Los Elementales. Michael McDowell. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Michael McDowell
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789509749450
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Dibujaba sobre el papel y el lápiz iba rápido, pero India ni siquiera miraba lo que hacía. Pensé que estaba haciendo garabatos. Si no conociera a India como la conozco, diría que miente, que alguien más hizo ese dibujo y ella llenó de garabatos otra página…

      Dauphin hojeó rápidamente las otras páginas.

      —El resto de las páginas está en blanco.

      —Ya lo sé. Ella hizo el dibujo, pero realmente no creo que supiera lo que estaba haciendo. Quiero decir, esas muñecas…

      —No son muñecas —dijo Dauphin con un tono bastante cercano a la aspereza.

      —Parecen muñecas; ni siquiera los bebés irlandeses son tan feos, yo…

      —Escucha —dijo Dauphin—. ¿Por qué no te vas a acostar? Y llévate esto. —Dauphin le entregó el boceto a Luker—. Pasaré por tu dormitorio dentro de cinco minutos.

      Cinco minutos después Luker estaba sentado en el borde de la cama con el boceto de India a su lado. Estudió el dibujo de la mujer gorda y saturnina que sostenía dos muñecas —que, según Dauphin, no eran muñecas— en las enormes y carnosas palmas de sus manos extendidas.

      Todavía con el traje que había usado en el funeral, y todavía con aquel torniquete negro en el brazo, Dauphin entró en la habitación. Extrajo del bolsillo del pecho una pequeña fotografía montada sobre cartón duro y se la pasó a Luker.

      Era una carte de visite que Luker, conocedor de la historia de la fotografía, instintivamente fechó en la Guerra Civil o quizá uno o dos años más tarde. Estudió el dorso, donde figuraban el logo y los datos del fotógrafo, antes de permitirse descifrar el significado de la imagen.

      La foto, borrosa pero todavía clara, retrataba a una mujer enorme y gorda con flequillo y una mata de cabello rizado que llevaba un vestido con miriñaque con grandes bordados negros en la falda y las mangas. Estaba sentada en una silla que resultaba invisible bajo su inmensa masa corporal. En sus manos extendidas sostenía dos montoncitos de carne deforme que no eran muñecas, después de todo.

      —Es mi tatarabuela —dijo Dauphin—. Los bebés eran gemelos, y murieron al nacer. Ella hizo que tomaran la foto antes de que los enterraran. Eran varones, y se llamaban Darnley y Dauphin.

      —¿Por qué querría tomarles una foto a unos bebés muertos al nacer? —preguntó Luker.

      —Desde que se empezaron a tomar fotos, los Savage mandaron fotografiar sus cadáveres. Tengo una caja llena allá adentro. Estos bebés fueron enterrados en el cementerio y supongo que, si merecían una lápida, ameritaban una foto.

      Luker dio vuelta la foto y volvió a estudiar los datos inscriptos en el dorso sin saber qué pensar.

      —India debe haber visto esto… —dijo por fin. Se acostó sobre la cama sosteniendo la carte de visite con el brazo extendido directamente sobre su cara. Empezó a moverla para que el reflejo de la luz oscureciera la imagen.

      Dauphin recuperó la fotografía.

      —No, India no pudo haberla visto. Las fotos viejas de la familia están guardadas bajo llave en un archivo en mi estudio. Tuve que usar mi llave para sacarla de allí.

      —Alguien se la habrá descripto —insistió Luker.

      —Nadie conoce esa foto, excepto Odessa y yo. Hacía años que no la veía. Solo la recuerdo porque me provocaba pesadillas. Cuando éramos niños, Darnley y yo sacábamos todas las fotos de los Savage muertos y las mirábamos, y esta era la que más miedo me daba. Esta mujer era mi tatarabuela y fue la primera residente de la casa de Beldame. Y esta foto y el dibujo que hizo India son idénticos.

      —Por supuesto que no —dijo Luker—. Los vestidos son diferentes. El vestido de la foto es obviamente anterior al que dibujó India. La fotografía es de 1865, aproximadamente, y el dibujo de India corresponde a unos diez años más tarde.

      —¿Cómo lo sabes?

