Los Elementales. Michael McDowell. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Michael McDowell
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789509749450
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      —¡Santo Dios! —dijo Big Barbara, y le dio un puñetazo a Luker en las rodillas—. ¿Has visto esto?

      —¿Visto qué? —murmuró su hijo sin curiosidad.

      —Una máquina para hacer helados que cuesta setecientos dólares. Ni siquiera usa sal pedrés. Probablemente tampoco usa leche ni crema. Por esa suma de dinero solo tienes que enchufarla y cuatro minutos después obtienes un kilo de cereza-durazno-vainilla.

      —Me sorprende que Leigh no haya comprado una.

      —¡Tiene una! —dijo Big Barbara—. ¡Pero yo no tenía la menor idea de que le había costado setecientos dólares! ¡Setecientos dólares equivalen a la seña de una casa rodante!

      —Las casas rodantes son de mal gusto, Barbara. Al menos puedes esconder la máquina de helados en el ropero. Además, Dauphin tiene dinero de sobra. Y ahora que Marian Savage por fin tuvo la delicadeza de estirar la pata, tendrá todavía más. ¿Van a mudarse a la Casa Grande?

      —No lo sé, todavía no se deciden. No se decidirán hasta que volvamos de Beldame.

      —Barbara —dijo Luker—, ¿a quién se le ocurrió que fuéramos todos juntos a Beldame? Lo digo porque Marian Savage falleció en Beldame. ¿Te parece que a Dauphin le hará bien estar en el mismo lugar donde murió su madre hace apenas tres días?

      Big Barbara se encogió de hombros.

      —¿No me creerás capaz de hacer semejante sugerencia, verdad? Tampoco fue cosa de Leigh. Fue idea de Dauphin: de Dauphin y de Odessa. Odessa estuvo en Beldame con Marian todo el tiempo, por supuesto. Esos días en que estaba tan enferma, Marian no cruzaba el vestíbulo si Odessa no la acompañaba. Y, además, Dauphin y Odessa pensaron que a todos nos haría bien ventilarnos un poco. Recordarás que, cuando Bothwell falleció, nadie volvió a Beldame hasta que pasaron seis meses… ¡Y ese año hubo un verano hermoso!

      —¿Bothwell era el padre de Dauphin? —preguntó India.

      Big Barbara asintió.

      —¿Cuántos años tenía Dauphin cuando murió Bothwell, Luker?

      —Cinco. Seis. Siete —respondió Luker—. No me acuerdo. Incluso había olvidado que falleció en Beldame.

      —Lo sé —dijo Big Barbara—. ¿Quién se acuerda ya del pobre Bothwell? De todos modos, Marian tampoco pasó mucho tiempo allí: no pasó toda su enfermedad en Beldame. Hacía menos de un día que habían llegado con Odessa cuando Marian murió. Fue rarísimo. Hacía casi dos años que no salía de la Casa Grande: a duras penas se arrastraba fuera del dormitorio, dormía el día entero y pasaba toda la noche despierta quejándose. Y de golpe se levanta y decide que quiere ir a Beldame. Dauphin trató de convencerla para que no fuera. Yo misma intenté persuadirla, pero cuando a Marian se le metía algo en la cabeza no había manera de sacárselo. Así que se levantó de la cama y fue a Beldame. Dauphin quiso ir con ella, pero Marian no lo dejó. Ni siquiera le permitió que la llevara en coche. Johnny Red las llevó a las dos, a Odessa y a ella. Y no habían transcurrido veinticuatro horas de su partida cuando un policía golpeó a la puerta de Dauphin para avisarle que Marian había muerto. Fue horrible.

      —¿Y de qué murió? —preguntó India.

      —De cáncer —dijo Big Barbara—. El cáncer la devoró. Lo raro fue que haya durado dos años aquí y muerto repentinamente apenas llegó a Beldame.

      —¿Odessa estaba con ella cuando murió? —preguntó Luker.

      Big Barbara negó con la cabeza.

