Los Elementales. Michael McDowell. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Michael McDowell
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789509749450
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asintió: tenía sentido. Unos minutos después, los dos hombres —uno carnoso de cara rojiza, fornido y de movimientos lentos; el otro menudo, inquieto, de piel oscura pero no quemada al sol, que parecían padre e hijo tanto como India y Odessa parecían madre e hija— volvieron al auto. Lawton McCray introdujo su grueso brazo por la ventanilla nuevamente abierta y aferró la barbilla de India. Tirándole del mentón, la obligó a sacar medio cuerpo del coche.

      —No puedo creer que te parezcas tanto a tu madre. Tu madre era la mujer más bonita que vi en mi vida.

      —¡No me parezco en nada a ella!

      Lawton McCray se le rio en la cara.

      —¡Y encima hablas como ella! Me entristecí mucho cuando tu papá se divorció. ¡Pero créeme, India, no la necesita para nada teniéndote a ti!

      India estaba demasiado avergonzada para responder.

      —¿Y cómo anda tu mamá?

      —No lo sé —mintió India—. Hace siete años que no la veo. Ni siquiera recuerdo cómo es.

      —¡Mírate al espejo, India, mírate al maldito espejo!

      —Lawton —dijo Luker—, tenemos que irnos ya mismo si queremos llegar a Beldame antes de que suba la marea.

      —¡Váyanse, entonces! —bramó su padre—. Y escúchame bien, Luker, hazme saber cómo van las cosas, ¿me oyes? ¡Cuento contigo!

      Luker asintió. Cómo iban las cosas parecía tener un significado específico y contundente para ambos.

      Cuando el Fairlane se alejaba de la McCray Fertilizer Company, Lawton McCray alzó un brazo y lo sostuvo en alto en medio de la polvareda.

      —Escucha —le dijo India a su padre—, no tengo que contarles nada a mis amigos, ¿verdad? Digo, si Lawton sale electo…

      Para llegar al sur atravesaron el interior del condado de Baldwin, por un camino secundario angosto y sin árboles bordeado de zanjas poco profundas llenas de pasto y feas flores amarillas. Detrás de los alambrados o las cercas bajas y desvencijadas de madera, se extendían anchos campos de legumbres apretujadas en la tierra que daban la impresión de ser muy baratas y de haber sido plantadas por alguna otra razón que no fuera su ingesta por el hombre o el ganado. El cielo estaba tan descolorido que parecía blanco, y unas nubes ralas se cernían timoratas a ambos lados del horizonte, pero no tenían el coraje de ocupar el centro del firmamento. De tanto en tanto, pasaban junto a una casa, y más allá de que esa casa tuviera cinco o cien años de antigüedad invariablemente el porche estaba desvencijado, las paredes laterales quemadas por el sol, la chimenea peligrosamente inclinada. El deterioro era una constante, como la aparente ausencia de toda vida. Incluso a India, que tenía poca o ninguna expectativa sobre las delicias de la vida rural, le pareció notable no haber visto nada vivo en más de veinte kilómetros: ni un hombre, ni una mujer, ni un niño, ni un perro, ni un ave carroñera.

      —Es hora de la comida —dijo Odessa—. Todos están dentro, sentados a la mesa. Por eso no vemos a nadie. Nadie anda afuera a las doce del mediodía.

      Incluso Foley, una ciudad cuya población superaba las tres mil almas, parecía desierta y abandonada cuando la atravesaron. Había automóviles estacionados en el centro y Odessa dijo haber visto algunas caras por la vidriera del banco y un patrullero había doblado una esquina dos cuadras más lejos… pero la ciudad estaba inexplicablemente vacía.

      —¿Tú saldrías en un día como este? —dijo Odessa—. Si no te falla la cabeza, te quedas adentro con el aire acondicionado.

      Para experimentar, India bajó unos centímetros el vidrio de su ventanilla: una ráfaga de calor le quemó la mejilla. El termómetro del banco de Foley marcaba cuarenta grados.

      —¡Dios santo! —dijo India—. Espero que adonde vamos haya aire acondicionado.

      —No hay —dijo Luker—. India, cuando yo era niño y veníamos todos los veranos a Beldame ni siquiera teníamos electricidad, ¿no es cierto, Odessa?

