luker la miraba sin entender.

      —Muéstrame el dibujo.

      India se lo entregó.

      —Ni siquiera miré. Empecé a dibujar otra cosa, después paré para escuchar la historia de Leigh, pero el lápiz siguió dibujando solo. Mira —dijo señalando unas líneas sueltas—, ahí empezaba mi dibujo, pero quedó tapado.

      —Este no es tu estilo —dijo Luker con curiosidad. Era un dibujo hecho a lápiz rojo sobre el revés de una hoja de papel cuadriculado: una construcción extrañamente formal, un dibujo de una gorda de rostro saturnino sentada muy rígida en una silla invisible bajo su enorme volumen. Llevaba puesto un vestido de corsé ajustado y falda amplísima. Tenía los brazos extendidos hacia adelante—. ¿Qué sostiene en las manos, India?

      —Yo no la dibujé —dijo India—. Supongo que son muñecas. Son espantosas, ¿no? Parecen muñecas de cera olvidadas al sol durante mucho tiempo… Están todas derretidas y deformes. ¿Recuerdas esas horribles muñecas alemanas modeladas sobre bebés de carne y hueso en el Museo de la Ciudad de Nueva York…? Dijiste que eran las cosas más feas que habías visto en tu vida. Y es probable que sea así… Y es probable que yo haya recordado eso cuando…

      —¿Cuando qué?

      —Cuando dibujé esto —India bajó la voz, confundida—. Excepto que en realidad yo no lo dibujé… Se dibujó solo.

      Luker miró fijamente a su hija.

      —No creo que lo hayas dibujado tú… No es tu estilo.

      India sacudió la cabeza y bebió un sorbo de jerez.

      —El vestido que lleva puesto la mujer… ¿sabes a qué época pertenece, India?

      —Ah… —India titubeó—. ¿A los años veinte?

      —Error —dijo Luker—. Alrededor de 1875. A propósito, es un exponente perfecto de 1875 y tú no lo sabías. ¿O sí lo sabías?

      —No —dijo India—. Yo estaba sentada aquí, escuchando el relato de Leigh, y el dibujo se hizo solo. —Miró el papel con disgusto—. Y ni siquiera me gusta.

      —No —dijo Luker—. A mí tampoco me gusta.

      Esa noche, cuando Dauphin regresó de llevar a Mary-Scot al convento en Pensacola, nadie mencionó el funeral ni el cuchillo y Leigh escondió la pila de mensajes de condolencia que había recogido en la oficina postal. La cena transcurrió en calma y en silencio. Y aunque todos —excepto Dauphin— se habían cambiado de ropa, estaban rígidos y almidonados y parecían adheridos a las sillas. Hasta Dauphin bebió demasiado, y acababa de descorchar la tercera botella de vino cuando Odessa la retiró de la mesa con mirada reprobadora. Durante la comida hicieron planes para abandonar Mobile al día siguiente: decidieron cuáles autos llevar a la costa, quién se encargaría de hacer las compras, a qué hora debían partir, y qué convenía hacer con el correo y los negocios y con Lawton McCray. La muerte de Marian Savage era la verdadera razón para marcharse, pero no la mencionaron. La Casa Grande estaba demasiado cerca y el dormitorio principal, de donde la moribunda apenas salía arrastrándose durante los dos años que duró su enfermedad, proyectaba su desacostumbrado vacío en la oscuridad de la noche.

      Sentado en su lugar de siempre, Dauphin se inclinó hacia un costado para atisbar la ventana del dormitorio de su madre, apenas visible desde el comedor, como si esperara o temiera encontrarla iluminada… como todas las noches a la hora de la cena desde que él y Leigh habían regresado de su luna de miel.

      El postre y el café se prolongaron, y era bastante tarde cuando por fin se levantaron de la mesa. Leigh fue directo a acostarse y Big Barbara se dirigió a la cocina para ayudar a Odessa con el lavaplatos. India acompañó a su padre y a Dauphin al porche, se acostó en el sofá con la cabeza sobre el regazo de Luker y se quedó dormida sin alterar el equilibrio del pocillo de café que Luker había apoyado sobre su vientre.

      Poco después Big Barbara asomó por la puerta de la cocina y dijo con cansancio:

      —Dauphin, Luker, primero llevaré a Odessa a su casa y después me iré a la mía. Nos vemos mañana temprano.

      —Big Barbara —dijo Dauphin—, yo llevaré a Odessa. Quédate con Luker y pasa la noche con nosotros. No tienes por qué irte.

      —Nos vemos mañana por la mañana, a primera hora y con sol —dijo Big Barbara—. Sospecho que Lawton ya estará en casa y querrá saber… —Se interrumpió al recordar que no debía hablar del funeral con Dauphin—. Querrá que le cuente cómo me fue hoy.

      —De acuerdo —dijo Dauphin—. ¿Seguro que no quieres que te lleve?

      —Seguro —dijo Big Barbara—. Luker: tu padre querrá verte, y ver a India, antes de que vayamos a Beldame mañana. ¿Qué le digo?

      —Que pasaré a verlo mañana antes de irnos.

      —Dijo que quería decirte algo.

      —Probablemente me pedirá que me cambie el apellido —le dijo Luker en voz baja a Dauphin mientras acariciaba el cabello de India—. Buenas noches, Barbara —dijo en voz alta—. Nos vemos mañana.

      India estaba dormida y los dos hombres permanecieron en silencio. A través de las ventanas, la noche era absolutamente negra. Algunas nubes moteaban la luna y las estrellas y el follaje oscurecía los faroles de la calle. El nivel del aire acondicionado dentro de la casa indicaba que afuera todavía hacía calor y la humedad era asesina. En un rincón, a un costado de la silla de Dauphin, brillaba una lámpara solitaria. Luker retiró con cuidado los dedos de India del pocillo de café y lo apoyó sobre la mesa ratona. Con una inclinación de cabeza aceptó el oporto que le ofrecía su cuñado.

      —Me alegra que hayas decidido venir, Luker —dijo Dauphin en un susurro, sentándose.

      —Fueron tiempos malos, parece.

      Dauphin asintió.

      —Hacía casi dos años que mamá estaba enferma, pero los últimos ocho meses estuvo agonizando. Era imposible no darse cuenta. Cada día que pasaba se ponía peor. Pero podría haber durado quién sabe cuánto más si no hubiera ido a Beldame. Yo quería decirle que no fuera… En realidad, le pedí que no fuera, pero fue igual. Y eso la mató.

      —Lamento que hayas tenido que sufrir tanto —dijo Luker. Su simpatía por Dauphin no lo obligaba a pronunciar palabras amables e hipócritas en honor a la difunta. Y además sabía que Dauphin no esperaba escucharlas—. ¿Pero estás seguro de que conviene ir a Beldame justo ahora? Debe haber miles de cosas de qué ocuparse… El testamento y todo lo demás. Y cuando hay tanto dinero en juego, tanto dinero y tantas propiedades, el trabajo se