En 1544, el Reichstag de Espira declaró a Francia enemiga del imperio, pero este acto excepcional se debió a la alianza de aquellos con los otomanos y no volvió a repetirse.103 El emperador continuó utilizando mandatos de intercesores contra sus enemigos cristianos, entre ellos los de la Guerra de los Treinta Años y en los conflictos contra Luis XIV a partir de 1672. La declaración de «guerra imperial» (Reichskrieg) contra Francia del 11 de febrero de 1689 supuso una innovación significativa. Ya en 1688, el imperio se había movilizado para repeler la invasión gala del Palatinado, pero, al recurrir al precedente de 1544, la declaración de guerra imperial buscaba situar a Francia al mismo nivel que los otomanos. Esta práctica se repitió en 1702, 1733, 1793 y 1799 y, en cada caso, previa movilización por medio de mandatos de intercesores y otros mecanismos constitucionales más descentralizados.
Para los Habsburgo, la «guerra imperial» formal era una herramienta útil para hacer que los Estados imperiales apoyasen sus objetivos. Por otra parte, su poderoso carácter de símbolo de acción colectiva en aras de la «conservación, seguridad y bienestar» del imperio, contrasta marcadamente con la búsqueda de gloire personal ejemplificada por la belicosidad de Luis XIV.104 La acción militar también era colectiva. En lugar de crear un único ejército permanente, el imperio reclutaba en caso de necesidad fuerzas a partir de las tropas proporcionadas por los Estados imperiales. De esta manera, la ley imperial sancionó la militarización de los principados del imperio y dio así a sus gobernantes un interés marcado en la preservación de la estructura constitucional como base legal de su poderío militar.
Por otra parte, la autoridad de reclutar tropas y obtener impuestos de sus súbditos también permitía a los príncipes ser actores individuales en la nueva política europea. Siempre había otros monarcas que necesitaban tropas y estaban a menudo dispuestos a pagar el apoyo germano a cambio de dinero e influencia que les ayudase a lograr sus objetivos. Esto generó considerables problemas de orden a comienzos del siglo XVI, pues, cuando los soldados se licenciaban al final de cada campaña, a menudo subsistían durante el invierno dedicándose al bandidaje hasta que eran contratados de nuevo la primavera siguiente. En la década de 1560, la provisión de combatientes para ambos bandos de las guerras civiles de Francia y de los Países Bajos también amenazó con arrastrar al imperio a esos conflictos. En los años 60 y 70 del siglo XVI el Reichstag legisló para imponer control por medio de los Estados imperiales: estos fueron dotados de potestad para restringir el servicio mercenario de sus súbditos y para coordinar la acción policial contra los bandidos. Tales cambios reforzaron el monopolio de la «violencia extraterritorial» por parte de los Estados imperiales, el cual formaba parte, a su vez, de sus «libertades germanas», al tiempo que preservaba la estructura colectiva al prohibir toda acción militar perjudicial para el emperador o para el imperio.105
Como también ocurrió con el derecho a la reforma de 1555, la Paz de Westfalia de 1648 se limitó a incorporar esta autoridad militar de forma modificada, en lugar de concederle nuevos poderes. El cambio principal fue denegar de forma explícita a los militares autoridad para mediar en asambleas de nobles, localidades o territorios. Esto se ha malinterpretado en general. El veredicto común fue que «el imperio, en el sentido antiguo, había dejado de existir» debido a que «cada autoridad era emperador en su propio territorio».106 Pero, de hecho, los príncipes no recibieron nuevas atribuciones para hacer alianzas; sus tratos con potencias exteriores seguían limitados por la obligación de no perjudicar ni al emperador ni al imperio. En la práctica, su intervención en las relaciones europeas varió en función de sus inclinaciones, recursos materiales, localización geográfica y estatus dentro del orden constitucional del imperio. El cambio realmente significativo fue que esta orden entraba cada vez más en conflicto con la evolución de los Estados soberanos. La aceptación gradual de la idea de Bodin de la soberanía indivisible la separaba del estatus social, lo cual reducía el círculo de actores públicos legitimados, que pasaba de abarcar a todos los señores a tan solo los Estados mutuamente reconocidos. Por el contrario, en el seno de la jerarquía interna del imperio el estatus de los príncipes siguió siendo tanto social como político. Como Estados imperiales, los príncipes solo poseían una parte de la soberanía del imperio, la «soberanía territorial» (Landeshoheit), la cual seguía estando delimitada por la ley imperial y por la posición formal del emperador de señor feudal de los príncipes. Así, en un orden internacional cada vez más caracterizado por los Estados independientes, los príncipes ocupaban una posición anómala, pues no eran soberanos de pleno, pero tampoco se diferenciaban con claridad de los aristócratas de los países occidentales.
Esto explica la intensidad de la participación principesca en las guerras y en la diplomacia de Europa a partir de finales del siglo XVII, cuando todos los principados mayores establecieron ejércitos permanentes y comenzaron a mantener enviados en las principales capitales europeas. Hubo una «epidemia de deseos y aspiraciones al título regio», dado que tal cosa era ahora lo único que equivalía a soberanía: ser elector o duque ya no era suficiente.107 Cabe aducir que esto contribuyó a la inestabilidad internacional, ya fuera de forma indirecta, por medio de la provisión de tropas auxiliares, o por medio de la intervención directa como beligerantes, como es el caso de Sajonia, Prusia y Hanover en la Gran Guerra del Norte. Pero, por otra parte, otros Estados europeos mucho más centralizados no tuvieron más éxito que el imperio a la hora de limitar la violencia autónoma de sus súbditos, como por ejemplo las compañías comerciales armadas de ingleses y neerlandeses, o las milicias coloniales que desencadenaron la Guerra Franco-India de 1754. Aún más notable es el hecho de que, a pesar de ser la región mejor armada de Europa, el imperio no se fragmentase entre señores de la guerra como ocurrió en China a partir de 1911.108
El imperio y la paz europea
Hacia finales del siglo XVI, ya no se esperaba de un emperador del Sacro Imperio que ejerciera de policía de Europa, pero este seguía teniendo cierto margen para actuar como pacificador. Tales acciones redundaban a menudo en interés del imperio, además de encajar con el ideal imperial tradicional. Pese al fracaso de reiterados esfuerzos de mediación en las guerras civiles neerlandesas, Maximiliano II arbitró el fin de la Guerra Sueco-Danesa de 1563-1570, que garantizó cincuenta años de paz para la Alemania septentrional.109
El acuerdo westfaliano vinculaba de forma explícita el equilibrio interno del imperio a la paz europea general, por medio de una combinación de cambios constitucionales en el seno de un acuerdo internacional.110 Las «libertades germanas» de los Estados imperiales se formalizaron para impedir que el emperador convirtiera el imperio en un Estado centralizado capaz de amenazar a sus vecinos. La situación práctica conformó estas consideraciones, que iban más allá de lo teórico. La Paz de Westfalia prohibía a Austria auxiliar a España, que continuó en guerra contra Francia hasta 1659. Las condiciones inestables de las fronteras