      —Es cierto, y ni siquiera funciona todo el tiempo ahora. No se puede depender de ese generador. Tenemos velas en Beldame. Tenemos faroles a querosene. Ese generador… no me inspira la menor confianza. Pero tenemos un cajón lleno de abanicos de papel.

      India miró a su padre con reconvención: ¿a qué clase de lugar la estaba llevando? ¿Qué ventajas podía tener Beldame sobre el Upper West Side, incluso sobre el verano más horriblemente caluroso imaginable en el Upper West Side? Luker le había dicho que Beldame era hermoso como Fire Island —un lugar que India amaba—, pero las incomodidades de Fire Island eran pintorescas y sugestivas. India sospechaba que Beldame no era civilizado, y no solo temía aburrirse mortalmente, sino sentirse incómoda.

      —¿Y tenemos agua caliente? —preguntó, pensando que era un parámetro equitativo para juzgar el lugar.

      —No demora mucho en calentarse en el fogón —dijo Odessa—. ¡Las hornallas de Beldame tienen llamas muy altas!

      India no hizo más preguntas. Quedaban poco más de quince kilómetros desde Foley a la costa. Los campos desaparecieron y fueron reemplazados por un bosque achaparrado de pinos enfermos de follaje marchito y montes de robles. En algunos lugares, el sotobosque —tupido, amarronado y carente de interés— se mezclaba con la arena. La arena blanca volaba sobre el camino y formaba dunas a lo lejos. Desde una pequeña loma se avistaba el golfo de México. Era azul opalescente, el color que debía tener el cielo. La espuma de la rompiente de las olas más cercanas era gris comparada con la blancura de la arena que bordeaba el camino.

      Gulf Shores apareció de pronto: una comunidad de vacaciones con unas doscientas casas y una docena de pequeños almacenes y tiendas varias. Todos los edificios tenían lajas verdes y techos grises y todos los postigos de las ventanas estaban herrumbrados. Aunque en ese momento había muy pocas personas —era mitad de semana—, al menos daba la ilusión de estar atestado, e India dio rienda suelta a una débil esperanza. Entonces, con el propósito de desinflar esa magra esperanza, Luker observó que esa franja de la costa del golfo era conocida como Redneck Riviera. Dobló después de pasar un cartel que decía Dixie Graves Parkway, sobre una cinta de asfalto que a veces se desdibujaba bajo una película de arena voladora. Rápidamente dejaron atrás Gulf Shores.

      A ambos lados del camino se erguían suaves dunas blancas; aquí y allá, un grupo de pastos altos o un montículo de rosas marinas. Más allá, a los dos lados, el agua azul; pero solo había rompientes sobre el brazo izquierdo de la bahía. Odessa señaló a la derecha.

      —Esa es la bahía. La bahía de Mobile. Mobile está allá arriba… ¿Qué tan lejos diría usted, señor Luker?

      —Unos ochenta kilómetros.

      —Así que no podemos verlo —dijo Odessa—, pero está allí. Y —señaló a la izquierda— ese es el golfo. Más allá no hay nada, absolutamente nada.

      India estaba segura de eso.

      Llegaron a otra comunidad, que tenía unas veinticinco casas y ninguna tienda. Toneladas de valvas de ostras aplastadas sobre la arena tapizaban los caminos de entrada y los jardines de las casas. Solo unas pocas no estaban tapiadas con tablones. Ese lugar le parecía a India la última etapa de la desolación.

      —¿Esto es Beldame? —preguntó inquieta.

      —¡Por Dios, no! —Odessa soltó una carcajada—. ¡Esto es Gasque! —Lo dijo como si India hubiera confundido el World Trade Center con el rascacielos Flatiron.

      Luker ingresó en una estación de servicio que evidentemente había cerrado hacía varios años. India jamás había visto surtidores como esos, angostos y circulares con copetes de vidrio rojo, parecían alfiles en un tablero de ajedrez.

      —Esto está cerrado —le dijo a su padre—. ¿Nos quedamos sin nafta? —preguntó con tristeza, deseando estar en la esquina de la calle 74 y Broadway. (¡Con cuánta claridad la veía mentalmente!).