Tras la muerte de Fernando III en 1657, Luis XIV y su consejero el cardenal Mazarino hicieron un último intento de hacerse con el título imperial. Mazarino respaldó la candidatura del duque del Palatinado-Neoburgo para poner a prueba el apoyo germano a Luis. Pero el motivo principal era impedir el ascenso de un nuevo emperador austríaco de la casa de Habsburgo que pudiera implicar al imperio en la guerra que libraban España y Francia desde 1635. El ardid de Mazarino contribuyó a provocar el interregno imperial más largo después del de 1494-1507, pero no logró impedir la elección de Leopoldo I en 1658. Hasta entrada la década de 1670 persistieron las especulaciones acerca de una nueva candidatura francesa, pero estas fueron irrelevantes a causa de la longevidad de Leopoldo (falleció en 1705). Los diplomáticos franceses volvieron rápidamente al argumento, que venían defendiendo desde la década de 1640, que afirmaba que su rey era el aliado natural de los príncipes alemanes en la defensa de sus libertades constitucionales contra la amenaza del «absolutismo imperial».55
El abandono de las ambiciones imperiales les llevó, inevitablemente, a insistir en la superioridad de Francia. La experiencia de la guerra civil de 1562-1598 proporcionó argumentos renovados a favor de un gobierno real fuerte que garantizase un orden político y social estable. Los autores franceses hacían comparaciones desfavorables entre Francia y el imperio y presentaban a este último como una monarquía (supuestamente) hereditaria bajo el dominio «francés» de Carlomagno, que había degenerado en una monarquía electiva bajo dominio germano. Ya no era un imperio, sino la sombra lastimosa de un imperio, mientras que el linaje de reyes franceses cristianos había existido más tiempo que la suma de la Roma republicana e imperial. Francia era una monarquía de origen divino, cuyo monarca era elegido por Dios mediante la sucesión hereditaria. Luis, el rey Sol, brillaba por encima de cualquier otro soberano. Gracias a sus credenciales cristianas y a su poder terrenal, él, no el emperador, era el árbitro natural de Europa.56
La pretensión francesa de ser el árbitro de Europa fracasó en la sucesión de guerras libradas entre 1667 y 1714. Luis logró el objetivo, largo tiempo codiciado, de separar a España y Austria, después de derrotar al pretendiente Habsburgo a la corona de España. Pero, a la muerte del Rey Sol, en 1715, era evidente que la mayoría de diplomáticos estaba a favor de un equilibrio de poder, no de la existencia de un único garante de la paz (vid. págs. 167-173). Francia también tuvo difícil establecerse como árbitro del equilibrio interno del imperio, pues le costó encontrar un aliado germano fiable que facilitase su intervención. Baviera fue la preferida a partir de 1620 dado que era católica y lo bastante grande para, con ayuda de los franceses, poder hacer de contrapeso a los Habsburgo austríacos. La cooperación franco-bávara se intensificó tras la muerte sin heredero varón de Carlos VI en octubre de 1740, lo cual detuvo el linaje de soberanos Habsburgo, ininterrumpido desde 1438, y dio lugar a la Guerra de Sucesión austríaca, que se prolongó hasta 1748. En 1742, Carlos Alberto de Baviera fue elegido Carlos VII con apoyo francés. Su breve reinado de poco menos de tres años fue un notorio fracaso, tanto para Baviera como para el imperio.57 Este revés llevó al ministro de Exteriores francés, marqués d’Argenson, a proponer en 1745 la federalización de Alemania e Italia y su reorganización en territorios de mayor extensión. Prusia y Saboya se opusieron al plan, pues consideraban que la preservación del viejo orden les resultaría más ventajosa en el futuro. A finales de 1745, la recuperación austríaca del título imperial tras la elección de Francisco I puso fin al plan del marqués d’Argenson.58
¿Un gorro de bufón?
