El rey cristianísimo
Un factor que llevó al entendimiento entre Austria y Rusia fue el ascenso de Francia a la condición de gran potencia europea. Francia compartía raíces con el imperio surgido de los dominios carolingios. El Tratado de Verdún (843) que dividió el imperio en tres reinos (Francia occidental, Francia oriental y Lotaringia) se conmemoró en el futuro como la fundación de Francia y Alemania, pero en la época no existía la sensación de que se hubieran creado países separados. Los intentos de reunificación prosiguieron hasta la década de 880 y los vínculos entre las élites de uno y otro lado del Rin persistieron durante mucho tiempo después. Las diferencias se hicieron más claras en 919, después de que los otónidas sucedieran al extinto linaje carolingio oriental. La reunión de 935 entre Enrique I, de la dinastía otónida, y el rey «francés» Rodolfo I cerca de Sedán fue coreografiada con todo cuidado para remarcar la paridad entre ambos, algo que se repitió durante las cumbres reales posteriores de 1006-1007. Ninguno de los dos monarcas poseía el título imperial en el momento de la reunión.48
Los monarcas franceses podían reclamar como propia la tradición imperial gracias a sus orígenes comunes. El rey Lotario reaccionó con ira a la coronación imperial de Otón I en 962 y la familia Capeto, soberanos de Francia a partir de 987, estaba dispuesta a reconocer el título imperial de Bizancio si con esto se aseguraban una alianza contra los otónidas. A partir del siglo X, los autores galos se dedicaron a afrancesar a Carlomagno y a los francos y a subrayar la existencia desde Clodoveo de una saga ininterrumpida de reyes cristianos. Estos autores cuestionaban el concepto de traslación imperial, al cual contraponían la idea de que el imperio era una creación carolingia cuyo centro siempre fue París, no Aquisgrán. Uno de los principales elementos de dicha teoría era el mito de que Carlomagno había viajado a Jerusalén para traer las reliquias de san Dionisio y fundar con ellas un monasterio parisino, historia que fue difundida con entusiasmo por los monjes para así poder afirmar que su cenobio era la cuna de la casa real y de la identidad nacional francesa. Dado que no podían ignorar que los otónidas poseían el título imperial, trataron de reducir el papel del emperador al de protector del pontífice y juzgaban sus acciones en función del estado de las relaciones franco-papales.49
El objetivo inicial era mantener paridad con el antiguo reino franco del este, pero, a partir de 1100, los autores franceses comenzaron a distinguir entre el reino germano, considerado un país extranjero, y el título imperial que reclamaban para el rey de Francia. Algunos iban más allá y argumentaban que, como heredero directo de los francos, el rey galo debía gobernar sobre todo el antiguo territorio franco, Alemania incluida. La victoria del rey Felipe II el Augusto sobre Otón IV en Bouvines (1214) decidió la guerra civil entre güelfos y gibelinos y pareció adjudicar a Francia el papel de árbitro de las cuestiones imperiales. Las tropas de Felipe portaban la oriflama, el estandarte color rojo sangre de la abadía de San Dionisio que, según la tradición, había sido la bandera de Carlomagno. La captura durante la batalla del estandarte imperial de Otón parecía confirmar su superioridad.50
A partir de 1095 la significativa participación francesa en las cruzadas aumentó el interés por el título imperial, pues muchos consideraban al emperador el líder «natural» de los cruzados. Los observadores franceses estimaron la prolongada ausencia de un emperador coronado, entre 1251 y 1311, como uno de los factores que explicaban el fracaso de posteriores expediciones cruzadas.51 La oposición a los emperadores continuó dependiendo de circunstancias específicas, no de objeciones de base hacia la idea del imperio. Así, por ejemplo, las acciones emprendidas contra Enrique VII se explicaban por la intención de proteger los intereses franceses en Italia y por la creencia de que el papa había hecho emperador al monarca equivocado. Hasta entrado el siglo XIV se siguió rezando por el emperador en Francia y en España. Los reyes franceses hicieron grandes esfuerzos por hacerse con el título imperial en 1273-1274, 1308, 1313 y 1324-1328. Carlos de Valois, hermano de Felipe IV, llegó incluso a desposar a la nieta de Balduino II, el último emperador latino de Bizancio, con intención de unificar los Imperios oriental y occidental. Tales intentos fracasaron, pero gracias a su creciente poder, a finales del siglo XIII los reyes franceses se impusieron como protectores del papado. Los hagiógrafos de Felipe el Augusto solían presentarlo como el verdadero heredero de Carlomagno. «Augusto», de hecho, era el mote que le puso Rigord, monje de San Dionisio, para celebrar la expansión «imperial» de la autoridad monárquica llevada a cabo por Augusto por toda Francia. Rigord también se refirió en repetidas ocasiones a Augusto como «rey cristianísimo» (rex Christianissimus) para así remarcar la misión especial del monarca galo y elevarlo sobre el emperador. Este título fue ratificado por el papa, cuyas concesiones, a partir del siglo XII, cimentaron la identidad diferenciada de la Iglesia francesa.52
Los fracasados intentos de obtener el título imperial reforzaron la idea de que la monarquía francesa poseía carácter imperial, en el sentido de soberanía. Carlomagno había sido un gran rey antes de su coronación imperial. Este fue el argumento estándar hasta mediado el siglo XVII y sirvió para justificar los constantes intentos de obtener el título y para acallar las críticas cuando fracasaban. A los contemporáneos no les resultaba contradictorio creer a la vez en la independencia de la monarquía gala y su pertenencia a un orden cristiano y universal único. Aunque los autores nacionalistas posteriores reforzaron la primera e ignoraron la segunda, lo cierto es que la opinión bajomedieval y de principios de la Edad Moderna era sorprendentemente avanzada: la Francia del siglo XXI sigue siendo un país soberano, a pesar de formar parte de la Unión Europea.53
En 1494, el mito de Carlomagno inspiró la invasión de Italia de Carlos VIII, dado que su objetivo inmediato, Nápoles, reclamaba desde 1477 el título difunto de rey de Jerusalén. Francisco I tenía ambiciones imperiales más concretas, para lo cual se aseguró el respaldo papal y apoyos germanos a partir de 1516. En un intento de cubrir todas las bases ideológicas, afirmó tener ascendencia troyana, se presentó como la encarnación de las virtudes romanas y argumentó que franceses y germanos compartían antepasados francos comunes. Llevó el universalismo a su corolario lógico: el título no era una posesión exclusivamente germana, sino que estaba abierto a todos los candidatos dignos de este. Pero el proceso de adquirir el título imperial estaba estrechamente asociado a la elección del monarca alemán. Los electores germanos consideraban a Carlomagno y a los francos