      Luker se encogió de hombros.

      —Conozco un par de cosas sobre vestimenta del país, eso es todo. Y es obvio. Si India hubiera copiado la foto, habría copiado el vestido que aparece en la foto. No hubiera dibujado otro vestido que empezó a usarse unos diez años después… India, lamento tener que admitirlo, no sabe nada de historia de la moda.

      —Pero ¿y eso qué significa… que los vestidos sean diferentes? —preguntó Dauphin, perplejo.

      —No tengo la menor idea —respondió Luker—. No entiendo absolutamente nada.

      Luker conservó el dibujo de India y le prometió a Dauphin que al día siguiente le preguntaría todo al respecto. Pero ninguno de los dos tenía la menor idea de cuál podría ser su significado. Luker manifestó la esperanza de que todo fuera culpa del oporto, que los había abotagado, y prometió que a la mañana siguiente resolverían el misterio de una manera simple y satisfactoria.

      Dauphin llevó la foto a su estudio y la guardó en la caja que contenía las fotos de los cadáveres de todos los Savage muertos en los últimos ciento treinta años. Dentro de una semana agregarían el retrato de su madre: el fotógrafo había visitado la iglesia de San Judas Tadeo una hora antes del funeral. Dauphin hizo girar la llave en la cerradura de la caja, la escondió en otro cajón del archivo, y cerró con llave el archivo y la puerta de su estudio. Caminó lentamente y a conciencia por los pasillos en penumbras de la casa y regresó al porche vidriado. Apagó la luz, pero en la oscuridad y debido a su ligera ebriedad, chocó con la cabeza la jaula del loro.

      —Ay —susurró—. Lo siento, Nails, ¿estás bien? —Sonrió al recordar cuánto cariño le tenía su madre a ese pájaro chillón a pesar de su decepcionante mudez. Levantó la cubierta y espió el interior de la jaula.

      El loro agitó sus alas iridiscentes, color rojo sangre, y metió el pico entre los barrotes. Su ojo negro y chato reflejaba una luz que no estaba allí. Por primera vez en sus ocho años de vida, el loro habló. Imitando fríamente la voz de Luker McCray, chilló:

      —¡Las madres Savage se comen a sus hijos!

      A la mañana siguiente, malgastada en los preparativos del viaje a Beldame, la perturbadora coincidencia de la antigua fotografía con el dibujo inconsciente de India cayó en el olvido. La luz del día no trajo una solución, pero otorgó la bendición de la indiferencia.

      Luker e India, que habían llegado a Alabama el día anterior, en realidad no habían tenido tiempo de desempacar, de modo que no les resultó difícil prepararse para este segundo viaje. Y Odessa tenía poco equipaje: solo llevó consigo su canasta de mimbre a la Casa Chica cuando Leigh pasó a buscarla. Pero Dauphin tuvo que responder llamados matinales inevitables, que a su vez precipitaron otros recados; y Leigh y Big Barbara tuvieron que repartirse entre sus amigos para despedirse, devolver objetos prestados y solicitar que ciertos asuntos menores pero importantes fueran resueltos durante su posiblemente prolongada ausencia. A Leigh le parecía imposible que Marian Savage estuviera viva apenas cuatro días atrás. A veces, en esta ronda de visitas, se sorprendía recordando que debía poner cara de dolor y responder que sí, que realmente necesitaban alejarse de todo por un tiempo, ¿y dónde mejor que en Beldame, un lugar tan remoto que era como estar en el fin del mundo?

      India despertó a Luker a las nueve. Fue a la cocina y preparó café —no confiaba en las mucamas para ciertas tareas— y después lo llevó a su cuarto y volvió a despertarlo.

      —Oh, Dios mío —murmuró Luker—. Gracias. —Bebió su café a sorbos, dejó la taza a un costado, se levantó y durante unos minutos anduvo desnudo a los tropezones por la habitación.

      —Si buscas el baño —dijo India, apoyando su taza de café en precario equilibrio sobre el angosto brazo del sillón hundido donde se había sentado—, allá está. —Y señaló una puerta.

      Cuando Luker salió del baño, India ya había empacado su ropa.

      —¿Iremos