      —Odessa estaba limpiando arriba o algo así y Marian cayó redonda en el balcón. Cuando llegó Odessa la mecedora todavía se balanceaba, pero Marian estaba muerta en el suelo. Odessa la llevó adentro a la rastra y la acostó en la cama, y después fue caminando a Gasque y llamó a la patrulla caminera. Intentó llamar a Dauphin, pero no había nadie en casa. Escucha, Luker —dijo Big Barbara bajando la voz—, India me dejó pensando… ¿tú sabes a qué se debe todo ese asunto del cuchillo?

      Luker enterró la cara entre el almohadón y el respaldo del sofá, pero Big Barbara lo obligó a darse vuelta.

      —Sí —respondió.

      —¿Y entonces?

      —Dauphin y Mary-Scot lamentaban no haber apuñalado a su madre cuando aún estaba viva, y era su última oportunidad.

      En una esquina del porche, en una jaula suspendida a metro y medio del suelo, había un enorme loro rojo. El loro soltó un alarido.

      Big Barbara lo señaló.

      —¿Has visto? Nails entiende todo lo que dices. Marian amaba a ese pájaro. ¡No te atrevas a decir nada malo de ella delante de Nails! No le agrada.

      —¿Y qué hace aquí ese bicho?

      —Bueno, no podían dejarlo solo en la Casa Grande; se habría muerto en menos de tres horas sin tener a Marian cerca.

      —Tendrían que haberlo enterrado con ella.

      —Pensaba que los loros sabían hablar —dijo India.

      Nails metió el pico entre los barrotes de la jaula y volvió a gritar.

      —Justo ahora, este nos está ofreciendo una imitación perfecta de Marian Savage —dijo Luker.

      —Luker —exclamó Big Barbara, retorciéndole los dedos de los pies—. No entiendo por qué dices cosas tan feas de la mujer que fue mi mejor amiga en este mundo.

      —Porque era la perra más pérfida que pisó alguna vez las calles de Mobile.

      —Desearía que no utilizaras ese lenguaje delante de una niña de trece años.

      —India no puede verme —dijo Luker, que era invisible desde donde India estaba sentada—. Y además no sabe quién habló.

      —Sí que sé —dijo India. Después se dirigió a su abuela—: Ha dicho cosas peores. Y yo también.

      —Apuesto que sí —suspiró Big Barbara.

      —Barbara, tú sabes lo mala que era esa mujer —dijo Luker—. Pobre Dauphin, lo trataba como basura cuando Mary-Scot aún vivía en la casa. Y después, cuando Mary-Scot entró en el convento, lo trataba como mierda.

      —¡Shhh!

      —Sabes que es verdad. —Luker se encogió de hombros—. Y así han sido las cosas durante más de doscientos años en esa familia. Los varones son dulces y de buen corazón, y las mujeres más frías que el acero.

      —Pero son buenas esposas —protestó Big Barbara—. Marian fue una buena esposa en vida de Bothwell. Lo hizo feliz.

      —Es probable que a Bothwell le gustara que lo clavaran a la pared y lo golpearan con una cadena de bicicleta.

      —A ti te gusta —le dijo India a su padre. Big Barbara giró la cabeza para mirarla, entre acongojada y perpleja.

      —India miente hasta por los codos —dijo Luker sin dar importancia al asunto—. No sabe nada de mi vida sexual. Solo tiene trece años —dijo. Acodándose en el sofá, le sonrió burlón a su hija—. Ni siquiera sabe qué es coger.

      —¡Luker!

      —Ay, Barbara, escucha una cosa… Ya que tengo los pies sobre tu falda, ¿por qué no me los frotas un poco? Esos zapatos me lastiman.

      Big Barbara le sacó las medias y empezó a masajearle los pies.

      —Está bien —dijo Luker—. Admitamos que las mujeres Savage son esposas aceptables. Pero lo cierto es que, como madres, son una porquería.

      —¡Para nada!

      —Barbara, no sabes lo que dices. ¿Por qué intentas defender a una muerta?

      —Marian Savage…

      —¡Las madres Savage se comen