Pero, por otra parte, las acciones del papado invalidaban su pretensión de suplantar al emperador en el rol de juez universal. Los juristas reescribieron la idea de imperialismo, que pasó de ser un benevolente orden cristiano común a convertirse en la hegemonía sin control de una potencia sobre otra. En un principio, tales argumentos tenían la intención directa de reforzar la autoridad real dentro de cada reino, más que desafiar la preeminencia del emperador del Sacro Imperio. El jurista italiano de principios del siglo XIII, Azo de Bolonia, afirmó que cada rey era «emperador en su propio reino» (rex imperator in regno suo est). En este punto, se definía la soberanía como libertad de las cortapisas internas sobre el poder regio. Por esa misma razón, el rey Juan de Inglaterra afirmó en 1202 que «el reino de los ingleses puede compararse a un imperio», aunque sus barones le forzaron a reconocer, por mediación de la Magna Carta, que ese poder tenía límites.93 Al contrario que en el imperio, en occidente continuó la sacralización de la monarquía, empleada allí para situar al rey por encima de nobles rebeldes. El crimen de lesa majestad, que hasta entonces se reservaba para proteger al emperador, se empleó cada vez más para defender a monarcas. Ahora, una simple crítica al rey equivalía a sacrilegio. Tales argumentos fueron empleados a nivel de naciones. En cada una de ellas, los eruditos afirmaban que esta se aplicaba en exclusiva a su rey, al tiempo que admitían que la autoridad del emperador se extendía sobre los demás reinos europeos.94
El primer Renacimiento añadió ímpetu al debate, pues difundió una nueva interpretación de las categorías políticas de Aristóteles, así como los intentos de escribir historias nacionales, todas las cuales fomentaban la idea de que Europa se componía de diferentes países, cada uno de los cuales afirmaba descender de pueblos «libres». A los monarcas franceses estos argumentos les resultaron particularmente útiles en su lucha por el poder contra los papas y emperadores de principios del siglo XIV. La organización del Concilio de Constanza (1414-1418) en grupos «nacionales» de obispos suele reconocerse como el inicio de la aceptación de la división de Europa en varias jurisdicciones soberanas.95
El desencanto gradual con respecto a la idea de un orden cristiano único suscitó la cuestión de la interacción pacífica entre los diversos reinos. Resultaba difícil concebir que esta interacción no se basara en algún tipo de jerarquía. La doctrina cristiana mantenía que la existencia terrena era imperfecta y que la desigualdad sociopolítica era determinada por Dios. Las nuevas teorías de la monarquía elevaban a cada rey por encima de sus propios señores, lo cual hacía difícil aceptar que no fueran también superiores a los demás monarcas. Por desgracia, esto intensificó la competencia entre soberanos, dado que no se había determinado ningún tipo de precedencia.96
Tales hechos suscitaron interés renovado por la idea de que el emperador fuera árbitro de este orden nuevo y potencialmente violento, en particular porque la Reforma eliminó al papa como alternativa aceptable y la rápida acumulación de territorios en posesión directa de los Habsburgo proporcionaba al emperador los medios con los que intervenir con efectividad en los asuntos europeos. La oposición francesa, y la incapacidad de Carlos V de desactivar la controversia religiosa cerraron pronto esta posibilidad.97 El poder y las pretensiones españolas a partir de 1558 provocaron fuertes críticas, pues se le acusaba de estar usurpando el tradicional papel imperial mediante la búsqueda de una ilegítima «quinta monarquía». Aunque esta procedía de la tradicional idea de las «cuatro monarquía mundiales», las críticas, en su mayoría francesas y protestantes, eran implícitamente hostiles al imperio, en particular debido a que sus partidarios consideraban a Austria el dócil secundario de España.98 En este momento, imperialismo significaba la subordinación ilegítima de monarquías soberanas y de sus pueblos.
Fue durante esa época cuando el concepto de soberanía asumió su definición moderna gracias a la respuesta de Jean Bodin a las guerras civiles que estallaron en 1562 en su país natal, Francia. Bodin sostenía la idea de la indivisibilidad de la soberanía y que esta no podía compartirse ni entre grupos ni entre individuos, ni en el interior del país ni fuera de él. Este argumento formó el núcleo de la definición moderna de Estado desarrollada mucho tiempo después por Max Weber y otros. La soberanía se convirtió así en el monopolio de autoridad legítima sobre un área claramente demarcada y sus habitantes. El Estado soberano es responsable del orden interno y puede emplear los recursos de su población. Las relaciones exteriores fueron redefinidas con arreglo a la prerrogativa exclusiva del gobierno central. Se reemplazó el concepto anterior de lealtad por la insistencia en el concepto de autoridad. Los vasallos medievales habían sido, en general, libres de actuar de forma independiente siempre y cuando actuasen de buena fe hacia su señor. Pero ahora, tales acciones eran consideradas desobediencia y traición y el servicio mercenario y otras «violencias extraterritoriales» se criminalizaron de manera gradual entre 1520 y 1856 por unos Estados que insistían en su potestad exclusiva para hacer la guerra.99
El imperio como actor internacional
El paso del Estado medieval al Estado soberano moderno coincidió en Europa con la reforma interna del imperio. Una transformación que lo consolidó como una monarquía mixta en la que el emperador compartía el poder con una compleja jerarquía de Estados imperiales.100 La soberanía continuó siendo fragmentaria y compartida, no se concentró en un único gobierno «nacional». Para muchos analistas posteriores, esto era una prueba más del «declive» del imperio. No obstante, los emperadores medievales nunca monopolizaron las atribuciones de hacer la guerra y la paz. Lo que sucedió fue que las reformas imperiales construyeron nuevos métodos colectivos de reparto del poder, que eran la respuesta a los desafíos de la situación internacional y a los nuevos métodos bélicos.101 Estos cambios constitucionales, de forma crucial para la historia posterior del imperio, fueron hechos en un momento en que la estructura del orden europeo general permanecía abierta y el ascenso al trono de Carlos V en 1519 daba nuevas fuerzas a las tradicionales aspiraciones de preeminencia imperial.
Las medidas adoptadas entre 1495 y 1519 distinguían las contiendas contra no cristianos de las contiendas contra otros cristianos. Las primeras hacían referencia a la defensa contra la amenaza otomana, más que a los conflictos coloniales librados en el Nuevo Mundo por los conquistadores y otros. Como ya hemos visto (vid. págs. 148-150) la paz con los musulmanes era considerada imposible, por lo que no era necesaria una declaración formal de guerra. Hacia 1520, los Estados imperiales tan solo podían discutir el nivel de «asistencia contra el turco» (Türkenhilfe), no el derecho del emperador a exigirla. Por el contrario, los conflictos con cristianos se gestionaban como asuntos más judiciales que militares, pues se suponía que el emperador debía permanecer en paz con los demás monarcas. El emperador no podía exigir ayuda, aunque a partir de 1495 la obligación de consultar al Reichstag antes de hacer la guerra en nombre del imperio quedó limitada a tratar la cuestión solo con los electores. Además, al igual que sus homólogos medievales, seguía siendo libre de guerrear con sus propios recursos.102
Como actor colectivo, el imperio abordaba la guerra contra sus vecinos cristianos