Un nuevo Carlomagno
Hacia 1797, las victorias militares francesas plantearon con urgencia la cuestión de la reorganización, renovación o disolución del imperio. Muchas respuestas a esta cuestión se centraban en Napoleón, figura en ascenso de la República francesa. Beethoven no fue el único centroeuropeo al que decepcionó Napoleón: los Estados imperiales menores esperaban que Napoleón renovase el imperio, en particular el archicanciller Dalberg, quien le remitió numerosas propuestas.66 En un principio, Napoleón continuó la política francesa anterior, pues en mayo de 1797 escribió que si el imperio no existiera, Francia tendría que inventarlo para mantener débil a Alemania.67 Las diferentes interpretaciones del legado de Carlomagno ayudan a entender por qué la actitud de Napoleón no tardó en cambiar de manera radical. Los centroeuropeos que, como Dalberg, aspiraban a preservar el imperio, consideraban a Carlomagno el progenitor de mil años de poder atemperados por la ley y la propiedad por medio de la constitución imperial. La interpretación de Napoleón, más cercana a la realidad histórica, lo consideraba un guerrero heroico y un conquistador.
Napoleón utilizó la memoria de Carlomagno con el fin de consolidar su autoridad en el interior de Francia, donde utilizó su cargo de primer cónsul para fomentar el culto a la personalidad que reemplazó la iconografía republicana clásica de la Revolución por imaginería imperial-realista. En el famoso retrato del paso de los Alpes, pintado en 1801-1802, se ven las palabras Karolus Magnus cinceladas en la roca a los pies de Napoleón. La idea de un heroico hombre fuerte que impusiera orden era muy popular después de los desórdenes revolucionarios. La apropiación de la imagen de Carlomagno formaba parte de una amplia estrategia para legitimar el régimen sin vincularlo a ninguna tradición concreta. Más en concreto, el papel del rey franco como protector del papado resultó útil cuando Napoleón necesitó con urgencia alcanzar un compromiso con el pontífice que pusiera fin a la guerra contra los católicos franceses, que había causado desde 1793 más de 317 000 muertes. Tales maniobras culminaron con la autoproclamación de Napoleón como «emperador de los franceses» el 18 de mayo de 1804, seguida de su coronación el 2 de diciembre. El papa Pío VII leyó el mismo texto empleado por León III cuando invistió a Carlomagno hacía algo más de un milenio, pero tuvieron que utilizarse réplicas de la espada y de la corona de Carlomagno, pues los austríacos todavía conservaban los originales. Para ganarse a los republicanos, Napoleón publicó una nueva constitución. Pero no consideraba a los franceses como los nuevos ciudadanos de Roma, pues en 1809, cuando anexionó los Estados Pontificios a Francia, declaró a Roma ciudad libre, en lugar de convertirla en su capital imperial.68
El imperio napoleónico prometía garantizar el orden por medio de la eliminación de estructuras sociopolíticas defectuosas y la derrota de todos los enemigos externos posibles. El universalismo de Napoleón se basaba en la hegemonía de la victoria decisiva y en la uniformidad racional ejemplificada por su código civil y por el sistema métrico.69 Su utilización del legado de Carlomagno suponía un desafío directo al imperio, pues sugería que sus ambiciones territoriales abarcaban todo el antiguo reino de los francos. Pero en un principio se contuvo, pues en mayo de 1804 prometió que solo emplearía su título imperial después de que lo reconocieran el emperador Francisco II y su imperio.70
Los ministros austríacos se dieron cuenta de inmediato de que el no reconocimiento significaba una nueva guerra. Pero, al igual que sus homólogos prusianos, prefirieron creer que la conversión de Napoleón y su república revolucionaria en una monarquía harían más predecible a Francia. Aunque el ministro principal, el conde Cobenzl, reconocía que el estatus de Francisco II «ha quedado reducido a poco más que un título honorífico» era necesario mantenerlo para evitar que Rusia reclamase paridad, o que Gran Bretaña crease una corona imperial propia.71 Se rechazó la idea de hacer hereditario el título de emperador del Sacro Imperio, pues tal cosa suponía una ruptura de la constitución del imperio. En lugar de ello, el estatus vago de las tierras de los Habsburgo como monarquía independiente proporcionó a Francisco II la base para asumir un nuevo título, adicional y hereditario: el de «emperador de Austria». El título se creó con intención de mantener la paridad formal de Austria con Francia iniciada en 1757, al tiempo que permitía a Francisco situarse por encima de Napoleón gracias a su título adicional de emperador del Sacro Imperio. En diciembre de 1804 se anunció el nuevo título, entre fanfarrias de trompetas y redobles de tambores, a las multitudes reunidas en los seis suburbios de Viena frente a tribunas de madera erigidas para la ocasión.72 No se consideró necesaria una coronación, pues Francisco ya había sido coronado emperador del Sacro Imperio en 1792 (fue el último). Mientras existió el Imperio austríaco, desde 1804 a 1918, nunca hubo una coronación imperial austríaca.
El autor y publicista conservador Friedrich von Gentz escribió al futuro ministro jefe, Metternich, que Francisco bien podría haberse hecho llamar emperador de Salzburgo, Fráncfort o Passau.73 Su crítica se hacía eco de la creencia generalizada que la proliferación de títulos imperiales reducía la importancia de todos. Suecia, garante oficial de la Paz de Westfalia, presentó una queja formal: Francisco se había excedido en sus atribuciones al asumir el título de forma unilateral sin antes obtener el acuerdo del Reichstag.74 Pero la presión francesa hizo irrelevantes las críticas, pues frustró toda esperanza que pudiera quedar de reformar el imperio. Napoleón se hizo coronar rey de Italia el 26 de mayo de 1805 y se ciñó la corona de hierro lombarda, con lo que usurpaba una de las tres coronas fundacionales del imperio. Una serie de roces llevó al reinicio de las hostilidades, que culminaron con la victoria decisiva de Napoleón contra Austria y Rusia en Austerlitz del 2 de diciembre de 1805. Napoleón pronto abandonó la idea de asumir el título de emperador del Sacro Imperio, en parte porque esto obstaculizaría la paz con Gran Bretaña y Rusia mientras Austria todavía conservase las insignias imperiales originales, pero sobre todo porque el Sacro Imperio era incompatible con su estilo de gobierno imperial (vid. Lámina 3).75 Napoleón trataba ahora de socavar los restos del antiguo régimen para quebrar la influencia que pudiera conservar Austria sobre los territorios germanos menores. Ante la amenaza de una nueva guerra, Francisco abdicó a regañadientes el 6 de agosto de 1806 con la esperanza de que la disolución del imperio socavase la legitimidad de la reorganización de Alemania llevada a cabo por Napoleón.
Los acontecimientos de 1804-1806 anunciaban una nueva era para el imperio europeo. Aunque el gran imperio de Napoleón se derrumbó en 1814, su sobrino gobernó un segundo Imperio francés entre 1852 y 1870 y el régimen republicano que le siguió expandió, a partir de los años 80 del siglo XIX, las posesiones de ultramar del país hasta convertirlas en un gran imperio colonial. La victoria de Prusia sobre