Ya hacía mucho que los estadistas Habsburgo se habían dado cuenta de que el título imperial no tenía el mismo significado que en la Edad Media. Después de una serie de guerras victoriosas contra los otomanos, alrededor de 1699 los Habsburgo tenían más territorios fuera del imperio que en su interior, lo cual hacía inevitable un cambio en su concepto del título imperial. En 1623 se abandonó la idea de convertir a Austria en reino. Aun así, el término «monarquía austríaca» se empleó a partir de 1703 como designación vaga, pero adecuada, para las tierras de los Habsburgo, que, de hecho, gobernaban varios reinos genuinos: Bohemia, Hungría, Croacia, Nápoles (entre 1714 y 1735). También reinaban sobre Galitzia, arrebatada a Polonia en 1772, y aspiraban al título de rey de Jerusalén.59 Tales acontecimientos llevaron a cuestionar la continuidad del título imperial, dado que los Habsburgo sobrevivieron sin él entre 1740 y 1745, durante la Guerra de Sucesión austríaca. Los Habsburgo se sintieron traicionados por la falta de apoyo de los Estados imperiales en su lucha contra Francia, Baviera y sus aliados. La esposa de Francisco I, María Teresa, tenía una opinión particularmente baja del título, pues calificó la coronación de su marido, en 1745, de «teatro de polichinelas» (Kaspar Theater). Dicha opinión la mantuvo incluso después de 1765, año en que su hijo José II sucedió a su padre. José describió el cargo de emperador como «el espectro de un poder honorífico» y no tardó en sentirse frustrado por la constitución imperial, que estaba siendo empleada para constreñir el dominio Habsburgo sobre el imperio, tal y como habían querido los diplomáticos franceses.60
Los historiadores han citado con frecuencia tales comentarios y los han presentado como prueba de la supuesta irrelevancia del imperio tras la Paz de Westfalia de 1648. No obstante, el 7 de marzo de 1749 los consejeros de Francisco I respondieron a las cuestiones de este último subrayando que el título imperial era «brillante símbolo del honor político más elevado en occidente […] que otorgaba precedencia sobre todas las demás potencias» (vid. Lámina 7).61 Todo el gobierno Habsburgo –incluida la imperial pareja– estaba convencido de que la pérdida del título imperial en 1740 había sido un desastre y estaban resueltos a defender la jerarquía política interna del imperio, que proporcionaba a Austria una posición privilegiada y le ayudaba a mantener su influencia internacional. En 1757, Austria se vio obligada a conceder paridad ceremonial a Francia en su alianza contra los prusianos. Incluso los revolucionarios franceses concedían importancia a esta cuestión de estatus, pues volvieron a hacer ratificar dicha paridad en 1797 y en 1801. El título imperial era ahora el único signo de esta preeminencia, pues los Habsburgo se aferraban a antiguos argumentos, según los cuales todos los otros que se llamaban a sí mismos «emperadores» tan solo eran «reyes».62 Para los Habsburgo, tanto el imperio como Europa en su conjunto eran sistemas políticos jerárquicos. Tales argumentos servían para poner en su lugar a advenedizos como Prusia y los respaldaban muchos Estados imperiales menores, que consideraban que la igualación del orden establecido desembocaría en el federalismo propuesto por d’Argenson, lo que amenazaría su autonomía.
Francia, tras descubrir en 1740 que Prusia no era un aliado alemán fiable, optó en 1756 por una alianza con los austríacos, que perduró hasta las guerras revolucionarias iniciadas en 1792. El conflicto resultante, la Guerra de los Siete Años (1756-1763) no logró eliminar a Prusia como competidor de Austria. Después de 1763, el enviado francés al Reichstag consideraba que los demás Estados imperiales eran «fuerzas inertes» (forces mortes) que Francia debía mantener fuera del alcance de Austria y Prusia para impedir que una de las dos potencias germánicas dominase Europa central.63 La opinión pública francesa no comprendía las sutilezas de dicha política, pues solo veía aspectos superficiales como la llegada de una impopular princesa austríaca, María Antonieta, que simbolizaba la alianza humillante de su país con su antiguo enemigo. Eran pocos los que se interesaban por las complejidades de la política imperial y aquellos que sí lo hacían creían que el imperio no podía reformarse sin destruirlo.